HOY es Domingo de Ramos. Hoy comienza la Semana Santa. En condiciones normales, en un día como hoy, veríamos pasar la procesión de La Pollinica por el parque Hernández, acompañada por su escolta de legionarios y aclamada por los melillenses, en conmemoración del pasaje bíblico en el que Jesús de Nazaret llegaba a Jerusalén a lomos de una borriquita y era aclamado por la muchedumbre que agitaba hojas de palma, arrancaba ramas de los árboles y alfombraba la calzada con ellas.
Esa misma muchedumbre que, pocos días después, reclamaría su sometimiento a la humillación y al escarnio de un simulacro de juicio, seguido de su condena a muerte y lo acompañaría por las calles de Jerusalén, vejándolo y mofándose de él, hasta llegar al lugar en el que sería cruelmente crucificado, el calvario.
Ese es el recorrido que realizamos anualmente, cuando conmemoramos la Semana Santa y revivimos los espisodios más relevantes de la etapa final de la vida de Jesús de Nazaret, desde su entrada triunfal en Jerusalén, su apresamiento y entrega a las autoridades, su juicio, su muerte y su posterior resurrección que se celebrará, si Dios quiere el Domingo que viene, el Domingo de Resurrección, dando fin a la Semana Santa y comienzo al tiempo Pascual.
Este año, como consecuencia de la pandemia que padecemos, al igual que sucediera el año pasado, los actos públicos en las calles de nuestra ciudad, en los que las Cofradías y Hermandades nos permitían disfrutar del esplendor de sus pasos y tronos junto a sus espectaculares acompañamientos musicales, se verán necesariamente sustituidos, una vez más, por celebraciones más intimas y restringidas al ámbito del interior de los templos con un aforo muy limitado.
Las celebraciones públicas se restringen, pero la Semana Santa permanece, sólo que en un ambiente de mayor recogimiento y silencio.
Este recogimiento y silencio trae a mi recuerdo una reflexión de Santa Teresa de Calcuta, que muy bien podría servirnos de inspiración para conmemorar estos hechos de una forma espiritualmente fructífera. La reflexión de la Santa decía así:
“El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe.
El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz.”
Y es que cuando nos quedamos en silencio, se nos ofrece la oportunidad de apreciar nuestra insignificancia ante la naturaleza que nos rodea y de asumir la innumerable cantidad de interrogantes sobre nuestra realidad y la razón de ser de nuestra existencia para los que no encontramos respuestas y por los que nos entregamos a la oración, como procedimiento para encontrar alguna respuesta a los mismos.
Cuando nos entregamos a la oración y perseveramos en ella, se nos ofrece el don de la fe, que se nos aparece como fruto de la revelación divina y de la transmisión de la tradición por parte de nuestros antepasados, los millones de hombres y mujeres que a lo largo de la historia, han experimentado nuestras mismas inquietudes, se han formulado interrogantes similares a los nuestros y han ido incorporando sus experiencias al acervo colectivo de la humanidad a lo largo de los siglos.
En palabras de la propia Escritura, San Mateo nos narra en el versículo 25 del Capítulo 11 de su Evangelio las palabras de Jesús cuando dijo “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”.
Ese acceso al don de la fe nos permite sentirnos destinatarios del amor de Dios, así como colaboradores de Él en la transmisión de ese amor al resto de la Humanidad porque, al igual que percibimos el amor de Dios en nosotros, sentimos que, a través de nosotros, ese amor debe llegar a todos los seres humanos, nuestros hermanos, igualmente hijos de Dios.
Cuando nos sentimos responsables de la transmisión de ese amor a nuestros hermanos, percibimos la necesidad de entregarnos al servicio a los más vulnerables de entre nosotros, los que Santa Teresa calificaba como “los más pobres de entre los pobres”.
Este servicio a nuestros hermanos los pobres, no siempre está vinculado a la pobreza material. En muchas ocasiones, las carencias se presentan, de igual manera, en el aspecto espiritual, en personas que se sienten abandonadas de todos por diferentes motivos o razones. Es a ellos a los que, en estas ocasiones, se les debe hacer percibir el amor de Dios.
Mediante la prestación de este servicio, ponemos a nuestros semejantes en el camino de la paz, no como mera ausencia de enfrentamiento físico y de violencia, sino como fuente de serenidad y sosiego que nos permitan progresar hacia el futuro de forma armoniosa y en concordia con el resto de los seres humanos.
Y es que la paz entre los hombres es el objeto de toda creencia religiosa. No existe interpretación correcta de creencia religiosa alguna que pueda inducirnos a hacer el mal al prójimo de manera deliberada.
Aprovechemos esta Semana Santa que hoy comenzamos y en la que disfrutaremos de recogimiento y de silencio para reflexionar sobre el Amor de Dios expresado de la siguiente manera por Santa Teresa de Calcuta:
“Porque Dios sigue amando al mundo hoy. Lo sigue amando sin interrupción. Dios amó de tal manera al mundo que le dio a su Hijo. Dios ama al mundo hoy a través de ti y de mí. De la misma manera que Jesús vino al mundo para ser su Amor en medio de los hombres, así también nosotros tenemos que ser el Amor y la ternura de Dios para los pobres que nos rodean”.
Gocemos pues, todos juntos, durante esta Semana Santa que comienza y a partir de ella, hacia el futuro, de la continua experiencia del Amor de Dios.