Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto muy preocupante, sobre todo por su aparente silencio: la tolerancia a la maldad. Bien sabemos que estamos viviendo en un era en la que se nos insta permanentemente a ser tolerantes y comprensivos desde un punto estrictamente formal de la discursividad, pero que, en el plano de lo real, está atravesada por la violenta imposición y presión de usos y costumbres bastante flojas de papeles. Justamente por ello, hoy queremos invitarlos a analizar los límites de la tolerancia, específicamente cuando se trata de soportar a la maldad.
Cuando Karl Popper sostuvo que la tolerancia “ilimitada” nos lleva a la desaparición misma de la tolerancia y a la fundación de una intolerancia normalizada, nos indicó claramente que el soportar no debe ser nunca un pretexto para permitir que la maldad prolifere en nuestras sociedades. Por deducción lógica natural, si pretendemos extender esa “tolerancia ilimitada” incluso a aquellos despreciables que son realmente intolerantes, si no estamos preparados para defender de verdad una sociedad tolerante contra la embestida de ellos, entonces los “tolerantes” serán destruidos y toda paciencia de tolerancia junto con ellos.
Como habrán podido apreciar, queridos lectores, la herramienta esencial para discernir entre lo correcto e incorrecto, entre lo justo y lo injusto es, sin lugar a dudas, el pensamiento crítico (que no es otra cosa que el resultado de una educación para la libertad de sujetos que no temen tener criterio propio para analizar su realidad). Sin embargo, en un mundo desgarrado completamente por la era de la desinformación, en la que se nos bombardea permanentemente con datos y opiniones, se hace difícil encontrar dicho “criterio”, aunque es el mayor desafío puesto que, como nos legó Bertrand Russell, “el deseo de liberar a los demás de sus errores es un signo de que uno mismo también los comete”. Para no ser cómplices del precitado sistema de estupidización masiva, es necesario no solo que critiquemos la malicia, sino también todas las estructuras y sistemas que las propician y perpetúan.
Ahora bien, y esto es crucial: no se puede pensar sin rendijas, intersticios y pequeños espacios de libertad. Ustedes amigos saben mejor que yo que se ha confundido la “libertad de expresión” con la libertad de agresión, a un punto tal que hemos llegado al extremo de presenciar agendas globales que utilizan esta libertad para utilizarla como escudo para difundir discursos de verdadero odio y promoción de violencia explícita sin consecuencia alguna. Dadas así las cosas, nos tenemos que preguntar, inevitablemente: ¿en qué clase de democracia creemos que vivimos si su pilar fundamental, la libertad, no es más que un recurso de unos pocos para someter a la gran mayoría?
Vuelve a sonar fuerte la voz de Voltaire, quien nos recordaba que la tolerancia tiene sus límites, más allá de los cuales se convierte directamente en complicidad con la injusticia. En su Tratado sobre la tolerancia, defendió ardientemente la libertad de pensamiento y religión, pero también advirtió con claridad quirúrgica sobre los peligros de una tolerancia boba o indiscriminada. Tolerar, en este sentido, no implica aceptar pasivamente cualquier idea o práctica social, sino más bien reconocer la dignidad y los derechos fundamentales de cada individuo en una sociedad. Ahora bien, este tolerar tiene sus límites, especialmente cuando se trata de ideas que se disfrazan de tolerantes pero promueven la opresión y la exclusión.
Bien sabemos que por su contexto Voltaire fue un crítico feroz de la intolerancia religiosa y la persecución política, pero al leerlo hoy, en el primer cuarto del Siglo XXI, nos saos cuenta que se opuso con vehemencia a aquellos que utilizan la tolerancia como pretexto para imponer sus propias creencias e intereses, mientras que buscan con ello restringir directamente la libertad de los que no quieran ser silenciosos adeptos. No es casual que en sus “Cartas filosóficas” haya dejado establecido su lema sobre este asunto: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, dejando explicitado con claridad que el desacuerdo es sagrado siempre y cuando medie entre las partes el respeto mutuo que garantice la convivencia civilizada.
Siguiendo el hilo de Voltaire, debemos evitar que la tolerancia se convierta en la virtud de los tibios que no tienen convicciones. Por el contrario, es necesario fomentar, desde la educación familiar y formal, que los seres humanos apunten a la verdadera tolerancia que implica tener la valentía de defender nuestros principios y valores, incluso cuando ello implique tener que confrontar con aquellos que promuevan ideas intolerantes o discriminatorias disfrazándose de pseudo pluralismo marketinero.
Por su parte, John Stuart Mill en su utilitarismo discutible en parte, sostuvo que la única libertad que merece su nombre es la perseguir nuestro propio bien a nuestra manera, siempre y cuando no intentemos privar a otros de la suya”. Visto así, la tolerancia hacia la maldad podría ser una negación de esta libertad, ya que habilita que se coarte la libertad de aquellos que son realmente víctimas de la injusticia y la opresión. Evidentemente, estamos tratando de demostrar que es necesario un grado de compromiso por la sociedad en la que formamos parte: no podemos seguir siendo nómadas infiltrados en comunidades, solitarios rodeados de gente, egoístas entre tanta necesidad. La virtualidad absurda y permanente nos ha confundido al punto tal que hemos olvidado que la injusticia que se realice en cualquier parte es directamente una amenaza para la vida justa en todas partes, como sostuvo Luther King al señalar con claridad que lo que nos debe fastidiar no son los gritos esquizofrénicos de los malditos, sino el silencio cobarde de los hombres buenos.
Permanecer abúlicos e indiferentes ante la maldad nos hace cómplices directos de la misma. Es aquello contra lo cual despotricaba Arendt al describir al “mal banal”: es necesario actuar, hacer uso de la libertad, levantar la voz contra la injusticia y ser conscientes que ello puede significar enfrentarse a mareas completas de idiotas funcionales que se ofenderán y nos querrán incluso lastimar por no compartir con nosotros ese ideal de vivir dignamente y auténticamente sin ser parte de aquello que destruye, mata, excluye y agrede innecesariamente.
No es tampoco casual que tengamos a nivel mundial la crisis institucional de la democracia y la decadente representación política, cada vez más mediocre e ignorante. La tolerancia hacia lo que está mal nos ha llevado a este punto, en el cual reina la apatía y el desinterés por querer participar en la vida política y social para mejorar nuestras condiciones de vida y no sólo para obtener un rédito personal. Al parecer se ha cumplido la profecía de Burke, que afirmó que lo único necesario para que triunfe el mal es que los seres humanos decentes se sienten a mirar el caos sin hacer nada. En fin, amigos míos, los dejo con esta pequeña inquietud que apela a vuestra voluntad y compromiso para combatir el imperio de la mentira y la hipocresía a la que se combate estando alerta (pensando, eso, sólo eso) ante los intentos de manipulación y control, vengan de donde vengan, y trabajar juntos para construir una sociedad más honesta, justa y equitativa. Nos lo merecemos de verdad, ¿no les parece?