Yogures líquidos camuflados como si de una sustancia también blanca pero prohibida se tratara. Pasaportes que no se sabe cuánto más van a dar de sí porque se usan cada mañana para ir a hacer la compra y el espacio en blanco pronto empezará a escasear. O madres a la caza y captura de sus vástagos, entrando y saliendo de un país a otro, como quien baja un momento de casa a la tienda en pantunflas y bata porque se le ha olvidado algo.
Sabemos que la frontera que tenemos ahora ya no es la de antes. Atrás quedó eso de pasar en un momento solo con nuestro DNI para cenar 'pescaíto' un viernes por la noche o para comprar unos fresquísimos y baratísimos boquerones en Barrio Chino un sábado por la mañana o para pasar el domingo con los amigos en la Bocana. No sin antes, a la vuelta, cumplir con la casi obligada liturgia de comprar en la carretera una gran sandía.
La situación derivada de lo que se ha dado en llamar la nueva frontera, nos ha traído a los melillenses de a pie más de un quebradero de cabeza. Y situaciones totalmente rocambolescas. Surrealistas. Que rozan lo kafkiano.
Al hecho de tener que contar con un pasaporte para poder pasar a Marruecos -bueno, no a Marruecos, sino simplemente al otro lado de la frontera, como veníamos haciendo toda la vida – hay que añadir ahora otro inconveniente en el que muchos no habrán reparado: la capacidad del pasaporte.
Laila (nombre ficticio) explica que su madre pasa prácticamente todas las mañanas al país vecino para comprar fruta y verdura. “Ella no trabaja y tiene esa costumbre. Dice que ahí está todo mucho más barato y mucho más fresco. Que por mucho menos compra allí mucho más y mejor”, comenta.
Va y viene andando. Normalmente no tarda demasiado, porque si ve que hay cola para entrar lo deja para otro momento. Pero los días van pasando y el espacio libre en el pasaporte va menguando. Y hablamos de poco más de un mes con la frontera abierta… Pero hablamos también de un documento que, suponemos, no está pensando para semejante trajín: sello de entrada. Sello de salida. Sello de entrada. Sello de salida. Fecha por aquí. Fecha por allá…
Así, un día tras otro. Una semana tras otra... Un mes tras otro… “Mi madre empieza a preocuparse. Dice que le van poniendo los sellos en páginas diferentes. Pero que no sabe qué pasará si un día, cuando vaya a volver para acá, no se ve bien dónde le han puesto el sello de salida”, señala Laila. Y muestra su preocupación por si pronto tienen que volver a pagar 30 euros para hacerse un pasaporte nuevo, por falta de capacidad del actual, algo que dice “no es culpa nuestra”.
Dina, adolescente melillense y menor de edad, también vivió una situación cuando menos rocambolesca en la frontera. Un viernes de este mes de junio, cuando los escolares ya salían del colegio con el horario reducido, a la una del mediodía, su madre pasó la frontera junto con sus hermanos pequeños nada más terminar las clases.
Iban a pasar el fin de semana con la abuela. A ellos se uniría algo más tarde Dina que, como estudia en un instituto de la ciudad, no terminaba hasta las dos y media. Y pasaría hasta allí, como venían haciendo habitualmente antes de la pandemia, junto a su hermano, que sí que es mayor de edad.
Pero sus planes se truncaron al llegar a la frontera. No hubo manera. “Antes, veían a mi hermano mayor y no nos preguntaban nada. Con el DNI bastaba. Pero ahora, como nos piden el pasaporte, dijeron que tenía que venir mi madre (el padre está fuera) para que yo pudiera pasar”.
Y la madre ya estaba al otro lado. Ahí comenzaron los problemas, el tiempo que pasaba y los nervios. Finalmente no quedó otra más que llamarla por teléfono y esperar a que la señora en cuestión hiciera la cola de salida, con el consiguiente sello, para ir hasta donde se encontraba su hija también en la frontera y, sellos mediante, entrar ya las dos juntas.
Situaciones de este estilo no solo se producen para entrar sino también para salir. En este caso no vamos a hablar de las sardinas con el preceptivo certificado sanitario o de si la sandía pesa mucho o pesa poco, sino de los yogures.
No olvidemos que está rigurosamente prohibido traer de Marruecos a nuestra ciudad leche o productos lácteos. Pero una profesora de instituto se encontró hace unos días con un inesperado regalo.
“Llegué a clase y un alumno me dio un yogur de los de ‘Raibi’ y un paquete de galletas ‘Tonik’. Me los plantó así, encima de la mesa, como si fuesen un tesoro. Y me dijo muy orgulloso que la tarde anterior había ido a Marruecos con su madre y que me traían eso, que aquí ahora era prácticamente imposible encontrarlos y que eran buenísimos. Se reía y me aseguraba que eso era ahora un producto de contrabando. No quise ni preguntar cómo o dónde lo había pasado. Es que yo no sabía muy bien si darle las gracias o si reprenderle por haberse saltado la norma”, comenta esta docente.
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