Llovía con una fuerza inusitada, casi con rabia, como si nunca lo hubiera podido hacer y ahora, de pronto, el cielo se soltaba. Un cielo pardo, plomizo, de augurio triste y de inquietante, lúgubre. El viento, no ajeno y sumado a la orquesta de furia, silbaba con ahínco produciendo un desorden en esas gotas que, como un millón de miríadas en toda dirección, hacendaban el caos.
La mar rugía y embestía compitiendo, a sabiendas de que lo condiciona todo y singularmente en la naturaleza, en ese tumulto natural que al alba de ese día se ofrecía sometido por la atmosfera reinante. Entre pequeños y sufridos arbustos del cantil, dos ojos, desde la verticalidad de sus pupilas, fijaban su fina atención hacia unos pasos que se aproximaban y reconocían.
Su mirada, suplicante y a la vez atenta a unas circunstancias de apremio y adversidad, conservaba igualmente la serenidad que los avatares de la vida a la intemperie obliga y tantas veces la costosa libertad ofrece. Su mirada, la de una gata de retazos plúmbeos, viajaba hacia el caminante en la cercanía y vuelta a los tres pequeños retoños que en su regazo acogía.
A lo largo de los meses que vinieron, desde el despuntar de ese día, andante en la rutina de su camino, pudo ir observando el crecimiento, entre los bríos de su joven existir, de dos de las crías. La tercera, es muy seguro no pasara el corte que la vida de incertidumbre encuentra en el desamparo. También pudo observar como lo que un día era un pequeño núcleo felino pasó a ser una mediana colonia creada por integrantes que sucesivamente se unieron a ella. Voluntad, corazón y manos anónimas aportaron lo posible para su supervivencia. Dieron con su humanidad una oportunidad.
Este modesto pero veraz relato, afincado en un lugar, fecha y concurrente cualquiera, puede ser el reflejo de muchas situaciones, demasiadas, que se dan aún en nuestro presente. Las ciudades son símbolos de aspiración a la convivencia, el orden y a la humanidad. Humanidad, como principio, atañe a la compasión, la consideración, la caridad o la sensibilidad entre otros valores. Nunca estará completa o, al menos, en el camino hacia su salvaguarda, si no se atiende con benevolencia a los animales que, en situación de desamparo, forman parte del paisaje de nuestra vida en común.
Pese al déficit de las administraciones públicas competentes en la materia para la protección de estos seres vivos, en su control y bienestar, siguen existiendo almas que, en lo posible, velan por paliar sus carencias o sufrimientos, su longanimidad personal es la “acción sustitutoria” a la relativa inacción oficial. Incluso en pequeños territorios, pequeñas urbes, donde la actuación institucional es más sencilla o factible, esta se ausenta en gran parte y no llega mucho más que a la declaración: texto e imagen.
A la urbanidad no le alcanza el término sin la humanidad. Estas letras quieren recordar y reconocer el brillo silencioso de quienes, personas anónimas, se ocupan -como pueden- para que, al menos, puedan sobrevivir muchos animales en desamparo y descontrol ocupándose de lo imprescindible. Personas que hacen llamamientos y comparten alertas requiriendo acogimiento o simple aportación, que tejen redes de ayuda para sufragar en lo posible costes de veterinaria que repare afecciones y heridas, que alimentan, que aportan de peculio y, a veces, sin poder. Se les ve o no, pero siempre se les siente, son un ejemplo social, a fin de cuentas, de humanidad.