Viene el peregrino con devoción a postrarse, a rendirse, ante la Cruz, a sentir su mirada, a abrazarse a la Luz, a encontrar su destino. Lo busca lleno de gozo a cada paso, en el sendero, en la iglesia, en su peregrinar por las ramblas, valles, montañas y calles de Dalias.
Viene a reencontrarse con la algarabía de su infancia, sus bellos recuerdos, su perdida inocencia. Reconoce la fragancia del azahar, del algodón de azúcar, de la cera derretida, de la pólvora quemada, de la tierra del huerto de Las Cuerdas.
Paladea el agua fresca de la fuente, el sabor de la higuera, el merengue de los pasteles, las tortas de chicharrones, los churros de la plaza, mientras rememora el despertarse con las charangas de los gigantes y cabezudos; el deseo, la frustración y la euforia de las tracas; el deambular por los puestos callejeros; la adrenalina de las barquitas; la vergüenza de los bailes infantiles del Casino; la alegría de las terrazas de los bares; el asombro por las palmeras de colores del castillo de fuegos artificiales; el miedo de las bombas en la puerta del Tangay; la angustia del humo de los cohetes junto a la estatua del peregrino; la fantasía de hasta dónde llegarán los globos y su bandera.
Viene buscando las ilusiones de juventud; los sinsabores del hombre en el que se convirtió; las encrucijadas en las que se perdió; las certezas que aprendió a base de tropiezos; las heridas que cicatrizaron y las que sangrarán toda su vida; las puertas que se cerraron; las ventanas que se abrieron cuando más las necesitaba; las espinas que le llevaron a las bonitas flores; los sabrosos frutos que escondían desagradables gusanos; las camas calientes y los suelos fríos en las que descansó; los pozos, sombras, alacenas y mesas que disfrutó.
Vienen a intercambiar dolor por esperanza; soledad por compañía; tinieblas por Luz; silencio por las palabras precisas; rencor por perdón; la tristeza de sus ojos por la felicidad de sus miradas; la debilidad de su cuerpo por la fuerza de la constancia; resignación por coraje; apatía por ilusión; el miedo a la derrota por la motivación de la victoria; razones por emociones; vacío por abrazos; rutina por compromiso; desamor por respeto; la distancia por una nueva oportunidad; desconfianza por amor; penas por semillas; la aridez de la monotonía por la fertilidad de las lágrimas; los diques del orgullo por la caricia del mar; lamentos por impulsos; las cadenas del tener por la libertad del ser; destrucción por regeneración; opinión por criterio; provocación por comprensión; la rigidez de la escollera por la flexibilidad de la playa; las carencias por la confianza de lo aprendido; las estrellas fugaces por el calor de un sol; el aislamiento del frondoso árbol por la magia del bosque; la prisa por la belleza; la angustia por la calma; el becerro de oro por los sueños aletargados; la inmortalidad por la plenitud; la comodidad por lo inexplorado; las heridas por experiencias; su reino por la sabiduría; el deseo por la prudencia; la mentira del rebaño por la justa verdad; el éxito por el honor; la culpa por la redención; los prejuicios por el diálogo; el halago por el consejo; la ira por la paciencia; la condescendencia por la dignidad; la vara del verdugo por sendas de virtud.
Viene el anciano peregrino a enseñarles a los niños, que no lo entienden, que disfruten del momento, porque sus risas, sus juegos, sus emociones, un día serán su refugio, su catapulta, los pilares donde se sustentará el resto de su vida. A los jóvenes, que no quieren escucharlo, les aconseja que frenen sus impulsos, que se cuiden de los errores que pueden lastrar su existencia, que aprovechen las oportunidades para el futuro que vendrá inevitablemente.
Viene a recordarme, como hizo el poeta, que no importa el destino, sino el camino. Me insiste, con voz temblorosa, que su aprendizaje es lo único que puede legarme, aunque me advierte de que no me servirá de nada. “No olvides tu destino, pero saborea el viaje, alargarlo, carga solo el equipaje que te haga sentir, y acumula recuerdos, experiencias, caricias, palabras, sabiduría, amistades, confianza, el amor incondicional, aquello que nadie te pueda robar”.
Viene el peregrino a despedirse cada año, por si es el último. Sin fuerzas para levantar las manos, para cantarle, para llevarlo sobre sus hombros, para acompañarlo por las calles oliendo a pólvora. Se sienta en el banco de la Iglesia y mira a la Cruz, al azul y sonríe. Su mirada es de esperanza, su sonrisa Gloria, de agradecimiento por haber sido su norte, su guía, el faro de la Luz que ilumina su camino. Porque tú eres el camino, no nuestro destino. ¡Viva el Cristo de la Luz!
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