Entre los años 1990 y 1991, respectivamente, la Unión Soviética experimentó un proceso vertiginoso de desintegración y se extinguió: lo que hasta ese instante era la URSS, se tradujo en quince repúblicas de las que solo una, Rusia, es valorada su heredera vigente. Hoy, la mayoría de éstas continúan bajo el resoplido de Moscú y únicamente las bálticas han terminado integrándose en la OTAN y la Unión Europea.
Si bien, el umbral de la URSS se asienta en el curso de la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra (28-VII-1914/11-XI-1918) y la Revolución Rusa (1917-1923), fundamentalmente, con la Revolución de Octubre (7-8/XI-1917), no sería hasta 1922, inmersa en plena Guerra Civil Rusa (6-XI-1917/18-VI-1923), cuando surja la Unión de República Socialistas Soviéticas al federarse los espacios soviéticos de Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Transcaucásica, actualmente, Georgia, Armenia y Azerbaiyán, que hasta esa coyuntura se habían desenvuelto más o menos de modo independiente.
No obstante, aquellos primeros trechos de sostenimiento de la Unión Soviética se caracterizaron por ser bastante espinosos al estar definidos por la conflagración, la crisis económica, el hambre y la recomposición política y social que defendía el nuevo régimen. Su fortalecimiento como potencia, resultaría más tardíamente durante la Segunda Guerra Mundial (I-IX-1939/2-IX-1945). Ya, en 1939, la Unión Soviética no disponía del potencial económico y militar que otros actores europeos, como Reino Unido o Alemania, que sí lo ostentaban, pero apenas seis años más tarde, en 1945, la URSS se erigió en un poder incuestionable a ras continental y global.
Aunque en diversos intervalos se encontró próxima a ver frustrado el pulso con la Alemania nazi, su realce industrial, la imponente supremacía demográfica y los apoyos militares acogidos desde Estados Unidos, hicieron viable que los rusos concluyesen con la mayor parte de la maquinaria armamentística germana rumbo a Berlín.
De esta manera y aún bajo el paraguas de Iósif Stalin (1878-1953), la Unión Soviética se convirtió en un país principal para generar el orden internacional que en cierta medida vivimos hoy. Los soviéticos intervinieron en conferencias decisivas como los Acuerdos de Bretton Woods (1-22/VII/1944) y San Francisco (25-IV-1945/26-VI-1945), que vio despuntar las Naciones Unidas. Pero consecuente con la trascendencia de asumir una visión destacada en ese orden internacional, la URSS, como vencedor de la guerra, se cercioró de hallarse en la misma sintonía que otros triunfadores en organismos como el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde se configuraba como uno de los cinco estados con derecho a veto.
En esa situación quedó palpable que los rusos se habían transformado en una superpotencia junto con los Estados Unidos, y en apenas poco tiempo entraría en acción la Guerra Fría (12-III-1947/26-XII-1991). A raíz de aquí, la Unión Soviética amplificó su propio margen de proyección, particularmente, en Europa del Este por medio del Pacto de Varsovia (14/V/1955), pero igualmente, en Asia, el continente africano y América Latina. Conjuntamente y con el propósito de pugnar de forma semejante a los americanos, se empecinó por el desarrollo del arma atómica.
Las décadas subsiguientes se describieron por golpes de Estado, revueltas, acometimientos en terceros estados y fricciones en una tentativa por someter al contendiente: conflictos como Corea, Vietnam, la Revolución Cubana o las descolonizaciones en África y Asia, la colisión estadounidense en Irán o las interposiciones en Checoslovaquia o Hungría, estuvieron ocasionadas por esa pugna enconada entre los Estados Unidos y la Unión Soviética.
La mole comunista, como otros tantos estados, arrastraba sus contrariedades internas: la predisposición a mantener sin cambios el rompecabezas político y la falta de reformas llevaron a que, gradualmente, se quedase a la zaga en el galope con los norteamericanos. Para cuando Mijaíl Gorbachov (1931-2022) recala en el poder en 1985, el contexto indeterminado requería reformas en profundidad si la URSS quería rescatar su lugar extraviado.
“Hoy por hoy, la Rusia de Putin no encaja dentro de las fórmulas democráticas liberales y representativas en el modelo occidental, pero es innegable que el líder ruso se ha hecho con las riendas en sucesivos procesos electorales y su resonancia es suprema”
Es en aquel momento cuando se agilizan modificaciones conducentes a la liberalización política y económica: la ‘perestroika’ y la ‘glásnost’. Pese a ello, estas medidas no derivaron como se imaginaban y en numerosos carices crearon el vaivén inestable que justamente se procuraba sortear.
Si a ello se le añaden ingredientes como el desastre nuclear de Chernóbil, el repliegue soviético de Afganistán, el desmoronamiento de los regímenes socialistas en Europa del Este, la revivificación del nacionalismo en varias regiones soviéticas y las negativas internas al reformismo de Gorbachov, el cóctel para romperse hacia dentro estaba más que garantizado.
Para 1990 ya existían repúblicas como las bálticas que habían escapado de los tentáculos de la URSS. Ante el empeño de Gorbachov por rehacer el país, otros contornos no titubean en optar por la independencia.
Así, en 1991, el resto de repúblicas eluden la Unión Soviética como Estados independientes. Iba a ser el 25/XII/1991, cuando la URSS deja expresamente de constar en el mapamundi como tal. Su relevo a efectos legales lo ocuparía Rusia, quien se contemplaba como el sucesor por ser el más definido de la combinación soviética en términos históricos, políticos, económicos y demográficos.
Y qué decir de los efectos de aquello que inevitablemente quedó como maléfico en muchísimos matices, ya que el entuerto que se venía inoculando durante la decadencia rusa eclosionó terminantemente con el derrumbe definitivo.
En el año 2016 ese caudal venido a menos seguía por debajo del máximo soviético y el contraste económico era una etapa de divergencias en el que amplios estratos de la población cayeron en la penuria, mientras que una minoría se aferró a empresas y al poder político que les trasladaría a disponer de influencia.
Los laberintos tampoco tardaron en aflorar: la indisposición rusa y la crisis posterior trasladaron a muchos de los nuevos países al borde del precipicio. Rusia quedó muy tocada en su integridad territorial por el desplome del Estado, lo que pudo evidenciarse con la Primera Guerra Chechena (9-XII-1994/31-VIII-1996). Con todo, zonas acreditadas como Transnitria quedarían como Estados independientes de facto, mientras en el Cáucaso acontecían las guerras como en Georgia, Armenia y Azerbaiyán.
Con estos mimbres, el menester de cambios radicales en distintas parcelas, incluyéndose la política, económica, social y cultural, repiqueteó por vez primera en 1985. Por entonces, el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Gorbachov, concretó visiblemente su ofrecimiento durante la sesión plenaria del Comité Central del Partido, al anunciar el sentido de lo que estaría por llegar: la ‘perestroika’, vocablo ruso que puede transcribirse como ‘reestructuración’.
En esta encrucijada Gorbachov utilizó dicha pronunciación en un sentido que difiere un poco del que estamos habituados a escuchar. En el acto jurídico del 23/IV/1985 se refirió a la necesidad de apremiar el impulso económico de la Unión Soviética y optimizar el bienestar del pueblo. Gorbachov confirmó que estaba al corriente de los pasos que había de convenir, aunque no lo reconoció públicamente y apenas intuía qué metodologías producirían la perestroika.
En cierta manera, no pudo figurarse que el producto de este rumbo tomado sería su final. Como resultante, la URSS, se esfumaba mientras que algunas de sus demarcaciones se meterían en un embrollo armado. A pesar de todo, es indiscutible que los designios de Gorbachov eran honestos, pero el proceso fracasó.
Y es que, las reformas del 23/IV/1985 reportarían al país al filo de una hecatombe absoluta. O séase, la disipación del bloque socialista y la merma de un tercio del territorio de la Unión Soviética.
Ahora, las expresiones de la perestroika salían al encuentro: ‘uskorenie’, ‘aceleración’, haciendo alusión a la economía, ‘democratización’, poniendo la directa al recinto político-social y, por último, la ‘glásnost’, descifrada como ‘transparencia’.
En otras palabras: liberalización y libertad de prensa.
La parte positiva de la perestroika residió en la circunstancia de que los dos últimos indicativos se hicieron manifiestos y en la mayor parte de la Unión Soviética, incluida Rusia, pudo apreciarse la praxis de la democratización y liberalización de la que algunos pueblos de la antigua URSS gozan en el siglo XXI. Por ende, hubo de pagarse un precio demasiado alto y franquear la crisis de los años 90.
Terciados los años 80 el entorno en la Unión Soviética se había distinguido por paulatinos ahogos en política interior y exterior, pero aún seguía siendo una de las superpotencias mundiales, aunque su predominio en la aldea global comenzaba a deshacerse y este procedimiento tuvo que ver con los entorpecimientos económicos con la que el país comunista tuvo que enfrentarse. La lógica se fundamentó en el avance generalizado de la economía socialista fraguada.
Las disconformidades habidas entre los diversos pueblos de la URSS todavía no se habían desenmascarado, pero en ese período concurrían pequeños destellos que sugerían que el escenario pronto podía dinamitar. No cabe duda, que la sociedad soviética anhelaba contemplar sustanciosos cambios, aguardaba que la administración empezase con reformas sociales y esto es exactamente lo que las autoridades llevaron a término cuando Gorbachov llegó, reproduciendo una nueva generación de dirigentes socialistas y consiguió robustecer su control.
A resultas de todo ello, en el transcurso inicial los teorizantes de la perestroika, al igual que una parte significativa de los ciudadanos, no demandaban renovar el patrón socialista, sino que pretendían desempolvarlo de la degradación e implantar libertades democráticas al oponerse fuertemente a los visos negativos como el culto a la personalidad que la URSS había alimentado en el pasado, especialmente, durante el paso en el que Stalin mandaba con mano de hierro. Más bien, la labor radicaba en enmendar el socialismo.
Es justo en 1985, cuando se decide lidiar la rebeldía laboral, la corrupción y las irregularidades de fondos. Y como derivación de estas anomalías sacadas a la luz, un grupo de altos funcionarios públicos recibieron sanciones por estas prevaricaciones. Entretanto, a partir de 1986, el Gobierno comienza a modernizar los estándares del control sobre la economía al encuadrar diversos organismos que desempeñaban la verificación sobre las operaciones y la compensación de las empresas estatales.
Simultáneamente, las autoridades no dejaron en el tintero la política social, la esfera más valiosa para la población. A cuenta de ello, el gobierno amplió los salarios, las prestaciones y las pensiones y una parte relevante se sirvió enteramente de esta determinación. Tal es así, que se tomaron decisiones en lo que atañe a cambios en los sistemas educativo y sanitario.
Además, en la segunda mitad de 1986, las autoridades vieron con buenos ojos que la bonanza económica y social podía lograrse con la tangente del sistema político. Inmediatamente se pasó a restaurar los aspectos de la vida en sociedad abordando la política. Una de las primeras travesías fue la revocación del monopolio de la ideología comunista y del PCUS. Sería entonces cuando emergió la pluralidad política y surgieron los primeros partidos no socialistas. De hecho, en 1989, se oficiaron las primeras elecciones parlamentarias en las que concurrieron aspirantes que no pertenecían a la fuerza comunista.
De igual forma, se promulgó la libertad para llevar a cabo concentraciones o asambleas, como la libertad de culto y el desplazamiento al extranjero libremente. Mientras tanto, la perestroika vislumbró cambios contundentes no ya solo en el ámbito político-social, sino también en la economía. Las autoridades apostaron por un proceso para desalojar el sistema económico proyectado.
La gestión política conservaba su pronóstico de alojar la economía del mercado en un país que verdaderamente no estaba capacitado para ello. La URSS podría haber barajado algo semejante a lo que la República Popular China plasmó en su día con su economía, pero en aquel período todavía no había modelos a imitar.
Llegados a este punto, otro de los precedentes que aceleró el hundimiento de la URSS recayó en el pensamiento político inoculado, dejando a la cola la confrontación entre el socialismo y el capitalismo y brindó a sus antiguos contendientes, como EE. UU., intervenir para zanjar las dificultades. Pero los estadounidenses aguardaban otras aspiraciones y no estaban dispuestos a recular.
Con lo cual, los movimientos que transfirió la URSS fueron, en gran parte, unilaterales y le reportaron al decaimiento de cada una de las posiciones en el contexto internacional. En su interior los reformistas no dieron con la tecla para aportar a la población una conjunción apropiada entre la seguridad social y los componentes de la economía de mercado.
Es desde la segunda mitad de 1989, fruto de los despropósitos sociales y la incompatibilidad en la ejecución de la perestroika, cuando se ocasiona una agravación específica en cada uno de los campos sociales. Inexcusablemente, esta crisis punteó la intensidad en el que las reformas comenzaron a estar fuera de control. A la par, en algunas repúblicas se sucedieron las corrientes nacionalistas que exploraban contra todo presentimiento la independencia.
“Putin sostiene un talente político totalitario e incluso populista, enfocado en la centralización del poder, otorgando una premeditada apertura política, económica y electoral con el objetivo de habilitar su superioridad en las urnas”
Todo partió de las repúblicas bálticas, pero de manera instantánea los enfoques soberanistas se contagiaron como la pólvora a otros lugares de la URSS. Como anteriormente se ha señalado, el proceso culminó con el advenimiento de los grupos independentistas en Transcaucasia, Ucrania y Asia Central. Sencillamente, el encargo político comunista no estaba facultado para tal consumación.
En 1990 se realizó un referéndum sobre la preservación de la URSS como un estado articulado, en el que hicieron acto de presencia la mayoría de repúblicas, prácticamente casi todos los asistentes respaldaron el sentimiento de reformar el país, pero los miembros de las repúblicas socialistas abanderaron su independencia de la Unión Soviética. Tras diversas tentativas malogradas de salvaguardarlo y librarlo de la descomposición, Gorbachov dio a conocer su resignación.
Con el declive de la Unión Soviética la perestroika administrativamente naufragó. No obstante, algunos logros de las reformas como la economía de mercado, el pluralismo político y las libertades civiles persisten. Por lo tanto, la perestroika no solo había alterado la marcha de la historia rusa, sino también, el devenir del planeta.
En consecuencia, décadas más tarde de su oscurecimiento como potencia todopoderosa, de algún u otro modo, el pasado soviético se resiste a estar vivo, no ya sólo en las reminiscencias de buena parte de los residentes de las quince repúblicas independientes que en su momento dependían única y exclusivamente de la URSS, sino también, en algunos tonos de los sistemas políticos postsoviéticos efectivos.
En su conjunto, somos testigos de la primera generación postsoviética, aquellos y aquellas que no estuvieron abstraídos por el sistema socialista y cuyos alegatos provienen del legado transmitido de padres y abuelos. Ese pretérito que sigue estando incandescente, desglosa algunas sintomatologías sobre lo que fue la URSS y lo que está siendo en el espacio postsoviético, principalmente, en el proceder del Estado y la estabilidad.
Uno de los primeros trazados es prestar atención si la transición postsoviética ha reportado a sus ex países miembro al trípode: estabilidad, libertad y democracia. La suma de estas variables es en este sentido borrosa, pero con algunas puntualizaciones.
Poniendo el punto de mira en la Federación de Rusia, desde los años transcurridos de su desaparición como la URSS, transita con un mismo líder enrocado férreamente en el Kremlin: Vladímir Putin (1952-70 años). Por tanto, el tronco postsoviético prácticamente ha estado al corriente con este mandatario en el poder.
Y como tal, el primer presidente de la Rusia postsoviética, Borís Yeltsin (1931-2007), es un vestigio de lo acaecido y epíteto comparable al del último secretario general del Partido Comunista y primer presidente de la URSS, Gorbachov, el forjador de la perestroika y la glásnost, plasmadas para reponer las piezas del puzle socialista dentro del socialismo, pero que curiosamente acabó abriendo una rendija para el ocaso de la URSS y su sistema.
Si bien, la Rusia de Putin no encaja dentro de las fórmulas democráticas liberales y representativas en el modelo occidental, es innegable que el líder ruso se ha hecho con las riendas en sucesivos procesos electorales y su resonancia es suprema. Ha sabido implantar un sistema que en términos politológicos se le clasifica en el elenco de los regímenes liberales y de autoritarismo puro y duro.
Es decir, sostiene un talente político totalitario, incluso populista, enfocado a la centralización del poder, pero otorgando una premeditada apertura política, económica y electoral, con el objetivo de habilitar su superioridad en las urnas.
Podría decirse que el artificio ruso se vale de la convicción populista para suplantar y simular los valores democráticos con la finalidad de blindar el poder del presidente, e incluso el peso de un grupo minúsculo de individuos. Digamos que el Kremlin lo impone como democracia soberana, un sistema cruzado que igualmente se ha repetido en las transiciones postsoviéticas del cuadro euroasiático.
Las rigideces habidas con Occidente están al orden día: desde el Cáucaso y Crimea hasta Siria, Putin ha conseguido contrarrestar los vínculos con ciertas dosis de realismo, pero sin acortar los intereses nacionales.
En el caso concreto sirio, la Rusia de Putin ha perpetrado la primera actuación exterior desde las etapas soviéticas, cuando en 1980 la URSS ocupó Afganistán. Y en otra elección, Putin ha anticipado la concreción de un eje euroasiático con China, Turquía e Irán que habría sido inconcebible en épocas soviéticas.
Asimismo, el relato sobre el pasado de la URSS en los estados ex soviéticos ha sido desentonado. El vislumbre historiográfico anárquico ha sido más apreciable en territorios como Ucrania y las regiones bálticas, con escrúpulos nacionalistas con relación a Rusia y un tempestuoso ayer soviético. Tanto en el Cáucaso como en Asia Central, el nacionalismo ha procurado ensombrecer el talón ruso.
No más lejos de los círculos de proyección del Kremlin, los países ex soviéticos han concurrido por sus propios medios, incluso reinventándose como sujetos pasivos, en aras de concebir una relación más moderada con Moscú. Lógicamente, Putin entiende a las mil maravillas este proceso, no sin ello manejar procedimientos de poder geopolíticos y energéticos, a fin de mantener intactos sus focos de influencia.
Actualmente, la antigua URSS es una huella histórica cuya sucesión sigue secundariamente latiendo a golpe de efectos en el contorno historiográfico, como en las explicaciones y alusiones particulares y en algunas frases metamorfoseadas políticamente, pero no existe validez desde la perspectiva ideológica. Amén, que el paraíso socialista ha entregado el testigo a las camarillas afines de las redes clientelares del poderío soviético, en este momento apostadas plácidamente en el capitalismo y la globalización tras el derrumbe soviético.
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