Eran tiempos trémulos e incógnitos por el recorrido ascendente de otras potencias imperialistas y lo que desde entonces se denominó la ‘Paz Armada’. O séase, el frontispicio de la ‘Primera Guerra Mundial’, también llamada la ‘Gran Guerra’, en un sistema internacional en plena ebullición y sensiblemente fragmentado en dos bloques representativos. Llámense la Entente Cordiale y los Imperios Centrales y donde España se vislumbra envuelta en los objetivos y maquinaciones coloniales.
Precisamente, en este entorno del primer tercio del siglo XX, es en el que se emplaza el entramado marroquí. Obviamente, susceptible al Estado español, que en aquellos trechos se atinaba inmerso en una sucesión de agridulces dificultades y engorrosas inestabilidades políticas y sociales.
Y entretanto, en el punto cardinal de lo que estaría por gestarse, primero, se establece una zona de influencia española en Marruecos y se convienen los derechos históricos sobre el Norte del territorio; y segundo, se apuntalan esos mismos derechos en una demarcación notoriamente irrisoria en cuanto a su extensión geográfica en comparación a la de Francia. Al mismo tiempo y a la par que el franco, se incrusta el Protectorado español. En otras palabras: se desenmascaran la Declaración y Convenio hispano-franceses concernientes a Marruecos (3/X/1904) y el Acuerdo hispano-francés sobre Marruecos (27/XI/1912). Ambos, a modo de documentos en las piezas de este puzle a la sombra del bereber insurrecto, con atributos jurídico y diplomático y la singularidad de implementarse en una misma época.
Sin duda, tras largos meses de peliagudas conversaciones entre antiguos contendientes, Francia y Gran Bretaña, definitivamente dan su jugo con la rúbrica de la Entente Cordiale (8/IV/1904), del francés: ‘entendimiento cordial’, que no fue una alianza consumada, pero sí un pacto lo capaz como para compensar de manera específica la balanza del poder. En cierto modo, ambos tenían motivos para comprometerse bilateralmente.
Gran Bretaña, la potencia hegemónica del momento, parecía deshincharse sobre el terreno. La ‘Guerra de los Bóeres’ (11-X-1899/31-V-1902) había deteriorado la seguridad del Imperio. Además, tanto Rusia, Francia y Alemania y países extraeuropeos como Estados Unidos y Japón, se afanaban por la fabricación de escuadras marinas que objetarían la dominación británica. En contraste, los franceses aguardaban perfilar su cerco a los afanes coloniales en África, al igual que eludir contemplarse envuelto en las pugnas entre sus aliados rusos y Japón, respaldado por Gran Bretaña.
Con lo cual, la Entente Cordiale se hacía cargo de cuestiones tan insulsas como los derechos de pesca en Terranova, aunque sus cláusulas más ambiciosas hacían alusión a las discordias interminables por dos estados seducidos por el Norte de África. La política francesa de incursión pacífica en Marruecos contrariaba enormemente a Gran Bretaña, cuyas embarcaciones debían circular por aguas del Estrecho de Gibraltar para alcanzar el Mar Mediterráneo. Sin soslayar, que la ocupación británica de Egipto sofocaba a los franceses.
Avanzando a lo que posteriormente fundamentaré, el tratado de no agresión y regulación de la expansión colonial, resolvió taponar estas filtraciones y desde ese intervalo de tiempo ninguno de los dos países entorpecerían su accionar. Aparte de desenredar la encrucijada política, el pacto poseía otra particularidad más refinada: exhibía que las dos naciones podían remar en la misma dirección, a pesar de los muchos entredichos difíciles de encubrir. Si bien, Egipto y Marruecos, no dispusieron de ninguna oportunidad para pronunciarse al respecto y optar por la suerte que correría su destino.
Igualmente, se adjetivaron las pretensiones expansionistas de Alemania, que contempló en la conveniencia habida entre Francia e Inglaterra una justificación de preocupación. Prueba de ello es que el Kaiser Guillermo II (1859-1941), impetuoso y expeditivo en sus ideas, pretendió instigar la valía de la Entente Cordiale, mostrándose como el guardián de la Independencia de Marruecos. El resultado no pudo ser otro: mayor retraimiento y soledad de Alemania en el tablero internacional y consistencia de los engarces anglo-franceses. Entonces, se afinaron hasta rematarse los bandos que pronto habrían de luchar implacablemente en la ‘Primera Guerra Mundial’ (28-VII-1914/11-XI-1918).
Dicho esto y al objeto de hallar algunas distinciones, es preciso hacer un alto en el camino en las realidades yuxtapuestas de cada uno de los extractos antes aludidos. La determinación esencial de ambos documentos es a grosso modo, como se presenta en el enunciado del primero, acoplar y concretar los derechos y garantías hispano-franceses en el Norte de África dentro de lo apuntado en la Declaración franco-inglesa de 1904.
Ahora bien, en este juego de fuerzas concéntricas, estos documentos intentan llevar a término una labor netamente estratégica en el panorama de los imperialismos, y taxativamente dentro de la Entente franco-británica. Sin embargo, los fines de España transitan por el trípode de la reorientación de su política exterior, la garantía de seguridad de sus posesiones y el afianzamiento de sus derechos en el Norte de África.
“España continuaría figurando como una potencia, pero en el mejor de los casos, manejable y siempre asequible a los artificios de las grandes potencias del momento y bajo el paraguas en el que llueve sobre mojado de Francia e Inglaterra”
Pero para extraer una mínima visión en la correlación de ambos textos, es pertinente retratar algunos aspectos, previa observación, porque éstos a su vez, se incluyen en otras referencias. Véase, que tanto en el extracto de 1904 como de 1912, se prescinde del Convenio franco-británico de 1904. La adhesión de España en la Entente entraña su colaboración en un acuerdo de reparto y acercamiento a ambos actores. Hay que recordar, que la misma Entente se apresta en una Declaración sobre Marruecos y Egipto, además de una Declaración secreta anexa a la primera, más un Convenio vinculado a Terranova y una Declaración a Siam, Nuevas Híbridas y Madagascar.
El Acuerdo de 1904 en sí, sin ser un pacto de alianza a la usanza, acaba erigiéndose en el soporte de la conexión anglo-francesa y en esencia de la Triple Entente, con Rusia como tercer puntal. En su conjunto, la Entente regulariza los vínculos franco-británicos tras la Crisis de Fashoda (1898), inserto en los antagonismos coloniales de estos colosos imperialistas.
Subsiguientemente, los intereses propios de las potencias firmantes del Convenio convergen con los españoles en las proximidades del Mar de Alborán. Primero, Londres, confía en que el Gobierno hispano se haga con un puesto en el Norte de África para contrapesar el influjo franco en la región y conservar apartada a cualquier otra potencia ocupante. Y segundo, París, persigue fijar su zona de dominio, beneficiarse de algunas garantías y procurarse la correspondencia explícita de su proyección en Marruecos. Y sin salirse por la tangente, los franceses están dispuestos a reforzar la orientación española al otro extremo de la divisoria pirenaica.
En el fondo de la materia, ambos protagonistas quieren dejar atadas las garantías pertinentes del Egipto inglés y el Marruecos francés. Amén, que para ultimar la red de seguridad, Londres demanda como agua de mayo a España al otro lado del Estrecho. Podría postularse que tanto Inglaterra como Francia, incluyen entre sus prioridades un hueco para España, pero ésta lo compondrá en un plano estrictamente secundario. Es decir, no entrará de lleno en unos acuerdos tripartitos, sino que sostendrá una actuación por entero pasiva en su maniobrar.
En tanto, la Conferencia de Algeciras (16-I/7-IV/1906) aspira moderar y apaciguar la atmósfera de tensión en torno a las galopadas imperialistas. Berlín, es la que lleva la voz cantante en los comienzos del siglo XX, pero en su enfilada colonialista se halla desbancada por Francia e Inglaterra, dueños de inmensos imperios coloniales. A un tiempo, la política germana sube de decibelios para acomodarse en África y atajar el impulso francés, así como obtener primicias territoriales y comerciales.
No ha de obviarse de este contexto turbio, que en la Conferencia de Algeciras se dispone el libre comercio en Marruecos y la responsabilidad de sustentar la soberanía del Sultán, lo que se descifra en la limitación de la intervención francesa y española en la zona. Otra vez, Alemania pujará por un conflicto en Marruecos al ubicar un cañonero en el puerto de Agadir. A la postre, las negociaciones París-Berlín se orillan con la concesión francesa de una parte del Congo-Camerún, así como algunas recompensas económicas y comerciales a cambio de unos enclaves en África Central. Y para Francia, por fin cosecha el reconocimiento de su supremacía en la mayor parte de África.
Curiosamente, los derechos españoles ni tan siquiera se señalan, aunque la intromisión de la administración inglesa a favor de sus intereses proporcionan que en el Acuerdo hispano-francés de 1912 se establezcan sendos Protectorados. A pesar de que los territorios españoles se han acortado descaradamente, la estampa de España parece reforzarse.
Más adelante, la inminencia de España a la Entente se constituirá en uno de los contrafuertes ineludibles de su política exterior en Marruecos y Europa, configurando la base de los siguientes cambios como el Acuerdo hispano-francés de 1912. El nuevo escenario mundial tras las asignaciones y redistribuciones coloniales del último lapso del siglo XIX, conformarán su reorientación en política exterior.
Tras el encuentro fallido de Fashoda, el Convenio anglo-francés (21/III/1899) restablecerá los nexos entre ambos países y promoverá la adjudicación del Norte de África, rematándose mediante convenios bilaterales escalonados. Ni que decir tiene, que la ráfaga de intereses de estos tres Estados allanará los contactos. Así, franceses e ingleses estarán sólidamente establecidos en Argelia y Egipto. Y como es sabido, Francia cede a su avance por el Sudán y contornos de Egipto y reorienta su artimaña hacia Marruecos, donde a España se le reconocen unos derechos históricos y atesora algún enclave como Ifni, una colonia y posteriormente provincia hasta el 30/VI/1969.
Pero los alicientes francos en Marruecos no eran ni mucho menos del agrado inglés, pues éstos no querían bajo ningún criterio una superposición de Francia en el Norte de África que pudiese enrarecer y obstaculizar la libertad del Estrecho de Gibraltar y, por ende, la navegación hacia Egipto y las Indias.
Llegados a este punto, España juega un papel estratégico vital en las aspiraciones británicas para neutralizar a los franceses y, por tanto, Inglaterra tantea la aparición española en la Entente. Por su parte, la Tercera República Francesa, en el marco de la política de aproximación a los países colindantes, cristalizará la regulación de lazos con España, consiguiendo prolongar su margen pirenaico gracias a la reorientación meridional de esta última. Y por supuesto, dada la fragilidad militar e internacional española, Francia tratará de subordinar la política vecina en Marruecos a la suya.
En este encaje superficialmente ramplón, aunque Francia suspiraba por perpetrar sus objetivos en el Norte de África sin el protagonismo inglés, las indirectas del gobierno de Práxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar (1825-1903) y la concatenación de los gabinetes de Francisco Silvela y de Le Vielleuze (1843-1905) y Raimundo Fernández Villaverde y García del Rivero (1848-1905), respectivamente, malogran estas tentativas. Definitivamente, para avalar sus correspondientes posesiones, franceses e ingleses grabarán con su firma la Entente Cordiale.
“Con la rúbrica de la Entente Cordiale (8/IV/1904), del francés: ‘entendimiento cordial’, que no fue una alianza consumada, pero sí un pacto lo capaz como para compensar de manera específica la balanza del poder”
Por ahora y con un manto de perplejidad y por razonamientos lógicos, España no formará parte de la Entente Cordiale de manera expresa y a ras que franceses e ingleses. Me explico: al no tratarse exclusivamente del Norte de África, en sí era una negociación acerca de las garantías sobre los Imperios Coloniales. Los reclamos de los signatarios con respecto a España se ajustaban meramente al contorno del Estrecho de Gibraltar, pero a primera vista eran antagónicos. En verdad, la indiscreción de España en el ensamble de Londres hubiera sido embarazoso, constando el antecedente de la propuesta de reparto de Marruecos que España no toleró.
En paralelo a lo que todavía se envolvía en el imaginario tras el ‘Desastre del 98’, con el consiguiente descalabro de España de sus últimos reductos de Asia y América, al ser apabullantemente vencida por una potencia emergente y con ansias de expandirse como era los Estados Unidos de América, sus intereses pasaban por consolidar tanto sus espacios peninsulares como extrapeninsulares e integrarse puntualmente en la estructura europea.
El Convenio hispano-francés adecua los primeros destellos hacia la consecución de sus empeños. Recuérdese que hasta el momento los gobiernos preservaron el statu quo marroquí, temerosos de que las correcciones aleatorias empujasen a Francia a imponerse en el Mar de Alborán y expusiera la seguridad en la frontera meridional, así como sus afinidades históricas en la costa marroquí.
Por lo tanto, el pilar geoestratégico del Convenio de 1904, tonifica la Entente y predispone el acercamiento acompasado anglo-ruso y España obtiene un sitio acreditado en la política británica.
Además, en este intervalo de espacio temporal, el horizonte internacional iría oscilando, porque contra todo presagio, la conflagración ruso-japonesa encarama a Japón a la categoría de potencia mundial y deja en el socavón a Rusia. También, las negociaciones hispano-británicas se tornan en tripartitas con la introducción de una prescripción francesa, en la que los señuelos de París pasan a un primer término.
Tanto Francia, Gran Bretaña y España, decían sí a proseguir el statu quo de la región del Estrecho de Gibraltar, al no transferir parte alguna de sus territorios en la zona. Comentado de otro modo: los prejuicios ya conocidos entre franceses e ingleses estabilizan su fingida asociación y España abandera una función relevante. Tras el cerrojazo de los Acuerdos de Cartagena (16/V/1907) y sin salirse del plantel de la Entente, la política exterior hispana se rediseña mirando a Marruecos y plasma el proceso de fijación europea y reorientación hacia su frontera meridional.
O séase, España cierra filas al entresijo del ‘98’, rehace su política exterior en el molde constituido por Francia e Inglaterra y alumbra sus intereses hacia Marruecos. Para ello ha de encajar diligentemente, tanto política como jurídicamente en el incipiente engranaje del Viejo Continente que se modula en torno a una falla que desliza dos bloques, el uno respecto al otro: la Entente Cordiale y los Imperios Centrales.
Desde los Acuerdos de Cartagena, tanto España como Francia trabajan por refinar la tesis de hacer más eficiente su peso en la costa marroquí, pero la República Francesa rotará en sentido al Acuerdo franco-alemán de 1909. O lo que es igual: Alemania da luz verde a los derechos francos en la zona, pero a cambio del reconocimiento francés de los intereses económicos germanos. Con el matiz, de no hacerse ninguna indicación a los derechos españoles.
Conjuntamente, el entorno interno de España deja mucho que desear y se encuentra condicionado en gran medida al ejercicio exterior del Gobierno. Encontrándose sumido en la Campaña de Melilla (9-VII/27-XI/1909) y en escabrosos despechos interiores como la Semana Trágica en Barcelona y otras ciudades de Cataluña (26-VII/2-VIII/1909), o los ostensibles afanes antibelicistas y anticolonialistas de una parte considerable del sentir colectivo, más la obstrucción socialista y republicana radical. A ello hay que superponer el fragor de la Revolución Portuguesa (3-5/X/1910) y con ella, el renacer de los falsos fantasmas de intervención de algunas esferas políticas españolas.
Y pese al patrocinio británico a la causa hispana en la que los ingleses no quieren bajo ningún concepto dejar el Norte de Marruecos a merced de los francesas y mucho menos, con la intrusión alemana, los francos manejan y empuñan sus ínfulas con una política de fuerza: el Protectorado español se destapa claramente comprimido y el puerto de Tánger queda descartado de su zona de influencia. Y por el Tratado de Fez (30/III/1912), el Imperio Marroquí se desmenuza en un Protectorado en la zona Norte y Suroeste asignado a España y uno más extenso para Francia.
En consecuencia, la articulación española a la Entente Cordiale salda y compensa su realidad comprometida desde años atrás, pues el proceso de transición de su política exterior provisto de rasgos reservados, confirman la ocasión de asumir el ‘Desastre del 98’ como el punto de inflexión para abandonar los traumas que proscriben una identidad tradicional basada en la noción de Imperio. Esta etapa de desenvolvimiento completada entre los años 1904 y 1907 con la vigorización europea de España y la garantía de seguridad de sus territorios peninsulares y extrapeninsulares, hilvana la apertura de secuencias delimitadas en el relato de su política exterior contemporánea.
Dicho de otro modo, la pérdida de los restos del Imperio Español hicieron retocar el armazón territorial del Estado y centralizaron sus intereses estratégicos en la región del Estrecho de Gibraltar. Pero la adhesión a la Entente Cordiale franco-británica no implica obligación de participación en los conflictos continentales, como se hará notorio durante la ‘Gran Guerra’, pero sí que refuerza la disposición de España en la vía de navegación del Estrecho y abre paso al establecimiento de un designio inmemorial de su política exterior: Marruecos. Y como se ha desgranado en estas líneas, pronto las reticencias y limitaciones de España en la Entente Cordiale serán avispadas.
Paulatinamente y más a borbotones desde los Acuerdos de Cartagena, la tarea marroquí pasa a convertirse en una ambición de signo imperialista; o según y cómo, a modo de atenuante del prestigio descarriado en 1898 y catalizador de una mezcla de inclinaciones de aprobación nacional.
Tal vez, las voluntades imperialistas enardecidas por momentos, colisionan con Francia y España ha de admitir el Acuerdo hispano-francés con la disminución empecinada de sus territorios. Luego, los fines de la política exterior dejarían de ser inexorablemente defensivos y aumentan de cara a las acotaciones que atribuye la pleitesía de la Entente Cordiale. Aunque no serían pocos los que deliberaban que el logro de tales objetivos surcaría por el giro acusado de la orientación exterior.
A resultas de todo ello, las relaciones hispano-francesas parecían enmendar la plana. Y a la vuelta de la esquina de la ‘Gran Guerra’, el paisaje de España era distinto al de los comienzos de siglo. Su acomodación en el sistema europeo e internacional eran innegables, pero dado que sus propósitos residían especialmente en sus límites fronterizos meridional, la neutralidad resuelta en 1914 revela una lógica acorde a su calibre: la posición española, una potencia, llamémosla de segunda clase dentro del concierto universal, se verá fortalecida por la reputación alcanzada durante el conflicto militar de carácter mundial y por las preeminencias económicas de su neutralidad.
Sin embargo, la conformidad acerca de la empresa marroquí se quiebra: cada vez son más los indicios que llaman poderosamente la atención sobre los contradictorios e incompatibles intereses hispano-franceses en Marruecos, con el punto de mira puesto en Gibraltar y a favor de una hipotética alianza con Alemania. Evidentemente, la maquinaria propagandística de la política exterior hispana seguirá en el mismo tono hasta el desmoronamiento irrevocable de la II República (14-IV-1931/1-IV-1939).
Una vez más, el revisionismo de la dictadura primorriverista saca del baúl de los recuerdos los enfrentados intereses hispano-franceses y la roca de la discordia que no esconde la batalla diplomática: Gibraltar. Materias redundantes a lo largo del régimen franquista (1-X-1936/20-XI-1975), cuando Marruecos acabe convirtiéndose en uno de los grandes ejes de la acción exterior.
Finalmente, España continuará figurando como una potencia, pero en el mejor de los casos, manejable y siempre asequible a los artificios de las grandes potencias del momento y bajo el paraguas en el que llueve sobre mojado de Francia e Inglaterra. Toda vez, que la rudeza de la política interior sobre la exterior prosigue, junto a la intemperancia real que perdura hasta la última etapa del reinado de Alfonso XIII (1886-1941). Y en la estela prosaica de las coyunturas aquí descritas, se entromete la política exterior de la regeneración internacional de España.