Hubo un tiempo, largo y fértil tiempo, en el que las emociones, sensaciones, uniones o rupturas viajaban por medio de la escritura a mano o el uso en vivo de la palabra hablada. Se transmitían invectivas, amenazas o propuestas y respuestas de acuerdo en una carta o nota escrita al servicio de una comunicación cuidada, seguro más lenta, también más segura y fiel. Teniendo en cuenta que el analfabetismo dio muchos coletazos y rondaba en algunos lugares como perico por su casa, el valor de una cuartilla o un folio rubricados por la cadencia del pulso de una mano, sin duda, era muy respetado, así como el púlpito de oradores era de deferencia y referencia.
Cuando la presencia era posible, dadas las dificultades del momento y la carencia de medios en la distancia y que suplía el correo tradicional, hoy en horas bajas, el intercambio hablado o de una misiva entregada, acercaba espacios o ampliaba brechas, pero el encuentro, al ser más puro o genuino, probablemente daba mayor certeza al resultado. No se puede ni se debe estar contra la veloz modernidad auspiciada por las tecnologías en su fulgurante cambio y avance, pero si frente a su mal uso y el deterioro de una comunicación que ha perdido entidad y carácter en favor del impulso y la ocurrencia.
Una modernidad que, si bien facilita la conectividad y ataca a la soledad (la no buscada) en tantos casos, ha abandonado demasiados espacios de racionalidad. Si bien la ciencia de la comunicación, con sus soportes, facilitan la expresión haciéndola universal, pero sobre todo rápida, en demasía tantas veces, en su esencia y liturgia no podrá igualarse el tecleado digital al vaivén de la tinta o el carboncillo a izquierda o derecha del pulgar, índice y corazón.
Incluso, los diez dedos ante una mecanográfica (hoy ya en desuso) siempre incitaron a un mayor razonamiento y un mayor detenimiento en la ortografía, la comprensión o el estilo, imprescindibles a su vez para una sana dicción. Una dicción muy deteriorada en estos tiempos por el mal uso de los recursos retóricos, la ironía o el abuso del insulto y lo insustancial en favor del “espectáculo”, singularmente en el espacio político. Son malos tiempos para la oratoria, con excepciones, claro está.
Con acentuada frecuencia, hasta redactar un telegrama de pésame, no digamos un texto u ofrecer un discurso, suponen todo un hándicap (cuando no un reto inalcanzable) para tantas personas dedicadas a la “res publica” y con responsabilidad en ella. Al ir tan deprisa en un mundo tan veloz, se arrasan las formas perjudicando al contenido, en el caso que este sea de valor y no una mera catapulta de improperios.
El uso erróneo de una simple coma, por eso de la perentoriedad rampante, puede dejar de ser una continuidad para pasar a ser un abismo. Así como, por ejemplo, la fe ciega en los correctores digitales lleva en tantas ocasiones a situaciones de inteligibilidad hilarante.
Opinamos más y pensamos menos, quizás peor, por el dominio de lo inmediato, pero sin ánimo de caer en una melancolía insulsa, no perder, sin orillar ni mucho menos los avances y facilidades que la tecnología ofrece, el hábito de escribir a mano ayuda a la memoria, optimiza otras funciones del cerebro o favorece la dicción. No es cuestión de decir que otro tiempo fue mejor, pero sí que de otro tiempo hay recursos que siguen siendo muy vivos, muy válidos.
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