Ante todo y por encima de todo, el ‘Dos de Mayo de 1808’, representa un gesto de dignidad por parte de los ciudadanos españoles, batiéndose con arrojo y atrevimiento ante la todopoderosa maquinaria napoleónica.
Así, el frontispicio de esta heroicidad popular lo cimentaron heroicamente los cerca de quinientos fallecidos a manos de los franceses y, en su conjunto, los encaramados en armas de cara a las Fuerzas del Imperio ocupante. De esta manera, el drama acontecido ponderadamente por incalificable aspiración del afán galo, sobre un Pueblo aliado, revela desde su preámbulo el tono glorioso.
Y es que, aquel sentimiento patriótico e incandescente de pertenencia nacional, como el que palpitó en los corazones del ataque a las Tropas invasoras en defensa del Parque de Monteleón, tuvo su vivencia en una identidad asentada en la trilogía de los ingredientes religiosos, monárquicos y expansionistas. Únicamente, el aliento de aquellos hombres, mujeres y niños en el realce y recorrido como el Hispano, estaba consignado a llevar adelante un levantamiento de estas características, frente a un ignominioso y degradante opresor como Napoleón I Bonaparte.
Con estas connotaciones preliminares, reanudando la estela del texto anterior al que este pasaje sigue su rastro, el ‘Dos de Mayo’ no emerge de la nada, sino que es el punto culminante de una sucesión de hechos que amasan diversas magnitudes, como el entramado político que descuella en Bayona. Pero, situándome en otra de las dimensiones, si acaso, más doméstica al denominador común y con peso frenético.
Posiblemente, la silueta reinante entre los residentes en la capital de España del período referido, no atañe al de una cultura política desarrollada, ni tan siquiera concurría esa fascinación por los advenimientos políticos distinguidos como cuestiones de las élites; pero, sí que obraba una efusión de orgullo y entusiasmo casticista que tambaleaba a la población con la presencia francesa como algo comprometido.
Lo cierto es, que las Tropas foráneas siempre se mostraron con espíritu arrogante y de superioridad, bastante desenvuelto por Napoleón I Bonaparte que persistentemente transfería a sus subordinados, haciéndoles creer que en España librarían al Pueblo de su atraso secular y de la degradación de unas clases cortesanas despóticas y un clero sombrío. Lo que evidencia, la convicción de constituirse en el garante de la libertad y la lucha contra los señores del ‘Antiguo Régimen’.
Sobraría sugerir como argumentación a lo expuesto, la hoja de ruta ilustrada por D. Joaquín Murat (1767-1815), con el encabezamiento ‘Carta de un oficial retirado en Toledo’, aconsejando la conveniencia de innovar la corrompida Dinastía Borbónica por la de los napoleones atiborrada de ímpeto y robustez. Este era el nuevo entorno que, día a día, exacerbaba a los madrileños, aprensivos con el protagonismo ajeno que trastornaba sus normas diarias y tradiciones heredadas.
Desde el 23/III/1808 que accedieran las huestes francesas hasta el 2 de mayo, las colisiones y malestares iban creciendo, avivados por sujetos que se pronuncian en nombre de D. Fernando VII o de D. Carlos IV, entremezclándose la paradoja monárquica con la desazón y mortificación extranjera.
Ni que decir tiene, que los altercados callejeros redundan y el 1 de mayo, cuarenta y tres militares franceses han de ser acogidos en el Hospital General de Madrid. El ‘Dos de Mayo’ los incidentes malogran los planes de Napoleón I Bonaparte: un revuelta impulsa a las resistencias que, finalmente, se erigen en un acometimiento pensado en clave de ‘Independencia Nacional’.
Con el ‘Dos de Mayo’, naufraga la intentona golpista de Napoleón I Bonaparte alimentado en un cambio dinástico, cuyo emblema reside en la entrada de Murat en Madrid con su logística; o lo que es lo mismo, la ocupación anticipada de los sectores más importantes del territorio español.
“A día de hoy, doscientos trece años más tarde, aún es objeto de debate la impronta instintiva o conspirativa del ‘Dos de Mayo’, lo que no descompone su trascendencia atributiva y la inducción multiplicadora que a la postre asumió”
Por otro lado, no ha de sorprender que la historiografía del siglo XIX realzara esta efeméride a la condición de ‘hazaña nacional’, como el ‘escudo de la Nación en armas’. La justicia reconquistada por el Pueblo en provecho de su soberanía, aunque los acontecimientos se hayan engrandecido y mitificado, sus proporciones y resultados reales reportaron al fiasco de Napoleón I Bonaparte.
A día de hoy, doscientos trece años más tarde, aún es objeto de debate la impronta instintiva o conspirativa del ‘Dos de Mayo’, lo que no descompone su trascendencia atributiva y la inducción multiplicadora que a la postre asumió. Inicialmente, se contempla como el hilo conductor del ‘Motín de Aranjuez’ con su razonable mecanismo multitudinario.
En el ‘Dos de Mayo’ se fusionan las piezas de un puzle dinástico descuartizadas; además, del apogeo de un contexto convulso y perceptible al esparcimiento de la murmuración y el reporte que conlleva.
Antes de viajar a Bayona, D. Fernando VII deja constituida una Junta de Gobierno precedida por el Infante D. Antonio, que no tarda en doblegarse a Murat y coopera en la confabulación de la escapatoria de los últimos miembros de la Casa Real a Francia. Los apremios del Almirante y Príncipe del Imperio Francés en la jornada del 1, tuercen la oposición de la Junta. Obviamente, las rigideces se generalizan en la calle que estaba abarrotada por la celebración del mercado dominical.
Demasiado gentío aglomerado y numerosos grupos aguardando informaciones en la Puerta del Sol, con incontrastable incertidumbre entre españoles y franceses, conforman el prólogo de lo que en pocos minutos estallaría.
Ya, en las primeras luces del ‘Dos de Mayo’, varias personas se agolpan en los aledaños de Palacio. En aquel momento se materializa el artificio del secuestro de la Familia Real: en la ecuanimidad popular de una localidad conocida por sus vínculos clientelares, como de sumisión y dependencia, la fuga reproduce toda una insignia de enorme vacío.
La mecha que opera sobre la masa se prende por los servidores de Palacio a la exclamación de ¡traición!; imposibilitando la marcha del cortejo por una turbulencia de calibre monumental que emprende la rebelión. La réplica descabellada de Murat no tarda y en consonancia con su engreimiento, se fundamenta en desbaratar a la muchedumbre con piezas de artillería y abundantes Tropas, originando bajas entre los criados de Palacio.
A partir de aquí, la sacudida se transforma en un alzamiento extendido difícil de contener, dejando el área colindante para amplificarse a cualquier recodo de la Ciudad. Las referencias confusas circulan como un afluente por medio del murmullo en un escenario enrarecido.
El hastío de lo francés en suelo hispano se convierte en aborrecimiento y por añadidura, la participación es concebida como irrupción. Los modos de los franceses catalogados como atropellos, sus aspavientos y el idioma se mueven como una tormenta perfecta en de las pautas cotidianas de conducta. En otras palabras: la sensación de chantaje y la compostura de represión, suscitan el caldo de cultivo perfecto para la aceleración de dichas perturbaciones.
La vertiginosa interposición de las Fuerzas del Imperio de Napoleón I Bonaparte, imprime la antesala a los sucesos. Su emplazamiento a las afueras de la Villa y Corte del Reino de España y sus Indias, cercándola, es a todas luces el pronóstico de un forcejeo incierto. Con apenas tiempo, Murat, actúa y la afluencia se disgrega hacia otro espacio alegórico del ‘Dos de Mayo’: la Puerta del Sol.
Es allí donde se libra el resto del tortuoso duelo con cuantiosos cadáveres entre los sacrificados. Toda vez, que impresiona la inacción de los integrantes del Ejército Español, aproximadamente, unos 3.000 hombres que continúan acuartelados y como tales, desprovistos de armamento y cumplimentando las consignas del Capitán General D. Francisco Javier de Negrete y Adorno (1763-1827).
A la par, hay que destacar el proceder de la Junta de Gobierno, entre ellos, el Ministro de Guerra D. Gonzalo O’Farril y Herrera (1754-1831), o el Secretario de Hacienda D. Miguel José Azanza Alegría (1746-1826), como el destino de D. José I Bonaparte (1768-1844) y del Consejo de Castilla, temerosos de la conmoción, llaman al apaciguamiento y cooperación.
Simultáneamente, se enfatiza el recato de los cortesanos y aristocráticas de porte opuestos: sus sirvientes combaten en las vías, pero igualmente, vislumbran la perspectiva que se dibuja en Bayona para dar validez al objetivo constitucional de Napoleón I Bonaparte: la ‘Constitución de Bayona’, también denominada ‘Carta de Bayona’ o ‘Estatuto de Bayona’.
Acto seguido de la Puerta del Sol, el espectro turbulento se desplaza a los Cuarteles de Monteleón, poniendo en jaque a las Tropas Franceses a quienes despojan con cuchillos, navajas, puñales o gumías, mazas de guerra como hachas, bastones y chuzos, útiles de albañil, barras, tijeras, piedras, leznas, aceite hirviendo, etc., contando con la extraordinaria contribución de algunos oficiales que quiebran la tónica mantenida por la Guarnición Española, inmolándose con el refuerzo de algunos voluntarios del Estado que quebrantan las órdenes dadas y equipan al Pueblo llano con lo habido y por haber de pertrechos, equipos y dotaciones.
Inmediatamente, se suceden los dramas de resistencia liderados por los Capitanes D. Luis Daoíz y Torres (1767-1808) y D. Pedro Velarde y Santillán (1779-1808), entre algunos, que tuvieron un marcado y memorable resorte.
Sin duda, ambos oficiales personalizan una dupla legendaria en la reminiscencia de los anales de España, como imagen del impulso de la Independencia Nacional, integridad y gallardía patriótica. Al primero, la escolta del General Lefranc lo hirieron mortalmente a bayonetazos, dos a la altura del corazón y otro en el espacio intercostal derecho; y al segundo, lo mataron de un disparo de pistola que le traspasó la espalda.
Ciñéndome brevemente en Daoíz y Torres como componente de la milicia, es preciso percatarse de su carrera profesional en la travesía del ‘Antiguo’ al ‘Nuevo Régimen’, y en sus capacidades potenciales más que manifiestas, citándose su ímpetu castrense y quedando en un segundo plano otros rasgos innatos que lo encumbran, armonizándose la audacia, el talento y su exquisita preparación. Amén, de ostentar conocimientos científicos y matemáticos sobresalientes y dominar diversos idiomas al servicio del Real Cuerpo de Artillería.
En los primeros lapsos de la tarde, la superioridad francesa termina imponiéndose; ya, entre el 2 y el 5 de mayo, despunta una cruda y obstinadísima violencia, que a su vez, funciona de llamada a un encadenamiento de insurrecciones. La zona de la resistencia se esparce a límites insospechados.
Con motivo de conmemorarse el primer ‘Centenario de 1808’, el periodista, historiador y polígrafo D. Juan Pérez de Guzmán y Gallo (1841-1928), compuso un excepcional trabajo titulado “El 2 de mayo de 1808 en Madrid. Relación histórica documentada”. En ella se asienta un inventario detallado y escrupuloso de los caídos.
En atención a los datos facilitados por este autor, se constatan 409 extintos y 170 malheridos; de ellos, 57 mujeres perecidas y 22 maltrechas, más 13 niños difuntos y 2 lesionados. Cómo es de entrever, existen diferencias en cuanto al balance según las fuentes oficiales consultadas. A tenor de lo notificado, Murat, evaluó a los partícipes en los disturbios en su bando fechado el 2/V/1808, como ‘populacho’, que en tono despectivo comporta a la ‘chusma’ o lo más ‘bajo’ del Pueblo.
En la misma línea, fijémonos en la misiva remitida por un oficial del Estado Mayor de Murat, escribiendo una carta a su familia datada el 3 de mayo, en la que hace hincapié que la oficialidad del Ejército, los nobles y las clases acomodadas intervinieron para tratar de recuperar la normalidad, ante la temeridad que la sublevación repercutiera en sus prerrogativas. Y más aún, Napoleón I Bonaparte no esperaba la envergadura de esta rebeldía y mucho menos, la hechura en el rechazo y naturaleza popular.
Gradualmente, la subsistencia de Madrid y sus lugareños quedó totalmente trastornada por la guerra en todos sus aspectos, tanto en el marco de Capital y Sede del Gobierno, como en su mera composición urbana.
Queda claro, que la configuración de su estrato poblacional experimenta una mutación, porque la contención de mayo y las emergencias sucesivas, incitan a una tendencia de abandono tanto de militares, como funcionarios, aristócratas y de quienes no se ven con probabilidades de acomodarse mínimamente. Irremediablemente, esta circunstancia promueve la renuncia de responsabilidades y la merma sustancial en la cuantificación de activos en los acuartelamientos.
Inclinación de escape que crea un goteo constante con efectos definidos en las postrimerías de 1810, como ocurrió con las autoridades en el momento de administrar las medidas fiscales que paulatinamente se autorizaban. Como compensación, se ocasiona un ajetreo estadístico de perfil inverso: en los años 1809 y 1810, respectivamente, arriban en Madrid individuos que sortean los espantos de la guerra en otras regiones, apelando a la supervivencia y petrificando el ritmo de vida recuperado al empeorar las contrariedades del racionamiento.
Sin inmiscuir, que los quebrantos de la conflagración descompuso los canales comerciales aportando rigurosísimos medios de estabilidad, hasta alcanzarse en 1812 los intervalos más deplorables. Aunque, no sería más que el acaecimiento de un proceso de decadencia creciente desde un año antes, 1811.
Durante la ocupación, el suministro se convirtió en el caballo de batalla para los representantes, con la premisa de obtener los géneros indispensables y realizar una repartición proporcionada.
Realmente, los imprevistos vividos muestran el agravamiento de las realidades de dependencia que hubo de soportar Madrid para solventar las estrecheces en las existencias, hasta el punto, de ser un centro de demanda de cualquier tipo de mercaderías y bienes en su categoría de Villa y Corte.
Coyuntura puntual que fusionada al engranaje insuficiente del mercado interior, redundaría en el entorno a corta y media distancia. Si cabe, aún más, por la particularidad de ser capital política y repercutir en la inmovilización de la praxis económica.
Entretanto, los propietarios agrícolas e industriales sujetaron su rendimiento a la demanda madrileña, implantándose una oligarquía entre comerciantes, ganaderos y agricultores intermediarios y proveedores directos en la que todos ponían en común sus intereses.
La necesidad de alimentos y productos para una urbe creciente como la reseñada, era vital, porque si no se cubría apropiadamente supeditaba el crecimiento de la Ciudad, y como tal, el abasto era un asunto imperante: Madrid, distanciada de las vías marítimas y ubicada en el centro de la Península, arrastraba el lastre de sus comunicaciones que no estaban lo adecuadamente moduladas al prisma comercial.
Por lo tanto, en el lugar donde residía el Soberano y tenían su base las principales instituciones gubernamentales, primaba recomponer la oferta para disminuir las convulsiones del orden y atenuar las disyuntivas sociales. De ahí, que las voluntades se encaminasen al acercamiento de los posibles alicientes entre los agentes y los distribuidores.
“En el ‘Dos de Mayo’ se fusionan las piezas de un puzle dinástico descuartizadas; además, del apogeo de un contexto convulso y perceptible al esparcimiento de la murmuración y el reporte que conlleva”.
Progresivamente, el acoplamiento operó, pero no sin obstáculos: a la situación acarreada por el curso de las comunicaciones, ha de asociarse las surgidas por los múltiples componentes envueltos, suspicacias valedoras de sus incentivos, como ocurría con los gremios, transportistas y supervisores, sabedores que el mercado era un surtidor duradero de ganancias por los importes en índices elevados, con respecto a otros enclaves y la permisividad de los apoderados.
Llegados a este fragmento de la disertación, la onda expansiva del ‘Dos de Mayo’ encierra la frustración y el revés del Golpe Militar, como inflexión en la evolución de la sustitución dinástica. Tal vez, el desliz de Napoleón I Bonaparte radicase en monopolizar la fuerza y no agotar los cartuchos de la acción diplomática, o los resquicios propuestos por la crisis política en el seno de los Borbones y la Corte.
De suponer, que sobre el Emperador percutieron dos referentes de su experiencia acumulada en el Viejo Continente que en el devenir quedaron desdibujados. Primero, en el horizonte hereditario, el cómodo derrocamiento de los Borbones de Nápoles; y, segundo, el trazado militar, con la resuelta ocupación de la superficie portuguesa sin escasamente impedimentos. Verdaderamente, era la ofuscación napolitana y el ensueño portugués.
Observando los carices indicados, Napoleón I Bonaparte menospreciaba la Corte Borbónica y Louis Gaspard Amédée (1781-1847), barón Girod de I’Ain, ponía en boca del Emperador: “No supuse que fuera tan costoso cambiar el sistema de aquel país con un Ministro corrupto, un Rey débil y una Reina disoluta y desvergonzada”.
Del mismo modo, subestimó la lucidez de respuesta del Pueblo Español: cuando en Bayona se le alertó de los detalles y repercusiones del ‘Dos de Mayo’, se desquició delatando el sentimiento nacional que exteriorizaba la incompetencia de Murat, en su recomendación y castigo infligido intentando postularse como el pretendiente al trono de España.
Consecuentemente, en su subconsciente se fraguó la percepción de redentor y reconstructor del Reino de España y sus Indias, salpicado de hipótesis extraídas de la política secular exterior francesa con su generalidad de fronteras naturales, que a las de los ríos Elba, en la Europa Central, junto al Rin, una de las vías fluviales más valiosas; o el Po, en la Italia Septentrional y como broche final, la ‘Frontera Sur’ con el río Ebro, en el Noroeste de la Península Ibérica, estaban llamadas a ser su maniobra de ensanchamiento.
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