Cuando el 30/III/1912 España y Francia rubricaron el ‘Tratado de Fez’ en virtud por el que se instituía, no el Protectorado, sino la ‘Zona de Influencia’ de España en Marruecos, España, valga la redundancia, se empeñó en establecer y ejercitar una Administración. Como es sabido, le correspondió gestionar el Norte de Marruecos y se implicó de lleno en el desarrollo económico y social de la región, pero conservando la autoridad formal e institucional del Sultán, así como considerando las costumbres y hábitos de vida de la sociedad marroquí.
A pesar del aparente e ilusorio respaldo internacional, los rescoldos para España no pasaron desapercibidos. Primero, en el recinto interno habría que comenzar relatando el percance de las últimas colonias como Cuba, Puerto Rico y Filipinas, que conjeturaron el hundimiento irrevocable del Imperio y la quiebra de vías de comercio fundamentales. Dejando de ser una potencia reconocida y con prestigio, hasta situarse en un peldaño muy por debajo de la palestra mundial, sin apenas peso, protagonismo y proyección.
Segundo, hay que mencionar la insignificante industrialización y exigua alfabetización de la población hispana. Tercero, el Norte de Marruecos era un territorio hostil, desfavorable y contrapuesto, hasta convertirse en el peor rival del ejército colonizador y donde con anterioridad a la firma del Acuerdo con Francia, se originaron acometimientos que culminaron en la emboscada del denominado ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909), derrota precursora de lo que años más tarde acontecería en el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921).
Vicisitud puntual que desencadenó en una crisis de Estado sin precedentes y a las que se añadieron las graves derivaciones de la ‘Semana Trágica’ (25/VII-1909/2-VIII-1909) acaecida en Barcelona. Y, cuarto, posiblemente, la más trascendente, el desconocimiento de Marruecos, tanto en lo que atañe a los matices del plano geomorfológico, como a las peculiaridades que reunía la población autóctona, armada y beligerante contra todo lo que no fuera su propia cabila.
Dadas estas coyunturas con sus entresijos, España, hubo de componérselas con una paradoja difícil de solventar: pacificar el territorio empleando las armas, pero sin discurrir, al menos teórica y políticamente, como contendientes a los lugareños. Luego, en estas tierras africanas apenas tenía experiencia colonial y el andamiaje administrativo se imprimió sobre la marcha, tomando como indicativo el patrón francés.
Y en el cariz externo, la maraña social y política de aquellos trechos estuvo marcada por los numerosos conflictos bélicos. Llámense la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’, o el ‘período de entreguerras’ o ‘interbellum’, la ‘génesis del nazismo’, la ‘Gran Depresión’ o la ‘Crisis del 29’, la ‘Guerra Civil Española’, la ‘Segunda Guerra Mundial’ o la ‘posguerra española’. Sin inmiscuir, la ‘Guerra del Rif’.
A todo lo cual, los inconvenientes del ejército español no era exclusivamente vencer a una milicia parcialmente descentralizada, aunque con menos medios y poco dotada, sino que tenía que hacer frente al amparo impertérrito de la masa civil de las cabilas. Ciertamente, este aval no es algo destacable por sí mismo, porque en las pugnas de ocupación las tropas reciben esta ayuda por parte de los residentes. Si bien, estos nativos instigaban de modo explícito de cara a la tarea del impulso económico y social que España estaba presta a practicar en Marruecos.
Ante esta situación, los militares españoles se toparon ante una encrucijada que únicamente se zanjó cuando la ‘guerra’, o, mejor dicho, el modus operandi de la ‘guerra de guerrillas’ estaba avanzada y la salida era una victoria militar incuestionable.
Obviamente, ambas partes de este antagonismo aparejaban sus luces y sombras, porque la incógnita residía en cómo sugestionar a la urbe para proceder a la obra prevista por España.
"Tras unos inicios difusos en la plasmación e instauración de los Servicios de Inteligencia, se daría paso a una eficiencia satisfactoria, estimándose que los militares españoles fueron los pioneros en las distinciones de las redes sociales como fórmula de vigilancia y control de los abastecimientos de las hordas insurgentes"
Por un lado, se apreciaba la alternativa de la política de atracción con el indicio de persuadir a los marroquíes que la finalidad de España no era la conquista y la dominación, sino el crecimiento social y económico. Pero esto solo originaría logros a largo plazo.
En cambio, la otra elección transitaba por vencer primero con las armas e implementar a fondo la política colonizadora, pero con la inconveniencia añadida que era bastante enojoso seducir a unas gentes a la que preliminarmente se había subyugado tras los azotes de la conflagración. En otras palabras: una madre que pierde su hijo o un campesino que le pulverizan sus posesiones o le despojan de su ganado, a duras penas abogará por los causantes de esas acciones.
Sin lugar a dudas, durante los años más cruentos de la ‘Guerra del Rif’ o ‘Segunda Guerra de Marruecos’ (8-VI-1911/27-V-1927) esta disyuntiva se agudizó. Aparte de dominar por las armas, lo más sustancial y complejo gravitaba en lograr voltear el patrocinio de la tenacidad indígena: que los marroquíes en vez de favorecer a los rebeldes rifeños excedidos en acometividad y furia, definitivamente, intercedieran por España.
Con lo cual, el encaje civilizador en Marruecos hubo de surcar por esa correspondencia encubridora y cómplice, hasta que cada uno de los movimientos bélicos armados y maniobras políticas o administrativas encaminadas a las cabilas o tribus, se convirtiesen en el tándem estrategia-objetivo. Al hilo de lo anterior, en 1921, el Comandante en Jefe del Ejército Manuel Fernández Silvestre (1871-1921), adoptó directamente la segunda determinación, omitiendo el desconocimiento del territorio y haciendo caso omiso a las advertencias de otros generales.
La trascendencia de su imprudencia recayó en el consabido ‘Desastre de Annual’, donde no sólo perecieron miles de soldados, sino que se desaprovecharon la totalidad de los útiles y pertrechos que cayeron a merced de las tribus indomables del líder carismático magrebí Abd el-Krim, cuyo nombre completo es Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi (1882-1963).
Para el caudillo rifeño, ensoberbecido por el triunfo obtenido, representó la posibilidad de llevar a término sus aspiraciones políticas: la República del Rif. Además, de la Independencia del Sultán de Rabat, ambicionaba dirigir los recursos mineros que se presumía existían en lo subyacente del subsuelo. Pero, para ello, había que ganar la guerra y que el tablero geopolítico reconociese como legítima a la nueva República, jugando sus bazas en pleno apogeo del imperialismo.
Ni que decir tiene, que la ‘Guerra de Marruecos’ se erigió en un constante cataclismo de vidas truncadas. Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930) inclinado a la renuncia de la zona, pero la ‘Conferencia de Algeciras’ (16-I-1906/7-IV-1906) imposibilitaba el reconocimiento e incluso cualquier tentativa de negociación con Abd el-Krim, debiendo de acatar el compromiso adquirido.
España, de por sí, no podía auto excluirse de los Tratados Internacionales, porque comportaba descartar el mínimo resquicio que aún le quedaba en el escaparate. Por tanto, la campaña prediseñada de acaso y derribo al otro lado del Estrecho había que superarla a toda costa. Y entretanto, a lo largo y ancho de los cuarenta y cuatro años que perduró el Protectorado, uno de los quebraderos de cabeza más significativos con los que tuvieron que bregar los españoles era el contrabando.
Para ser más preciso en lo fundamentado, en la transcripción del ‘Acta de Algeciras’ los legisladores estaban al corriente de las graves dificultades que entrañaba, porque de los siete capítulos que conformaba el Acuerdo, dos de ellos se destinaban al contrabando de mercancías y armas.
Con la pormenorización anterior, se atisba el menester de este fenómeno, que asumió indudables impedimentos sociales, políticos, militares, delictivos e incluso culturales. Afirmándose con contundencia, que ambos contrabandos supeditaron la obra de España en Marruecos por los esfuerzos y el tiempo dedicado en los recursos aplicados, tanto humanos, materiales y económicos que hicieron valerse para lidiar el tráfico clandestino.
En lo que concierne al abastecimiento de armas, las fuerzas tribales rifeñas lo adquirían de dos modos específicos: primero, a través de la recopilación del material resultante de las incursiones y acometidas, tanto contra España como Francia y, segundo, por medio propiamente del transporte contrabandístico.
En sí, la circulación ilícita de armas se mantuvo incesante hasta la captura de Abd el-Krim en 1926. Acaecimiento que constituyó la última etapa de la ‘Guerra del Rif’, aunque hasta 1928 continuaron desencadenándose innumerables escaramuzas.
El desarme definitivo no ocurrió hasta entrados en el año 1929, después de esta fecha únicamente se localizaron algunos pequeño menudeos y cargamentos que se prolongarían hasta 1936, pero sin ninguna notabilidad reseñable. Evidentemente, ya no existía demandas de armas, pero como es deducible en estos intervalos, durante los años del conflicto en el septentrión marroquí el contrabando se enquistó como uno de los mayores rompecabezas para España, porque si las huestes rifeñas adquirían existencias, comportaba que sería más difícil derrotarla.
Conjuntamente, en este período circulaban armas que podían ser transferidas y un sinfín de clientes potenciales para adquirirlas. Así, desde los primeros tiempos, las autoridades españolas del Protectorado se valieron de la necesidad inexcusable de coordinar unos ‘Servicios Secretos’ permanentes, insobornables y eficientes, no sólo para impedir y comprimir el contrabando de armas, sino en aras de disponer de las medidas de seguridad indispensables en el territorio.
"El encaje civilizador de España en Marruecos hubo de surcar por esa correspondencia encubridora y cómplice, hasta que cada uno de los movimientos bélicos armados y maniobras políticas o administrativas encaminadas a las cabilas o tribus, se convirtiesen en el tándem estrategia-objetivo"
Fijémonos detenidamente en la carta datada el 27/XII/1916, donde el Alto Comisario en Marruecos Francisco Gómez-Jordana y Sousa (1876-1944) le manifiesta al Ministro de Estado Amalio Gimeno y Cabañas (1852-1936), que “esa oficina es necesaria, pero en estos momentos solo hay ocho personas de total confianza para dedicarse a las labores de información”.
En aquel lapso imperativo del Protectorado, los intereses estratégicos estribaban en el contrabando de armas y el suministro de las cabilas. Posteriormente, se intensificaron en el aspecto de la seguridad. Entre 1919 y 1925, se personalizaron diversos ‘Servicios de Información’ dispuestos al contrabando de armas y cualquier naturaleza de tareas que tuviesen puesto el punto de mira en la acechanza del orden público.
Asimismo, algunos de estos ‘Servicios Secretos’ eran tratados por el Estado Mayor del Ejército, el Directorio Militar de Madrid y el Alto Comisario. Los dos más valiosos, tanto por el pragmatismo en su laboriosidad como por su competencia, fueron los ‘Servicios Especiales Reservados’ guiados por Ricardo Ruiz Orsatti (1871-1946) y la ‘Oficina de Información’ de Tánger, conducida por el Capitán Joaquín de Miguel entre los años 1924 y 1925.
A tenor de lo dicho, ambos son figuras y semblantes brillantísimas e ignoradas para el estudio historiográfico de los ‘Servicios Secretos’, haciendo gala de una encomienda admirable en sus desempeños.
Pero la envergadura de estos Servicios no residiría tan solo en la praxis instrumental, bien en la información militar determinada sobre al armamento o en las artimañas del contrincante, sino de igual forma, en refundir como información destacada variables sociológicas, políticas y religiosas del conjunto poblacional.
Desde mi opinión, esta sería la principal contribución porque las referencias encuadraban con este tipo de detalles para que los investigadores y analistas los examinaran en profundidad.
Y es que, a la vista de las notificaciones de los militares españoles, la cuantificación de espías del bando rifeño se aproximaba a la proporción de habitantes que alentaban el levantamiento.
Es decir, tanto hombres, mujeres, ancianos y niños desempeñaron en alguna ocasión algún recado de espionaje, soplo o transmisión de información, que entorpecía la formación de un equipo de espías marroquíes que sin riesgo auxiliara a ser delatados. Del mismo modo, se constata el arraigo que asumió la red de espías rifeños, porque cualquier ciudadano estaba en condiciones de cooperar con alguna información señalada de los elementos cualitativos y cuantitativos del contingente hispano.
Al referirme a Orsatti, cumplió con creces y la rigurosidad sus funciones. Adiestrando a un grupo conocedor del avispero marroquí, insobornable, comedido e inquebrantable con las pesquisas que averiguaba, sin emitir ninguna que no estuviera revisada, o previniendo de su relativa fiabilidad. Sus datos eran clarividentes y definidos y muy minucioso con su equipo.
Es sabido que el propósito de un espía incurría en proporcionar alguna averiguación que revelase con exactitud las operaciones del adversario. O lo que es lo mismo, precaver comportamientos sin que el enemigo lo percibiese. Pero, para llegar a difundir la información, contrastarla y engranar las identificaciones, se requerían amplios conocimientos, tanto de los individuos involucrados como del entorno cercano y una total discreción. Orsatti, ejerció a la perfección cada una de estas premisas.
Digamos, que los ‘Servicios Especiales Reservados’ alcanzaron unos logros visibles objetivables. Primero, se supieron de primerísima mano los senderos e itinerarios por donde se portaban los géneros y productos desde Tánger hasta las cabilas insurrectas, previéndose muchas de las emboscadas predispuestas. Tal es así, que en poco tiempo se atenuaron las provisiones. Segundo, se estuvo al tanto de los desplazamientos rifeños, cómo éstos estaban guarnecidos y a qué conjeturas aspiraban.
Tercero, se reconocieron a merodeadores o sujetos sospechosos que estaban envueltos en maquinaciones y complots, tanto personas de origen europeo como marroquíes, puntualizándose nombres, actividades, sitios alternados y relaciones afines. Cuarto, se pudo referir y conectar con miembros influyentes y notables del corolario de cabilas satélites para sondearlas y, simultáneamente, emprender las gestiones de negociación de paz, desarme y sometimiento.
Y quinto, se agrandó el entendimiento de la cultura bereber, lo que a medio plazo allanó una espinosa convivencia.
Hay que subrayar al respecto, que hasta las postrimerías de la guerra y ante aquella horda de turbantes de agresividad enfervorizada y la puesta en escena de la ‘Oficina Mixta de Información Hispanofrancesa’, salvo los trabajos honorables de los mencionados Orsatti y de Miguel, los demás ‘Servicios Secretos’ prácticamente exploraron antecedentes disociados entre sí, obteniendo casos de calamitosa descoordinación, al no producirse la medición de los datos, análisis y sistematización de los vínculos entre ellos.
Por lo tanto, podría decirse que hasta 1925, no prevaleció una doctrina que se aprovechase para normalizar y reorganizar la información adecuadamente y que fuera fructífera de cara a los designios militares y políticos. Los resultados quedaron en entredicho: total incompetencia e incapacidad y derroche desmesurado de dinero. Y tras varias frustraciones, por fin el Directorio Militar estableció unos ‘Servicios Secretos’ eficaces.
De esta manera, tras la firma de los Acuerdos de colaboración con Francia, se introdujo una organización centralizada, capaz de recabar la información pertinente y ofrecer los criterios operativos con mayor certidumbre. Este organismo radicó en la ‘Oficina Mixta de Información Hispanofrancesa’, instituida por Real Orden del 17/XI/1925, que a la postre y en la práctica, iba a ser el Ministerio del Interior del Protectorado.
Primeramente, emplazada en Málaga y administrada por el Teniente Coronel Salvador Múgica Buhigas (1881-1953) y, subsiguientemente, reubicada en 1929 en Tánger, estando dirigida por el militar, escritor, historiador y bibliófilo e investigador en materia africanista, Tomás García Figueras (1892-1981).
En estas circunstancias, el máximo exponente del nacionalismo rifeño, Abd el-Krim, cometió un desliz estratégico atacando el Protectorado francés.
Hasta ese momento, Francia percibía la guerra particular de España contra los rifeños como una cuestión interna, e incluso ignoraba su magnitud. No obstante, esta actitud indiferente de entrever el problema permutó drásticamente, al cerciorarse que las turbas enardecidas de Abd el-Krim no lo constituían simplemente harcas que arremetían por sorpresa numerosas posiciones y, más tarde, desaparecían; o que relegaban las batallas en tiempos de cosecha, sino que se encontraban perfectamente pertrechadas con un armamento considerable y no se amilanaban, aunque no fuera íntegramente un ejército regular, pero siempre con planes proverbiales de hostigamiento.
Consciente que el atolladero empeoraba por la permisividad de los representantes franceses, consintiendo o haciendo la ‘vista gorda’ en el trasiego de mercancías de una zona a otra, pronto se atendería la verificación del tráfico marítimo, los suministros ramificados por el Sur, la franja del río Uarga y la inspección indiscutible de Tánger. Toda vez, que los núcleos preferentes de contrabando se disponían por los puertos de Orán, Gibraltar, Algeciras, Lisboa y Malta.
Sin soslayarse, que la Zona Internacional de Tánger era algo así como la antesala de acceso directo y desde allí, con el beneplácito de los apoderados se infiltraba en animales de carga por recorridos intrincados y escabrosos. Mientras tanto, a mediados de 1925, las Delegaciones Diplomáticas de España y Francia asesoradas por militares, se congregaron en Madrid para cuanto antes consignar varios ‘Acuerdos de Cooperación’ y unir fuerzas para apaciguar la región.
Queda claro, que estos Acuerdos precisaban taxativamente la forma de apoyo militar entre ambos estados, sobre todo, para precaver y atenazar el contrabando de armas y la recalada de víveres en las cabilas turbulentas del Rif.
Primero, por vía marítima se dispuso el bloqueo incrementándose la acotación costera de tres a seis millas. Ahora, cualquier embarcación que se hallara dentro de ese margen podía ser abordada, inspeccionada y dirigida al puerto más próximo. Además, las embajadas de ambos países remitieron a la Comunidad Internacional el comunicado oficial previniendo de la medida. Curiosamente, todos la admitieron, menos Estados Unidos, denunciando que lo único que toleraba serían las tres millas de distancia desde la costa y lo preceptuado en el Acta de Algeciras.
Y, segundo, por vía terrestre se impidió el paso de personas, productos y efectos, haciendo hincapié en las aglutinaciones y pretensiones de instigar ante cualquier síntoma de sublevación.
A resultas de todo ello, tanto la vigilancia como la cautela y las lucubraciones en la circunvalación de los abastos en las cabilas, se cristalizaron mediante la intuición del análisis de redes como metodología, comenzando antes de la aprobación de los Acuerdos aludidos.
En consecuencia, tras unos inicios difusos en la plasmación e instauración de los ‘Servicios de Inteligencia’ especializados en el Protectorado, se daría paso a una eficiencia satisfactoria, estimándose que los militares españoles fueron los pioneros en las distinciones de las redes sociales como fórmula de vigilancia y control de los abastecimientos de las hordas insurgentes, al objeto de contrarrestar el contrabando de armas.