Dicen que al campo no se le pueden poner puertas. La metáfora es tan verdad como la vida misma en lo tocante a la inmigración no legal, que sigue mostrando su extrema presión sobre Melilla aunque la realidad actual no sea comparable en ningún sentido con la que se vivió en el primer lustro de la pasada década y mucho menos con los trágicos asaltos masivos de octubre de 2005.
Aún así, como reconoció el delegado del Gobierno hace unas semanas, en 2010 se vivió un repunte en la entrada de inmigrantes ‘sin papeles’ a Melilla, hasta el punto de que el número que logró acceder a la ciudad por diversas vías se cifró en un millar.
A Escobar no le falta razón cuando dice que la cantidad está muy alejada de los 2.400 de media que, año tras año, iban llegando a Melilla en los años previos al refuerzo final de la valla perimetral y la presión decisiva sobre Marruecos para que controlara sus fronteras. Aún así, nos encontramos ante una nueva realidad, distinta a la que empezó a sucederse tras la convulsión que provocaron las muertes y avalanchas de inmigrantes en las fronteras de Melilla y Ceuta en aquel 2005.
Una realidad que tiene varias aristas complicadas y que no sólo nos lleva a poner el acento en la responsabilidad de Marruecos ante todo esto. De hecho, no parece que en la situación actual tenga mucho sentido el argumento reciente del diputado Gutiérrez, que en la justificación de su petición de comparecencia de los ministros de Trabajo e Interior para que expliquen o al menos se pronuncien sobre el porqué de la mayor presión migratoria sobre Melilla, alegaba que los repuntes o aumento de las entradas de ‘sin papeles’ siempre guardan relación con una tensión más o menos evidente en las relaciones hispano-marroquíes.
Superados ya los tiras y aflojas por la cuestión del Sáhara, no parece hoy en día que haya motivo de especial perturbación en las relaciones entre nuestro país y nuestro vecino. Si bien, estoy de acuerdo con Gutiérrez que tras el repunte migratorio siempre se constata una mayor relajación o menor control marroquí de sus fronteras, y al par un intento por conseguir algún tipo de ventajas en sus relaciones, si no con España, sí con la UE.
Marruecos asumió hace tiempo el papel de cancerbero de Europa en el sur, consigue buenos dividendos por ello y además gestiona su interés en tal sentido según le plazca o mejor dicho, le interese, porque su sistema está exento aún de los controles y exigencias propias de los Estados de Derecho imperantes en la órbita europea.
Ese papel de cancerbero siempre lo ha utilizado también como un arma de presión sobre Melilla. Lo vimos claramente en 2005 y lo estamos volviendo a ver con el goteo constante de inmigrantes que acceden a la ciudad embutidos en escondites imposibles dentro de algunos de los vehículos que cruzan la frontera; o más a menudo últimamente mediante pateras que llegan a nuestras costas. La última llegó precisamente ayer con 13 subsaharianos, dos de ellos bebés que a pesar de la hipotermia que presentaban se encuentran, afortunadamente, en buen estado.
La comparencia requerida por Gutiérrez para que los ministros Rubalcaba y Valeriano Gómez den cuenta de la mayor presión migratoria sobre nuestra ciudad, especialmente desde octubre pasado, es por tanto del todo oportuna y además plausible, porque, como mínimo, provocará una llamada de atención al Ejecutivo central sobre un problema que no puede edulcorarse con la excusa de que el CETI tiene aún capacidad para acoger a más de los 600 inmigrantes que actualmente conforman su censo de residentes.
La realidad añadida, y muy perjudicial para muchos vecinos de Melilla, es que son muchos más los inmigrantes que existen en nuestra ciudad en situación irregular y que en un porcentaje de difícil cuantificación escapan al control de la Delegación del Gobierno, por haberse refugiado en chabolas ante el temor de ‘redadas sorpresa’ previas a posibles repatriaciones.
En esta otra arista del problema, las administraciones local y central están tardando en encontrar una solución tras meses prometiendo que trabajan en común para erradicar esas peligrosas chabolas, insalubres para sus moradores y perjudiciales también para los vecinos que se están viendo obligados a tenerlas junto a sus viviendas. Sea de quien sea la responsabilidad, el trabajo a realizar no pasa por la represión pero sí por la atención directa a esos inmigrantes para que vuelvan al CETI y las chabolas puedan erradicarse. Si no tomamos medidas, el problema promete pudrirse, con el riesgo añadido de acabar muy mal para el caso de sucederse una desgracia que nadie desea pero que, aún a costa de que me tachen de agorera, desgraciadamente es posible.