Resulta llamativo que tengamos a una pléyade de señores con el mismo estribillo apelando a la supuesta candidez o a la ignorancia pragmática en las cuestiones que nos atañen. Estas anécdotas nos recuerdan al libro de Rebecca Solnit, ‘Los hombres me explican cosas’, a mí y a otras mujeres por igual, sin importar qué sepan o no o de qué estamos hablando. Todos no, claro, algunos hombres.
Toda mujer sabe de lo que estamos hablando y reconocerá esto que decimos y que la escritora nos dice. Se trata de esa arrogancia que hace que las cosas se vuelvan difíciles, a veces, para cualquier mujer en cualquier profesión; la que nos incita a no hablar, la misma que nos impide que seamos escuchadas cuando hablamos; esa que silencia con fuerza a las mujeres jóvenes y menos jóvenes diciéndoles, de la misma forma en que lo hace el acoso callejero: “Este no es tu mundo”. Nos entrena para limitarnos y dudar de nosotras mismas, mientras propicia un injustificado exceso de seguridad en los señores.
La arrogancia y la prepotencia tienen mucho que ver con la guerra, pero esta es una batalla que se libra dentro y que cualquiera de nosotras vive a diario y que trata de forjar un sentimiento de insignificancia, una invitación al silencio, o de sembrar una inseguridad o una duda que crea desierto alrededor si no encuentras las herramientas necesarias para combatirlo.
Debe haber miles de millones de mujeres en este planeta a quienes se les insiste que no son testigos confiables de sus propias vidas, que la verdad no es de su propiedad y que no conocen el terreno que pisan. Esto va mucho más allá de los hombres explicando cosas, pero forma parte del mismo archipiélago de arrogancia cuando no de misoginia.
Nos dice Rebecca Solnit que los hombres nos explican cosas a diario y todavía y que ningún hombre jamás nos ha pedido disculpas por explicarnos, mal, cosas que sabemos y ellos no. Aún no ha sucedido y es posible que nos queden unos cuantos años de vida por delante para que esto pueda suceder. En los señores que hacen esto alrededor y ahora, no tengo muchas esperanzas.
El mundo está lleno de Muy importantes que nos recuerdan cómo tenemos que hacer las cosas y sobre todo cuál es el método, que casi nunca está exento de violencia en sus formas, sea el grito, el puñetazo en la mesa o la confrontación directa, la competitividad, la descalificación o el insulto, es decir, animarnos no para una guerra táctica al estilo de Sun Tzu, sino descarnada al estilo de las medievales, donde perdemos todos y todas.
A las mujeres no se nos ha dejado entrar en asambleas, en reuniones, en currículos escolares, en laboratorios, en bibliotecas, en las leyes, en conversaciones o en política. Y cuando entramos, libramos dos batallas, la que supone ocupar un espacio que de entrada no es nuestro, y la que se propone hacerlo a nuestra manera.
Esta batalla es muy vieja y los argumentos usados son falacias que se meten con la forma de ser o de resolver cuando no de vestir, de mujeres que ejercen la autoridad como creen que deben hacerlo sin entrar en el canon o esperar la aprobación masculina.
El concepto de Rebecca Solnit con su mansplainning ha sido un éxito porque mujeres de todo el mundo reconocemos esta práctica. Ellos lo hacen sin ser conscientes, o siéndolo, de que su discurso encierra ese derecho ancestral de usar lo público como propio, de que su actitud es un arma de delimitación de poder, una condescendencia o un paternalismo que sin querer toleramos como regla del juego.
La cuestión no está en querer dejarse explicar por quienes saben, sino en querer explicarnos cosas que ya sabemos para que actuemos como ellos quieren. Cuando tratan de colgarte la etiqueta de boba, de distraída, de inocente, de crédula u otros eufemismos, lo que tratan es de silenciarnos o de borrarnos del mapa. Otras veces habla de la propia incapacidad o frustración del que nos coloca el insulto.
El patrón de desacreditación es claro y se repite. Debemos reconocerlo para desactivar la estrategia y dejar intacta la credibilidad que tenemos como profesionales. Dejen de hacerlo. Estamos abiertas a cualquier crítica constructiva que deje fuera la marca de ropa que usamos o que mida y cuestione nuestro coeficiente o nuestro equilibrio mental a cada paso. Preferimos compañeros de viaje que escuchen, que nos vean y que reconozcan la autoridad cuando la tienen delante. De la que algunos tienen ante nuestros ojos hablamos otro día.