Decir que el profesorado es una pieza imprescindible para el sistema educativo, no es una exageración, ni una extravagancia cautiva de alguien que ama la enseñanza, responde a la necesidad objetiva que tiene el alumnado de contar con profesionales que puedan dar sentido a su aprendizaje.
El docente no es un mero transmisor de conocimientos, cuya misión consista exclusivamente en
que los alumnos aprendan conceptos y aplicaciones matemáticas. Para realizar tan técnico cometido, puede ser suficiente cualquier medio escrito o audiovisual, incluso sin ninguna otra colaboración; esa no es la cuestión. Tal como hemos señalado anteriormente, lo importante, educativamente hablando, es dar sentido a lo que se aprende, situarlo en el contexto social, reseñar la incidencia que, el estudio y aprendizaje de las distintas materias, va a tener para la sociedad en la que está inserto quien estudia y aprende, y proyectar dicha incidencia hacia el futuro que el propio alumnado ha de vivir.
La acción educativa engloba otros flancos tan importantes, al menos, como los que acabamos de reseñar. No hay duda de que la educación se gesta en cada casa, pero también es evidente que ésta se complementa en los centros educativos, y que la actitud de la familia es determinante para ello.
No es posible que, los medios de que se sirve la enseñanza, puedan relegar el trabajo profesional, y no porque exista ningún prejuicio hacia ellos, sino porque resulta imposible que puedan abarcar las distintas características individuales de cada educando, tanto en lo que se refiere al conocimiento en
sí, como en lo que se refiere a: comportamientos individuales, circunstancias personales, relaciones con el centro y el entorno, posibilidades sociales, características sicológicas, comportamiento, etc.
Este papel sólo puede ser ejercido por profesionales preparados y concienciados con tal complejidad.
Dicho todo lo anterior, hay que considerar que esta labor, tan necesaria y laudatoria, se hace casi imposible si no hay un dispositivo estratégico que la apoye. Hablamos de la necesaria consideración social que debe alentarla, y de la dignificación y respeto que la administración debe procurar. No es muy propicia la situación actual para estas labores, sobre todo por la falta de apoyo social y, por qué no decirlo, administrativo al respecto. Las consecuencias de esta falta de consideración ha afectado, de forma grave, la convivencia en muchos centros, y ha situado a la enseñanza en unos niveles muy bajos, en cuanto a eficiencia en sus resultados académicos.
Indudablemente, hay una serie causas desencadenantes de tal desbarajuste. Dentro de estas causas,
hay que destacar dos que han contribuido, de manera determinante, a este deterioro tan visible: de un lado, un creciente desprecio hacia la cultura; de otro, el generalizado desprestigio de los enseñantes, al que no ha sido ajena la administración que, en muchos casos, ha minimizado una problemática en aumento, ocultando su realidad y permitiendo la impunidad de comportamientos inadmisibles, desde cualquier punto de vista que se le quiera mirar. A estas alturas, ha quedado claro que una educación en la que el profesorado queda relegado a empleado administrativo, y a simple cumplidor de normas
emanadas de un sistema educativo en declive, sólo ha llevado a una perdida de valores sociales y al desánimo y frustración de una parte importante del profesorado, de los alumnos y de los padres.
Al profesorado hay que devolverle su función y apoyar su labor educativa y de enseñanza, y restablecer su autoridad profesional y educativa, en beneficio del alumnado y, en último extremo, de todos los que formamos parte de este país. Sin un profesorado considerado y valorado en sus justos términos, no hay viabilidad educativa creíble y la transmisión de valores, tanto individuales como colectivos, se hace más ardua y difícil.
Teniendo en cuenta tales incidencias, queda constatado que el profesorado es imprescindible para educar con garantía, y para mirar con más confianza el horizonte que se nos aproxima.