La Navidad es un camino de luces a ese destino infinito que es la memoria, si bien, acompañado de nostalgia, melancolía y, también, alegría. No salta como por ensalmo, no, se viene preparando desde la mente y el corazón y en ese combate perpetuo entre emociones, sentimientos y sensaciones se perpetúa la tradición más universal.
Trasiego que transcurre desde los preludios de la Natividad hasta esa manifestación de la luz que es la Epifanía y donde el valor de la pérdida y su recuerdo se hace singularmente notorio, cobra ese protagonismo que no siempre el brillo estacional de esta época sin igual consigue enmudecer. Es quizás y también este periodo en el que el don necesario de la perspectiva, ese que hace valorar lo que real y principalmente es prioritario, pese a lo mágico o gracias a él, se acentúa en el vivir y el devenir de cualquiera, más allá del lugar que la existencia le asignó.
Y aunque los estertores de tormentas (sobre todo políticas) no dejan de dar ese relumbrón de lo cansino y a sabiendas que habrá un recrudecimiento de ellas, a un lugar de preferencia acceden los mejores deseos de bienestar y, por qué no, de esperanza. La Navidad no está blindada a prueba de insidias o enconamientos para alimentar y seguir alimentando el enfrentamiento, pero le viene precedida una fama merecida de, al menos, tener el poder de postergarlos.
Una Navidad, la tradición sin fronteras, que en su antesala en las postrimerías del Adviento nos recordó, por la acción abominable de un alma iracunda y desprovista de toda racionalidad e inmersa en esa mezcla letal de demencia, religión y política, en la ciudad alemana de Magdeburgo, de las grandes y graves turbulencias que en el mundo habitan en este momento.
Y pese a ello, a “ella”, a ese sentimiento escenificado e íntimo a la vez, además de puro, que suele rezumar optimismo natural más allá de su liturgia y costumbres, siempre se le pedirá que extienda su manto de paz hacia la clarividencia y a que haya pérdidas que no sean irremediables.
Como se le alienta para que impregne su hálito para que la soberbia no consiga vencer a la capacidad de perdonar, aunque en esto parece hay casos de dudosa, aunque no perdida, esperanza. Nunca debe olvidarse que la Navidad oferta empatía y demanda memoria.
Las afrentas no desaparecen simplemente a golpe de viento, pero que esa brisa fría e invernal pero acogedora y que concilia con ese calor humano singular por navideño, intente al menos que toda esa panoplia de celebración acoja y libere espacio, también, para la reflexión. Una reflexión para fortalecer la actitud frente a agravios y que buena parte de los cuales son prescindibles por el simple hecho que no transita con lo que verdaderamente importa a la gente común, que es la inmensa mayoría.
La Navidad procede de un alumbramiento, de un nacimiento que dio forma y carácter al mundo que conocemos y vivimos, la Natividad de Jesús. Su alcance, definido de tantas y tantas formas, es también el misterio a la hora de determinar ese sentimiento y flujo de emociones que su efemérides marca y destella en el calendario.
Ojala siga irradiando para que exista la claridad necesaria que haga ver las posibilidades de hacer determinadas cosas de otra manera y así, desde ese bello, humilde pero grandioso hito de un pequeño en el pesebre de Belén, un mundo, a ser posible por necesario, mejor. Felicem Nativitatem. Feliz Navidad.