“Sin embargo, estoy más sediento de vida que en ningún otro tiempo y encuentro el hábito de vivir más dulce que nunca”.
Estas palabras de Gustav Mahler sirven de pórtico (y en gran medida, dan sentido) a esta nueva publicación de A. J. Mainé, poeta, novelista y ensayista. Se trata de una obra de ficción que podríamos catalogar como novela: una novela compleja en la que se mezclan la narración de unas experiencias vitales con la reflexión sobre una serie de enigmas sin respuesta; la cotidianeidad de una vida ordinaria con la fantasía y las presencias invasoras de seres del más allá; los rasgos de humor con la pasión erótico-amorosa; las expresiones coloquiales con la introspección y con la creación poética; la maldad humana con la generosidad de muchas personas; el caos con la belleza… Y sobrevolando todo ello, la inexplicable disolución de fronteras entre el pasado y el presente.
El protagonista-narrador de la historia, Javier, se ve asaltado por las presencias y las voces de sus antepasados que lo contemplan desde un retrato envejecido ya por el paso del tiempo. Aunque él considera en un principio que se trata de alucinaciones, poco a poco se va convenciendo de que se ha convertido en depositario de ciertos secretos inconfesables de algunos de ellos; de acciones moralmente reprobables, nunca sospechadas por sus entornos inmediatos con las que, sin embargo, buscaban hacer justicia. Pero no sólo se limitan a contarle sus diferentes peripecias vitales: llegan a convertirlo en ejecutor de un plan cuidadosamente trazado por el que él mismo habrá de reparar el daño infligido por un hombre abominable, maltratador de una chica -también descendiente de esos antepasados- con la que él guarda una relación de parentesco. Y, pese a sus reticencias para cumplir ese plan, llega finalmente a la conclusión de que “Ante las acciones de gente despreciable, los valores se subvierten; pero se mantienen inalterables en la ley natural de las personas dignas. No todo es respetable. Los que no consideran la esencia de la vida de los demás, no son respetables.”
Y como marco de estas historias, de estas cavilaciones, la ciudad amada -casi siempre en el trasfondo de otras novelas de A. J. Mainé- que se convierte en metáfora de esa fusión entre pasado y presente con el vaivén de sus olas de manera similar al movimiento pendular entre el ayer y el hoy, con sus vientos cambiantes, con sus edificios nobles que, en su deterioro, nos siguen mostrando la belleza que ostentaron un día y que aún conservan…
Podríamos afirmar que esta novela, tan poliédrica en su configuración y en su desarrollo, se sustenta en la convicción de que la muerte no es el final. Y no estoy refiriéndome a un conocido himno patriótico: como afirma el protagonista de esta obra, “Aún después de la muerte no superamos nuestras heridas, nuestras aspiraciones, nuestros amores perdidos. Ocurre porque los espíritus son inmortales y penetran, de alguna manera, en los hijos, y no solo en los hijos.” En suma porque, incluso tras la muerte, hemos contraído el hábito de vivir.