Melilla es mucho más que una valla. Eso es evidente. No le costará mucho esfuerzo al eurodiputado Esteban González Pons que lo comprendan sus compañeros del Parlamento Europeo.
Probablemente le resulte más difícil que entiendan y casi imposible que reconozcan que la valla que rodea nuestra ciudad es un monumento a la incompetencia de cada una de las instituciones de la UE con atribuciones en el problema migratorio. Esa reja, al igual que los centenares de vidas de inmigrantes que se ha cobrado el Mar Mediterráneo, es la evidencia de que la mastodóntica maquinaria política europea es incapaz de aportar la más mínima solución a la tragedia de la inmigración ilegal.
Más allá de encendidos discursos sobre derechos humanos e ilegalidades en las ‘devoluciones en caliente’ , ‘rechazos en frontera’ o como quiera denominarse a las expulsiones de los subsaharianos, el drama de la inmigración no preocupa lo suficiente en Bruselas o Estrasburgo. Causa tan poco desasosiego como en nuestro Congreso de los Diputados. Más allá de escenificaciones, demagogia y ácidas críticas, en ambos parlamentos el problema continúa en punto muerto. El sonido de la gresca política no llega desde Madrid al Gurugú y mucho menos desde Bruselas. Y aunque se escuchara con claridad, probablemente no despertaría ningún interés en los centenares de subsaharianos ‘obsesionados’ con saltar la valla de Melilla para poner tierra de por medio con la miseria o la guerra que dejan atrás, en sus países. ¿Qué se puede reprochar a estas personas que buscan una oportunidad en Europa? ¿Qué se nos podría reprochar a nosotros si estuviéramos en su situación y necesitáramos saltar la valla en sentido contrario en busca de esa misma oportunidad?
Probable una tribulación similar estaría golpeando ayer la conciencia del ministro del Interior durante el debate de la Ley de Seguridad Ciudadana. Sin duda, Jorge Fernández Díaz, sentado en un banco azul del hemiciclo correspondiente a un miembro del Gobierno, se estaría debatiendo entre sus responsabilidades políticas y sus convicciones religiosas. “La Guardia Civil y el Gobierno no somos los malos de esta película, todos tenemos sentimientos humanitarios”, dijo en un momento de la sesión parlamentaria. También retó a quienes ‘predican’ desde cómodos púlpitos en el centro y norte de Europa a acoger inmigrantes o a callarse. Si realmente Fernández Díaz estuviera convencido de esas palabras, no tendría sentido contar con varios centenares de diputados como Esteban González Pons. Sin duda, el ministro quiso decir todo lo contrario. O bien Europa abre sus puertas de par en par a los inmigrantes (lo que tendría unas consecuencias catastróficas) o el Parlamento Europeo comienza a hablar con seriedad de una vez por todas sobre inmigración sin dejar de debatir hasta encontrar una alternativa a la inmigración ilegal que sea viable a los ojos de los centenares de subsaharianos del Gurugú.
Sin embargo, para que sea así, delegaciones como las presididas por González Pons tienen que entender antes que la inmigración no es un problema de Melilla. Si a alguien deben avergonzar tragedias como las que se viven periódicamente en la valla fronteriza, si a alguien debe abochornar el dolor de centenares de muertes en el Mediterráneo, si a alguien debe hacer bajar los ojos la miseria que se congrega en las laderas del monte Gurugú... debería ser en primer lugar a nuestros representantes en el Parlamento Europeo.
El recorrido por la valla fronteriza y la visita al CETI va a permitir a esta delegación de eurodiputados ver personalmente el resultado de su incompetencia para tratar el drama de la inmigración con la seriedad y la diligencia que este desastre humanitario merece.
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