Últimamente se está poniendo de moda entre los inmigrantes irregulares utilizar motos de agua para entrar en Melilla.
El 7 de mayo, la Guardia Civil detuvo a un hombre de nacionalidad española y residente en la ciudad autónoma como presunto autor de un delito de tráfico de personas después de ser sorprendido introduciendo en Melilla desde Marruecos a una persona en moto de agua. También interceptó al inmigrante, aun cuando éste se había tirado al agua.
El jueves sucedió algo parecido. En este caso, eran tres motos de agua cuyos ocupantes consiguieron llegar a tierra y dejaron los vehículos en la orilla de la playa. Además, no eran subsaharianos, sino que se trataba de tres marroquíes.
Horcas Coloradas suele ser el lugar por el que intentan entrar estos inmigrantes, probablemente por tratarse de la playa más retirada del centro y, teóricamente, con menor vigilancia. Si es necesario, al avistar a la Guardia Civil, los ocupantes de las motos se lanzan al mar y, si tienen suerte, no serán interceptados.
Parece plausible pensar que cuenten con la ayuda de alguna otra persona, como sucedió el 7 de mayo, pero este método tiene, además, la ventaja para los inmigrantes de que no necesitan pagar los alrededor de 6.000 euros que las mafias les cobran de media. Eso sí: deben hacerse con la moto de agua, que no se sabe de dónde obtienen, ni si tienen que pagarla, ni quién la recoge una vez aparcada en territorio español, si es que la recoge alguien.
Otro punto a favor para ellos es que una moto de agua pasa mucho más desapercibida, aunque sólo sea por su tamaño y número de ocupantes –que pueden ser uno o dos-, que una embarcación donde viajen decenas de personas.
Lo que está claro es que el hambre agudiza el ingenio y no parece descabellado pensar que, mientras la situación en sus países de origen –Marruecos incluido, por lo visto- no mejore, seguirán inventándose maneras de acceder al primer mundo.
Por ello, además de, por supuesto, vigilancia, conviene recordar que la cooperación con los países de origen es fundamental, no ya sólo para que éstos controlen la inmigración, sino, sobre todo y fundamentalmente, para ayudarles a que no sus habitantes no necesiten marcharse de casa.
Esa es la clave y compete a los gobiernos hacer todo lo posible para acabar con una tragedia que provoca que los océanos y los mares –y, muy especialmente, el Mediterráneo, donde la diferencia entre el nivel de vida entre el sur y el norte es abismal- se estén convirtiendo en los cementerios más grandes del planeta.
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