Pues sí, ya han bautizado al gordo Javier, una hermosura propia de sus raíces.
El hijo de Laura Céspedes es una preciosidad como lo era y es su madre y sus abuelos, Maruja y Manolo. Es complicado atestiguar la vocación de madre de una persona a la que uno ha conocido desde muy pequeña, desde que sólo –que no es poco– era hija en vez de madre. Correteaba que daba susto, a todos complicaba la vida pero Laura dejaba entrever –como su hermano, Alejandro– un corazón blanquísimo y una humanidad –la que tiene– de primera división.
Ya desde muy pequeña apuntaba a los niños. Mientras sus amigas andaban montando zarandajas en la calle, Laura se iba a cuidar a los bebés de la Gota de Leche. En esos tiempos comenzó a sentirse madre potencial. Su vocación solidaria –innata y, acaso, cuestión de herencia genética– marcó su formación profesional: ATS. Quizá es que no sabe vivir sin hacer el bien a los demás.
Laura tuvo la suerte de vivir en el Palacio de la Moncloa, a muy pocos metros de la residencia oficial de don Felipe González –Bono ha dicho que ha sido el mejor presidente de la Democracia– y creció junto a sus hijos. Su padre, Manuel, fue el director general del complejo Moncloa. De allá aterrizó en su Melilla; había que ver la de trastadas que fue capaz de montar en la Delegación del Gobierno.
Sí, cuesta trabajo contemplarla en su papel de madre ejemplar, absolutamente entregada a su hijo Javier. Claro, tiene ayuda porque Javi tiene dos abuelas: Maruja Hernando y María del Carmen Sánchez, la ‘abuela bis’, la mujer de Ricardo Fernández que, si es necesario, mata para llevar el cochecito de Javi.
Son, éstos, tiempos difíciles. Se habla del aborto libre y de la píldora del día después. Se habla mucho menos de la certera y serena decisión de ser madre, esa decisión que tomó Laura hace unos meses. El gran milagro –propio, por otra parte, de los sistemas biológicos– fue el nacimiento de Javi; y el otro gran milagro, que nada tiene que ver con la biología, es el cariño que esperaba a Javi en casa de Laura y en casa de su familia.
En esas circunstancias, las buenas personas demuestran su grandeza como ser humano y el recién llegado aspira amor desde que llega al hogar. No a la casa, sino hogar el lar de los pálpitos de amor. Caramba con ese torbellino convertido en madre admirable.