A PRINCIPIO de los 60, cuando yo prestaba los servicios de Cartero Urbano en el Bº de Gracia en Barcelona, un día entregué una postal que decía: “Aquí cagó mi niño. Besos”. Era una vista de los jardines del Parque de Mª Luisa en Sevilla, que al entregarla al destinatario me vino a la memoria otra postal que recibió Rafael Alberti, de Salvador Dalí, en la que se veía un fortín, y éste le decía: “Por aquí orinaban los canónigos”. El cartero de entonces, le dijo a Alberti: “Perdone, lo he leído sin querer”. Yo le dije al destinatario de mi entrega: “Estoy seguro que le habrán limpiado el culo al niño, y su fulañí habrá servido de abono para los rosales”.
En una calle de ese barrio, cercana a la famosa Plaza del Diamante, existía una casa con aire modernista, muy parecida a las de la “Manzana de la Discordia”, en el Ensanche, nombre que recibe un tramo del Paseo de Gracia, entre las calles Aragón y Consejo de Ciento. Un conjunto de cinco edificios: la “Casa Lleó Morera”, de Domenech y Montaner; “la Casa Mulleras”, de Enric Sagnier; la “Casa Bonet”, de Liá Coquillat; la “Casa Amatller”, de Puig y Cadafalch y la más conocida, “Casa Batlló”, de Gaudí. Si todas son de reconocidos arquitectos del modernismo catalán, el apelativo popular de “Manzana de la discordia”, se refiere principalmente a la rivalidad entre Montaner, Cadafalch y Gaudí. Y volviendo a la casa del barrio de Gracia, con su iluminación fúnebre en la escalera, el ascensor, una gran caja de madera de aspecto de bombonera, con espejo falto de azogue encima de un asiento tapizado en tela roja, muy desgastada por los años, y con dos estrechas puertas acristaladas, que se abrían hacia adentro. El mando, en vez de botonera, era solo una palanca de bronce, que se manipulaba de izquierda a derecha, según subía o bajaba. El techo tenía una vidriera catedralicia pareciendo, bajo la escasa luz de la escalera, un oscuro calidoscopio.
El anciano republicano profesor de música y de ‘cultura general’, represaliado por Franco, dueño y anfitrión del tercer piso derecha, tenía la voz como un gran órgano encerrado en un amplio sótano. Su esposa, con la honda pena que se dibujaba en su semblante, siempre se encontraba hundida en el silencio de su senil ancianidad. Desde la muerte, en la Guerra Civil, de su único hermano, mellizo con ella, apenas articulaba palabras con extraños, repitiendo en voz baja: “El pobre meu el Ebre s'ho glop”: “Al pobre mío el Ebro se lo tragó”. Una vez la escuché decir, que si Dios era tan poderoso según los curas, quién fue el que lo creó. En las plácidas reuniones que se celebraban en aquélla casa yo, como joven oyente, y aprendiz de juntar palabras y notas en el pentagrama, uno de aquéllos intelectuales me dijo una vez que en plena dictadura en una España católica, de misa de doce y NO-DO, los rojos y sus hijos, por el olor de la libertad y democracia que respiraban en sus humildes hogares, eran los apestados del Régimen. Algo de razón llevaba. Entonces los que vivíamos en tormentosa bohemia pobretona, comíamos en antiguas tabernas, donde por solo 15 pesetas te + hincabas´ un plato de monchetas viudas solitarias, (cocidas con sal, poco aceite y un chorreón de vinagre) con butifarra y pan, regadas con un Priorato aguado a chorros de un porrón. A aquéllas reuniones culturales con lectura de poemas incluidos, y algún concierto formado por un cuarteto con piano vertical, violín, chelo, y la señora de la casa con el arpa, siempre asomaba un tipo barbudo que decía estar en posesión de un pasaporte “Nansen”, que le fue concedido por Degaulle, por ser un apátrida. Este pasaporte lo ideó el explorador noruego, Fridjtod Nansen, y debo decir que jamás pudimos verlo en sus manos. El barbudo me decía: “… Cuando esta gente comenzó a fusilar en tu pueblo, el 17.07.1936, Dios se marchó de España, muy cabreado diciéndonos: ‘¡Anda y que os jodan!’, y bien jodidos que nos dejó. Era un poeta sin recato preventivo, mitad orate mitad cuerdo. Haciéndole los honores a Quevedo escribía para lectores desvergonzados, como nosotros, atusándose la barba, de pie y abrochándose su viejo abrigo declamaba sus poemas: “Soy un paladín de capa y baldeo, me calo el chambergo, con hebillas de abalorios...”. Todos reíamos, porque en vez de sombrero usaba una gran boina, estilo chapela, pareciéndonos que estaba como una chota, pero nos engañábamos, porque el tío era el más cuerdo de todos, y con un corazón que no le cabía en su ancho pecho de barítono; porque también le daba al ‘bel canto’. Cuando llegaba con buen humor, que era casi siempre, solía comentar que había merendado lo mismo que el mosén de su pueblo: un tazón de café con leche, migado con pan payés en el que la cuchara se mantenía enhiesta, como el viril miembro de un joven recién casado recostado en el tálamo. Otras veces decía: ‘Mi infancia me ha enviado una postal, para recordarme cómo era de niño’. La postal era escrita por cualquiera de nosotros, que yo matasellaba en mi oficina de Correos, un día antes, y se la entregaba a la señora de la casa, con el encargo de que era para el ‘Barbas’.