Nunca se sabe, pero las situaciones de incertidumbre ofrecen oportunidades. Llegados, como lo hemos hecho, a esta era de supervivencia en la que lo superfluo no es que sobre, sino que es inalcanzable para la generalidad, tenemos la ocasión de valorar las pequeñas cosas que hacen en realidad la vida más llevadera más allá del ruido y la chispa coyuntural. Se nos fue creando una sociedad en la que impera la cultura de lo inmediato; del logro rápido, horizonte amplio y la bolsa llena. Una forma de vivir inducida por el éxito y el tener mucho de lo que fue mermando y no sabemos por cuanto tiempo.
Es, quizás, el escenario propicio para los que no lo han experimentado y también para los que quieren seguir haciéndolo y comenzar a valorar esas menudencias que la rutina nos proporciona por muy poco, pero que valen mucho. Tras la imperiosa necesidad (o a la par) de mantener lo básico, existen circunstancias al alcance que empujan las velas en el navegar de nuestra vida: un libro, un paseo, una conversación, un rato de silencio en el mar, origen de todo y que todo rastro ahoga…, el mirar hacia la modesta felicidad que existe a nuestro alrededor pero que tantas veces queda oscurecida por las grandes aspiraciones y que ahora se vuelven prácticamente inalcanzables.
El mundo arde y no en rincones muy lejanos; nuestra sociedad, debido a una cruda praxis política de explosión y también de implosión, combate entre la compleja y lógica gestión de la diversidad y la negación del otro, del diferente, a veces, sin espacios intermedios.
Hubo un tiempo en el que los líderes políticos se preocupaban y procuraban (o al menos lo intentaban) la compañía de la mejor escuadra para atender a los problemas reales de la gente. Hoy en día hay quienes tienen como máxima (y casi única) la gestión de lo peor de sí mismos. Hoy, el razonable dialogo encendido para complementar e, incluso, legítimamente vencer, es sustituido por la actitud mesiánica, frentista permanente, la imposición de la opinión grandilocuente y, tantas veces, excluyente. Opinión, como dogma, que suele venir adobada de la locución de amplios proyectos de horizonte difuso, con frecuencia muy improbables, en detrimento de la atención a lo que estructura el bienestar de ciudadanía, lo esencial, especialmente de la que menos tiene. La tendencia, por cansina, es lanzar algún destello fugaz y que, una vez hecho su recorrido, deja pocas consecuencias para el necesario impulso de lo imprescindible.
No es un pensamiento de bondad, conformista ni de cultura monacal, sino algo práctico que, ejercitándolo, independientemente de como nos vaya la vida, ayuda y reconforta. En las pequeñas cosas la sensación de libertad es real y fortalece esa cada vez más necesario escudo ante el pensamiento único y la uniformidad de quienes viven de la renta de ambos sometiendo o intentando someter.
Lo vulgar no es lo mismo que lo corriente, igual que lo sencillo no es antónimo de diferente. En esas pequeñas circunstancias, elementos con poco precio y mucho valor, puede que nos encontremos mejor a nosotros mismos y, sin duda, indolentes a la imposición. Es una actitud de amable y discreta rebeldía frente a esa tendenciosa manera de entender la cacareada convivencia, eso sí, bajo el yugo de “conmigo o contra mí” y que no merece más que indiferencia.