En estos días de confinamiento, en estos días que pasan lentos y amarillos como la tarde de los Jueves Santos de Pemán, en estos días, digo, llegan siempre el golpeo en el alma de las noticias de los amigos muertos.
Tengo siempre dicho que la muerte es siempre una devolución de visita. Esta semana, al abrir El Faro, me encuentro con la papeleta de defunción, con la esquela, anunciando el fallecimiento de Alfonso Blanco.
Yo hoy, junto a tanta tristeza y tanta muerte como nos trae cada día la pandemia que padecemos, tengo el golpe añadido de la ausencia de Alfonso.
Quizás, a mucha gente el nombre de Alfonso no le suponga nada. Pero en el círculo amplísimo de quienes nos considerábamos sus amigos, Alfonso fue siempre, además de un dedicado gestor público, faceta en la que llegó a altos cargos, un compañero leal, dedicado a los demás, dispuesto a ayudar a quien lo necesitara, siempre con la sonrisa en los labios, no dando importancia a lo que hacía, siempre con su acento galaico que no le abandonó jamás.
Conocí a Alfonso en los años mediados de la década de los ochenta del siglo pasado. Llegó a la dirección provincial del desaparecido Insalud, en las antiguas oficinas del edificio Ánfora, donde llegaría a interventor. Por aquel entonces, el Insalud estaba compuesto por entrañables funcionarios, que en realidad éramos amigos; Antonio Rubio, amigo del alma que ya goza de la gloria de Dios, Lozano, Pepe Segura, Manolito Martin Visiedo, Pepe Vela, Vicente Pérez de Madrid, Paqui Gallego, Tonecha, en fin, tantos y tantos, sin olvidar al eficiente Campoy ni a Antonio Espinola, cuya amistad soldé a lo largo de los años.
Alfonso se ganó a todos con su bonhomia y sencillez.
Me hizo el honor de ser amigo y de ayudarme en mi aventura política y en mi andadura personal. Cada vez que veía a mis hijas, entonces niñas, veía en sus ojos la ternura profunda de los hombres buenos.
En estos días de tribulación yo no quiero dejar pasar la memoria de un amigo que quiso a la ciudad con verdadero espíritu de servicio y vocación. No quiero que su recuerdo pase de largo a las nuevas generaciones melillenses con el frío comunicado de una papeleta de duelo.
El valor vital de Alfonso está demostrado. Compartimos juntos el honor de ser Caballeros Legionarios de Honor. En mi caso fue una generosidad inmerecida. En su caso un justisimo reconocimiento a su enorme cariño a las Fuerzas Armadas y a la Legión en particular.
Alfonso, cuando se jubiló, iba y venía de Granada. Siempre preguntaba por él a su hija Colela y a su yerno Yayo, fervorosos congregantes de nuestra Patrona... Sabía por ellos de su ondulante salud y de su indomable voluntad, propia de los legionarios.
A veces, las vías vitales de los amigos se juntan y otras veces corren paralelas. Son muchos los acontecimientos diarios que a la hora definitiva del encuentro con Dios nos parecen minúsculas contingencias, a los que los ajenos dan categoría de axiomas.
En estos días lentos, amarillos y tristes, yo quiero recordar al amigo que se ha ido al encuentro de la Verdad con mayúsculas.
A Mabel, a sus hijas, sobre todo a Colela y a Yayo, les envío mi abrazo mi recuerdo y mi cariño. Alfonso y yo nos abrazamos esta última Navidad en la Avenida. Aunque sabía lo malito que estaba, me regaló su eterna sonrisa y quedamos a tomarnos una copita.
Nunca imaginé que nunca la tomaríamos. Tampoco imaginé que aquel abrazo fuera el ultimo.
Que no le falte el agua al elefante.