Estados Unidos de América y la República Popular China, o, mejor dicho, los dos colosos en llamas: la primera potencia mundial frente al indomable gigante asiático, que a diestro y siniestro parecen estar prediseñados para el acoso y derribo, siempre han escrito y seguirán escribiendo sus puntos de fricción en los anales de la Historia.
Y, es que, no es para menos, porque el pasado 16/XI/2021 el Presidente Xi Jinping (1953-68 años) mantuvo un encuentro virtual con el Presidente estadounidense Joe Biden (1942-78 años), en el que implementaron de manera plena algunos puntos de vista e intercambios sobre cuestiones estratégicas, generales y esenciales referentes al ser o no ser de la relación entre China y Estados Unidos, así como otras materias de interés común.
Hoy por hoy, y por antonomasia, las dos economías más significativas de la aldea global y miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, China y Estados Unidos, han de vigorizar los intercambios y la cooperación, abordando sus pertinentes tareas domésticas, a su vez, que ocuparse de las responsabilidades internacionales, en aras de suscitar la noble causa de la paz y el desarrollo de la humanidad.
Luego, no es de sorprender que China apueste por unos vínculos sinoestadounidense firmes para impulsar el progreso afín de los dos países, salvaguardando un contexto internacional pacífico y sólido, y correspondiendo competentemente a los retos del momento, como la crisis epidemiológica del SARS-CoV-2 o los efectos alarmantes derivados del cambio climático, entre algunos.
En este aspecto, sobraría mencionar en estas líneas que tanto China como Estados Unidos han de respetarse recíprocamente, convivir en paz y favorecerse en pos de logros compartidos. A decir verdad, el Presidente chino declaró su gentileza de trabajar juntos para conseguir acuerdos y tomar acciones activas, con la finalidad de encaminar el desenvolvimiento en las relaciones binacionales por un itinerario efectivo. Obviamente, esto no sólo favorecería a los pueblos implicados, sino que igualmente redundaría en las perspectivas de la Comunidad Internacional.
Con estos mimbres, lo que más podía esperarse de este encuentro implícito con la estrategia asertiva de China sobre la mesa, es que Biden pusiese en valor su liderazgo político para direccionar la política estadounidense hacia una trayectoria razonable y pragmática. Xi Jinping subrayó que, en tanto se enfatizan las experiencias y lecciones en la amplificación de la relación sinoestadounidense, ambos estados para compenetrarse en la nueva era han de permanecer en tres principios fundamentales.
Primero, priorizándose recíprocamente los sistemas sociales y las vías de desarrollo, como los correspondientes intereses indispensables e inquietudes eminentes, así como los mutuos derechos de mejora. Asimismo, deben tratarse la igualdad, conservar las discrepancias bajo control y buscar puentes de unión dejando al margen las controversias que pudiesen existir.
Segundo, el que no haya controversias y la no confrontación es el máximo que ambas partes deben proteger. El lado estadounidense ha trazado una ‘convivencia’ con China, pudiéndose incorporar otras tantas palabras más para que sea un entendimiento sosegado. Y, tercero, las miras de China y Estados Unidos están intensamente fusionadas. La contribución ayuda a los dos, mientras que la discrepancia les deteriora. Porque, por encima de todo, tiene cabida la amplificación respectiva y el desarrollo conjunto de China y Estados Unidos, apostando por la prosperidad mutua en vez del juego donde uno gana y el otro pierde.
A tenor de lo expuesto preliminarmente, China y Estados Unidos deben centrar sus energías en acometer cuatro prioridades que sucintamente referiré. La primera, exhibir el sentido de la responsabilidad como naciones importantes para liderar la respuesta a los desafíos relevantes a través de la cooperación.
Posiblemente, con la contribución entre China y Estados Unidos no se les otorgue la solución a los problemas en su conjunto, pero sin ella, apenas algunos se solventarían. Cualesquiera de las decisiones sugeridas por China están abiertas a Estados Unidos, dando tiempo a que la parte estadounidense actúe de igual forma.
Segundo, avivar el intercambio de todas sus cotas y en los campos con inclinación al espíritu de igualdad y beneficio muto para proyectar un encaje positivo en las relaciones binacionales.
Es notorio que entre China y Estados Unidos se comparten intereses comunes en numerosas vertientes como la economía, las fuerzas militares, el uso de la Ley, la educación, la ciencia y la tecnología, los deberes medioambientales y los entes territoriales.
“He aquí, el arte de la negociación y el arte de la guerra, o lo que es lo mismo, China y Estados Unidos, o Estados Unidos y China, siempre al alza en sus designios por ocupar el primer peldaño”
Con lo cual, las dos naciones pueden valerse de los mecanismos de asuntos exteriores y seguridad, económicos, comerciales y financieros y del cambio climático, entre algunas de las canalizaciones, componentes y escenarios de diálogo, para emprender ese compromiso práctico y resolver las dificultades afines.
Tercero, limar las incompatibilidades y abordar los ejes más sensibles de modo provechoso para impedir que los paralelismos binacionales patinen o queden en agua de borrajas. Evidentemente, es normal que existan desacuerdos entre China y Estados Unidos, y lo elemental reside en controlarlas de manera eficiente para eludir su intensificación y crecimiento. Sin duda, China ha de defender su soberanía, seguridad e intereses de desarrollo. De ahí, que sea vital que el entramado estadounidense acometa adecuada y sensatamente los fondos oportunos.
Y, cuarto, vigorizar la coherencia, coordinación y participación en las operaciones internacionales y regionales latentes de trascendencia, facilitando más bienes públicos a la sociedad.
Pero, para ello, es imprescindible que estas potencias, China y Estados Unidos, remen en la misma dirección con el resto de la Comunidad Internacional para hacer valer simultáneamente la paz mundial, inspirar el desarrollo global y preconizar el orden universal justo y moderado.
Pero, yendo por partes sucintamente, desde la consumación de la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1-IX-1939/2-IX-1945), Estados Unidos ha seguido con su implicación en Asia-Pacífico como una manera de afianzar que el equilibrio de poder reinante en ella era congruente con sus propios intereses, conservando una cadena de socios atrayentes en la conceptuación del comercio y las inversiones; sin inmiscuir, la viabilidad de infundir en la zona sus valores, comenzando por la implementación de los derechos humanos y la democracia.
Toda vez, que pese a ser un actor extrarregional, ha logrado prolongar una fuerte presencia, porque esta era acorde para la amplia mayoría de los países de la zona, incluyéndose a los más poderosos. Y es que, Estados Unidos, es la punta de lanza de toda una malla de acuerdos con una importante cantidad de naciones en Asia, que ha permitido el sostenimiento de la seguridad y la estabilidad en la región.
No obstante, en la realidad de hoy, y más en particular en las coyunturas habidas en China y el resquicio que se abre para que esta le porfíe la supremacía regional y, en su caso, global a los Estados Unidos, así como de las complejidades actuales entre lo que cabría subrayarse el laberinto de Corea del Norte y el Mar del Sur y del Este de China, da la sensación cuando menos inexcusable, llevar a la práctica una reflexión acerca de las posibilidades de que Washington quiera y pueda seguir sus bazas de estabilizador externo en la región.
Tal vez, sea preciso calibrar las probabilidades que siga maniobrando el sistema de ‘doble reaseguro’, en virtud del cual, el protagonismo estadounidense en Asia Oriental y su coalición con Japón, aplacaban los recelos de este último, tanto en razón de una probable intimidación china como frente a otros desafíos a su seguridad sorteando, al propio tiempo, que, en respuesta a tales sospechas, Tokio eligiera la disolución de su constitución pacifista y la militarización.
Algo que desde tiempos impertérritos han mantenido los restantes Estados asiáticos comenzando por China.
A pesar de todo, una incógnita crucial en lo que atañe a la estampa estadounidense en Asia es su conexión con China. Como es sabido, esta era prácticamente imaginaria hasta 1972 y moderadamente provechosa después, aunque el interés haya sido un elemento de primer orden en la totalidad del acercamiento de Estados Unidos a Asia. Pero, conforme se ocasiona la progresión de China en cuanto a su ascenso, Estados Unidos emprende su competencia y, en algún caso, entra en conflicto.
Con ello, surgen las desconfianzas, las suposiciones y la recreación de mensajes de lo que inmediatamente se conoce como la ‘amenaza china’.
A la par, desde Beijing se insiste en hacer un esfuerzo cuidadoso para desprestigiar ese molde de narrativas, mientras se intenta vigorizar otras que hagan alusión al ‘desarrollo armonioso’.
Y es que, pudiendo ser controvertible, si ha podido tener sentido contemplar a China como un Estado revisionista, tanto la marcha de sus capacidades como la de sus procedimientos, acentuada por una progresiva asertividad, han forzado a Estados Unidos a estar vigilante y emplearse a fondo con una cercanía más ponderada en la que se integran la contención, aunque, eso sí, en cadencias desiguales en función de las incidencias, como del inquilino que ocupe la Casa Blanca.
Ni que decir tiene, que la primera Administración en manifestarse explícitamente acerca de esta materia recayó en George W. Bush (1946-75 años), que no titubeó a la hora de señalar, valga la redundancia, que era irremisible reconocer a China no ya sólo como un ‘socio estratégico’, sino como un ‘competidor estratégico’.
A todo lo cual, la menor implicación y apariencia de Washington en Asia en esos años inciertos, afanado en otras cuestiones, principalmente, en el acometimiento a las ramificaciones del terrorismo y, en cierto manera conexas con ella, como la ‘Guerra de Afganistán’ (7-X-2001/30-VIII-2021) y la ‘Guerra de Irak’ (20-III-2003/15-XII-2011), hicieron que ni la relación laxa tuviera demasiado ímpetu, ni hubiera demasiados momentos para que las tiranteces y colisiones se hicieran inteligibles. Amén, que la voluntad de la Administración de Barack Hussein Obama (1961-60 años) de retornar a incrementar la presencia de Estados Unidos en Asia, ensamblada a una China más activa y segura de sí misma, fueron los argumentos suficientes para que las incertidumbres se multiplicasen.
Así, es explicable y lógico que el florecimiento militar chino, admisible gracias a que el presupuesto de defensa se ha agigantado hasta erigirse en el segundo mayor y que abarca la obtención de capacidades como aviones de primerísima línea de combate, portaviones, submarinos y otras modalidades a duras penas defendibles en base al menester de escudar sus intereses comerciales, como de cara al terrorismo o la piratería, tal y como han replicado los líderes chinos y, que más bien, están encaminados a una estrategia de desaprobación área o denegación de acceso frente a Estados Unidos.
Verdaderamente, no resulta chocante que China repare constantemente en lo que presiente en reconocer como movimientos en falsos de Estados Unidos para cercar, contener e imposibilitar su ascensión, percibiéndose insegura de sí misma ante el refuerzo estadounidense en lo que cree, con más o menos justificación su región.
Por otro lado, los líderes chinos no esconden su intranquilidad ante lo que se percata como intromisiones de Estados Unidos en los sumarios regionales o tentativas de la potencia americana de originar crisis y apremios en la zona, con la finalidad de agotar y extenuar a la propia China.
Inconvenientes que no pasan de largo y que podrían catalogarse sencillamente como el producto de la táctica cada vez más asertiva de un actor en ascensión como lo es la República Popular China.
Pero, el escenario muestra un cambio negativo en la política estadounidense contra China, que actualmente contrapone la política estadounidense en la región del Indo-Pacífico, una de las dos principales palestras políticas de la competencia de Estados Unidos con China. Es lo que se conoce como el dominio en las industrias de alta tecnología, que definirá qué nación será la hegemónica económica y militarmente.
Es en este terreno donde Estados Unidos explora sus argucias para enfrentar las impugnaciones chinas y prescindir su dominio e impacto en la seguridad y bienestar estadounidense. Si acaso, el cambio de paradigma en la política permanecerá, reproduciendo la desvalorización de la competencia de Estados Unidos con China en el sudeste asiático.
Como del mismo modo, la política interna de Estados Unidos suscitó un vuelco negativo contra China por su irregularidad e incompatibilidades. Porque, en tanto capitalizaba los beneficios conseguidos al interactuar con el orden internacional secundado por Estados Unidos, China prosiguió contradiciendo una extensa gama de intereses estadounidenses mediante aplicaciones diplomáticas y económicas, frecuentemente represivas, intimidatorias y turbias.
Estas prácticas casualmente pasaron a un cambio en la política de Washington a China, que afloró en 2017 con la Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración de Donald Trump (1946-75 años).
Si bien, este intercambio se originó de manera desordenada, porque dentro de esta circunstancia las mayorías bipartidistas y contradictorias en el Congreso, fueron más inquebrantables en la instauración de un esfuerzo de los gobiernos estadounidenses para sujetar a China.
Muy pronto, los aranceles correctivos de la Administración de Trump y las restricciones a las ventas de alta tecnología a China, redundaron en una guerra comercial hasta que mediados 2018 se originó una tregua derivada en negociaciones, que llevarían a un acuerdo en los inicios de 2020. Algo realmente infructuoso y en disputa a largo plazo.
El punto de vista negativo de China colisionó con la opinión generalizada estadounidense en 2019, que vislumbró apenas apoyo a un enfoque duro. Tal es así, que los candidatos demócratas aspirantes pocas veces hablaban de China y Biden era proclive a ignorar las capacidades de China.
Sin embargo, un punto de inflexión se produjo con la crítica estadounidense del comportamiento chino, cuando la epidemia del COVID-19 golpeó duramente a los Estados Unidos.
Recuérdese, que en el momento de asumir las riendas el nuevo mandatario, Estados Unidos se hallaba en medio de un aumento en las acciones anti-China legadas por Trump, destinadas a aplacar la moderación del nuevo gobierno, y los cambios sustanciales en la estrategia de Estados Unidos esperaban alguna revisión que, hasta entonces estaban incompletas.
“Estados Unidos de América y la República Popular China, o, mejor dicho, los dos colosos en llamas, a diestro y siniestro parecen estar prediseñados para el acoso y derribo, siempre han escrito y seguirán escribiendo sus puntos de fricción en los anales de la Historia”
Entre las preferencias de Biden en su agenda se ha centralizado en acometer la pandemia, reavivar la economía, acortar la inmovilización del partido y los reproches masivos que minan el proceso democrático y patrocinan los derechos de las minorías, compitiendo por lograr el apoyo de los demócratas, incluyéndose por los que se resisten firmemente a los acuerdos comerciales multilaterales y censuran los regímenes totalitarios que atropellan los derechos humanos y comprimen la democracia popular.
Consecuentemente, únicamente un amplio diálogo constructivo dejando de lado la tensión, favorecería la colaboración porque cuando se habla sin temores ni juicios y con empatía, se generan vínculos y comprensión mutua, dando lugar a la posibilidad de lograr una solución o un acuerdo que ayude a ambas partes, y a un equilibrio apropiado entre el conflicto y la cooperación en su trato con China.
En los últimos años las relaciones entre ambos países parecen que han tomado otro cariz, mayormente en la cooperación bilateral derivada de la lucha contra el terrorismo, y de un menor soporte estadounidense a Taiwán, del que se esperaba y del alcance que tiene China para Washington en el procedimiento de la crisis nuclear con Corea del Norte. No obstante, perduran fuentes potenciales de rivalidad, conexas sobre todo con Taiwán, que sigue siendo el caballo de batalla en los nexos bilaterales, pero también, en el despliegue contra el terrorismo yihadista y su doctrina estratégica, así como con objetivos que incumben a China como la proliferación de armas o el quebrantamiento de los derechos humanos.
Las fricciones económicas podrían acrecentarse, aunque las discusiones recientes parecen ser circunstanciales. De cualquier manera, la aproximación más cercana no debería ser sobrevalorada, sobre todo, si se confronta con los vínculos bilaterales más estrechos que concurrieron en la década de los ochenta.
Primero, es factible que este contacto no haya anulado la clarividencia de buena parte de la Administración de Biden, de que China es a la largo plazo, un rival estratégico de Estados Unidos. Y, segundo, dicho acercamiento se ha desencadenado en fases que comparativamente son secundarias para Pekín. Conjuntamente, a día de hoy, la doctrina estratégica de Washington y su política sobre Taiwán son capaces de generar importantes conflictos, existiendo el peligro de que Estados Unidos no haga valer la ventana de oportunidad que se le abre y que presume un medio para mejorar las relaciones bilaterales antes mencionadas.
En resumidas cuentas, China y Estados Unidos encaran retos comunes, que hacen que estén condenados a entenderse. Sin desbancarse, cuantas presiones políticas obstaculizan ese entendimiento y soliviantan las diferencias existentes, induciendo a oscilaciones redundantes en los vínculos bilaterales.
No olvidemos, que ambos tienen presentes asuntos candentes difíciles de desatascar.
Ahora bien, tan irrebatible como la existencia de intereses divergentes entre las dos potencias es la condición de tratar esas disensiones, tratando de alimentar la interlocución y la concertación, de manera que se excuse una progresión en la que sus posturas podrían quedar más deterioradas.
En palabras de no pocos analistas e investigadores, se tiene la opinión que China y Estados Unidos han claudicado en sus actitudes y no se espera que desvanezcan las disconformidades de antaño ni las tensiones acumuladas; como tampoco, parece verosímil una escalada que descompusiera vertiginosa y gravemente el contexto mostrado en esta disertación.
He aquí, el ‘arte de la negociación’ y el ‘arte de la guerra’, o lo que es lo mismo, China y Estados Unidos, o Estados Unidos y China, siempre al alza en sus designios por ocupar el primer peldaño.