Es evidente que, en sustitución de una tiranía o de un régimen autoritario oligarca, todo régimen democrático permite acceder a los derechos; otorga y da una latitud de acción y oportunidades libertades de las cuales estábamos privados. Sin embargo, no ofendamos a los que proclaman ante todo: “¡La democracia es la libertad!”. Por un lado, la frase no contiene directamente la idea; por otra parte el respeto de la regla de la mayoría que determina la voluntad popular, la base de la decisión democrática, priva de libertad de acción a las minorías mediante la imposición de una decisión contraria a sus deseos.
La cuestión de la libertad es más fundamental que la libertad individual de pensamiento y de decisión, y es un requisito previo de la posibilidad de un ejercicio objetivo y no falso ni distorsionado de la democracia.
La libertad es una noción compleja en sí misma, que abarca varios aspectos que no pueden ser reducidos a la libertad de pensamiento y de decisión. Filósofos de todas las épocas le han dedicado muchas obras, de las cuales mostraron una mayor variedad de visiones más que una unidad de concepción. Los deterministas la negaron; la condición humana está sujeta a muchas limitaciones. Los defensores del libre albedrío de la voluntad, al separarla de las contingencias corporales, hicieron de la misma, a la inversa, una característica humana trascendental y distintiva de las de los demás seres vivos inferiores. Más recientemente, las teorías se han matizado y refinado pero aparece bastante clara una brecha entre estas teorías y el sentimiento de libertad, surgido a partir del sentido común individual, que tiende a incluir dependencias no resentidas en la personalidad o identidad de cada uno y a conceder gran importancia a la libertad de acción.
Los conocimientos actuales sobre la genética y el cerebro permiten dar sentido a las cosas. Ciertamente, estamos sujetos a un fuerte determinismo que limita nuestras posibilidades de pensamiento y de acción, pero como es en parte propio de cada uno, al mismo tiempo que se nos condiciona, nos distingue. Funda nuestra identidad, pero nuestro ‘yo’ no es fijo y nuestro comportamiento está determinado solo parcialmente. Nuestra capacidad excepcional de capturar, procesar y generar información nos da, frente a las circunstancias de la vida, las oportunidades de decisión y acción variadas, realzadas y acrecentadas aún más por la adquisición de conocimientos y nuevas formas y medios, tales como máquinas y artefactos diversos, en la creación de la que hemos pasado a ser los maestros. Por lo tanto, es innegable que cada persona, tal como es, vive, piensa y actúa, posee una cierta libertad, ya que se enfrenta constantemente con múltiples posibilidades y opta por elegir lo que más le convenga.
La democracia que se funda apoyada en el poder, sobre la noción de pueblo, se ve obligada a hacer una parada ante cierta concepción del individuo y de reconocerle una cierta capacidad de libre elección, de lo contrario sería indefinible y su puesta en funcionamiento imposible.
Independientemente de cualquier noción de moralidad o de deber que revelan otros criterios de apreciación, consideramos asimismo que un individuo es libre, en una situación determinada de la vida en sociedad, cuando sus posibilidades de actuación –a sabiendas de que puede decidir actuar o no actuar– son superiores a la oposición de las limitaciones en que se somete a las circunstancias (relaciones sociales, necesidades morales y materiales, exigencias legales, etc.), es decir, en tanto en cuanto, su poder se imponga, por su efecto, a aquello que se opone a él eventualmente. En consecuencia, el reconocimiento por parte de la ley de “libertades políticas y sociales”: la libertad de conciencia, de pensamiento, de opinión, de expresión, de comunicación de ideas, de circulación de personas, de reunión, el derecho de huelga, etc., no podría ser considerado como una concesión verdadera de libertad, si las condiciones no se cumplen para que las personas tengan el poder para llevarlas a cabo. La visión dinámica de la libertad implica que la sociedad otorga prioritariamente a los débiles, desfavorecidos, dominados o sometidos a abusos, los poderes que les faltan para superar su condición. Se trata de una cuestión del ‘espíritu de las leyes’ y su aplicación por parte de la fuerza pública, de tener prioritariamente una vertiente protectora o favorecedora y que la naturaleza represiva no sea el inspirador primario.
La libertad es como la democracia, una cuestión de posesión de poderes; y la democracia, cuando se concibe, no como un régimen de normas igualitario sino como poder popular máximo, es entonces el régimen de libertad máxima posible excluyendo que esta libertad sea aquella del ‘zorro en el gallinero’.