Ejercer el periodismo en Melilla es muy sacrificado. Conlleva muchas horas de trabajo y estar disponible si en cualquier momento surge la noticia importante que será portada al día siguiente. Es más, con las nuevas tecnologías y el reinado que ejerce internet en el mundo de la comunicación, ya no solo nos debemos parar en tener el mejor titular para quienes compren el periódico al día siguiente, sino que nos debemos también a la inmediatez de las redes sociales o de la web donde se recogen los acontecimientos periodísticos de la jornada.
Es cierto que nuestro trabajo tiene una servidumbre que a veces nos pesa pero tiene otro aspecto apasionante, que contrarresta cualquier visión negativa. Se trata de poder asistir a los momentos históricos en primera persona, poder decir yo estuve allí y viví el acontecimiento. Y eso es lo que me ocurre a mí 28 años después de la aprobación del vigente Estatuto de Autonomía.
Era un 13 de marzo de 1995 por la mañana en el Congreso de los Diputados. Dos melillenses se encargarían de defender el texto del estatuto en la Cámara Baja, ambos parlamentarios en aquella V Legislatura: Julio Bassets por el PSOE y Carlos Benet por el PP. Los dos partidos llevaban años negociando cómo sería nuestro régimen de autogobierno y cómo se encajaría dentro del Título VIII de la Constitución porque las posturas, al menos inicialmente, no podían ser más distantes.
Los socialistas no querían ni oír hablar de una autonomía equiparable a la del resto de los territorios españoles y pretendían dotar a Melilla de una simple carta municipal; los populares decían que no aceptarían nada que no implicara puntos tan esenciales como la capacidad legislativa, la aprobación del estatuto por Ley Orgánica, el nombramiento regio del presidente y la transferencia de competencias estatales.
Las negociaciones fueron arduas, a veces se rompían, en otras ocasiones se avanzaba. El resultado final ya es de todos conocido. Los dos partidos mayoritarios en España, con el PSOE de Felipe González en el Gobierno y el PP de José María Aznar en la oposición, alumbraron un acuerdo que se podría considerar mixto: no habría capacidad legislativa pero sí nombramiento del presidente por el Rey, Ley Orgánica y transferencias. No obstante, el estatuto no se tramitó por el artículo 152 de la Constitución (habla de Asamblea Legislativa) sino por el 144.
Recuerdo que aquel 13 de marzo de 1995 éramos solo dos periodistas melillenses los que estuvimos presentes en el Congreso para asistir a la aprobación del estatuto. Yo me encontraba allí como responsable de los Servicios Informativos de TVM; junto a mí, mi compañero Leandro Rodríguez, de Onda Cero.
Ambos no alcanzábamos a comprender por qué el PP había renunciado a lo que siempre había considerado fundamental para llegar a un acuerdo. Se trataba de la capacidad legislativa y de ser completamente iguales a cualquier otra autonomía española, entrando así de lleno de una organización territorial del Estado constitucionalmente establecida y que no contemplaba de ninguna de las maneras la existencia de una “ciudad autónoma”, término que empezaba a darse a conocer entre los melillenses.
Tan es así que en la rueda de prensa que ofreció allí en Madrid el ministro de Administraciones Públicas del momento, el socialista Jerónimo Saavedra, le pregunté cómo encajaba la nueva configuración jurídico-política de Melilla en la Constitución. Me miró como extrañado y su respuesta fue: “eso ya lo dirán los expertos constitucionalistas”.
Pero volvamos al momento importante en el Congreso de los Diputados. Tanto Bassets como Benet cumplieron con los papeles que les correspondían. Como es lógico, se mostraron favorables al acuerdo alcanzado y en el que tanto un partido como el otro tuvieron que ceder para que se aproximaran las posturas y pudiera resultar un texto asumible por ambas partes. Ni el PSOE ni el PP vieron cumplidos sus postulados iniciales pero llegaron a la conclusión de que el estatuto resultante era lo mejor que se podía tener en esos momentos.
Aún quedaba alguna sorpresa para mí en aquella jornada histórica. Los representantes populares (concretamente, el entonces alcalde, Ignacio Velázquez y el senador Benet, además del presidente del PP en Melilla, Jorge Hernández Mollar) me habían concertado una entrevista con el presidente nacional del partido y líder de la oposición, José María Aznar. Nada supe de la existencia de esa cita hasta el mismo momento en que debía sentarme delante de un muy serio Aznar, al que no parecía agradarle mucho tener que sentarse allí conmigo delante de la cámara y tampoco es que disimulara demasiado su incomodidad.
Como no sabía que tenía que hacer esa entrevista, tampoco me la había preparado. Conclusión, tuve que improvisar sobre la marcha con los nervios a flor de piel ante un José María Aznar que casi me funde con la mirada cuando le planteé el cambio de orientación de su partido respecto de la autonomía de Melilla al haber renunciado a la capacidad legislativa.
Hoy, veintiocho años después, puedo decir que fui una privilegiada por haber podido asistir a aquella sesión parlamentaria histórica, por haber estado con el ministro Saavedra y preguntarle todo lo que quisiera acerca del estatuto y su negociación, y de haber hecho aquella entrevista al que, un año después, se convertiría en presidente del Gobierno de España.
Y también me siento privilegiada por haber podido retransmitir para TVM la constitución de la primera Asamblea autonómica de Melilla en junio de 1995, de la que fue presidente Ignacio Velázquez después de que el PP obtuviera una holgada mayoría absoluta en las elecciones de mayo de aquel año.
Viví en primera persona uno de los hitos históricos más importantes de la ciudad después de la constitución del primer ayuntamiento democrático tras la dictadura. Recuerdo a los compañeros peninsulares que asistían a la sesión del Congreso que no paraban de preguntar acerca de Melilla, de los melillenses, de cómo se vivía en la ciudad, de sus principales características… Era evidente el enorme desconocimiento de los periodistas hacia la realidad melillense y daban risa sus caras de asombro ante circunstancias tan cotidianas para nosotros como la presencia militar o el simple hecho de convivir distintas culturas en paz y armonía.