Opinión

La Epifanía del Señor, el privilegio de buscar a Dios (y II)

Llegados al gran día, la ‘Epifanía del Señor’ nos emplaza ante el Misterio de la Encarnación del Verbo manifestado en la condición humana: Jesús, el Hijo de Dios, procreado en el seno del Padre antes de los siglos, surge como Luz del mundo que desvanece las oscuridades del pecado y abre la penumbra de la noche al día gozoso de la salvación. Esta la gran noticia del Tiempo de Adviento anunciada por los profetas y alegóricamente conjeturada en la restauración de Israel, el Pueblo elegido; como en la liberación y reconstrucción de la ciudad santa de Jerusalén, aprisionada por sus infidelidades y ahora considerada ciudad libre.

Con estos mimbres, sin pretender realizar una reconstrucción histórica de la estela del texto anterior al que este pasaje sigue su rastro, podría contemplarse el acontecimiento de los Santos Magos, como lo hicieron los Padres de la Iglesia: símbolo de la llamada a la salvación de los pueblos paganos.

Sin lugar a dudas, los emisarios de Oriente puestos en camino al encuentro del Niño en Belén, fueron la explicita declaración de intenciones que la Palabra de Dios debía ser predicada a todos los pueblos y culturas, sin excepción; donde Jesús es reconocido por los gentiles en previsión de la trascendencia que alcanzó su ‘Pasión, Muerte y Resurrección’. Y como tales, la vivacidad de la ‘Epifanía’, es la expresión de Jesús como el Mesías aguardado y el Salvador Universal prometido, porque ante la narración de la ‘Adoración de los Magos’ se corrobora que en Jesús, Dios se declara y se hace visible.

En esas primeras jornadas en que diera a luz al universo El que es la misma Luz de la Tierra, en la ‘Casa del Pan’, la Sagrada Familia de Nazaret recibe la visita de quiénes admitieron las primicias de la religión católica. Este el suceso extraordinario que conmemoramos.

El tono cristiano de estos sabios venidos de Oriente, tiene su génesis en las fuentes documentales extraídas de los Evangelios canónicos y que revisten un encanto especial que nos cautiva, hasta calar profundamente a nivel popular.

De la pluma y labios de San Lucas 2, 1-12 se cita a unos Magos que comparecen desde tierras lejanas, posiblemente eran personas cultas y consagradas al estudio de las estrellas; además, de ser sensibles a los caracteres propios de la naturaleza. Incuestionablemente, el pragmatismo y las inquietudes que les impulsaron a ponerse en camino de lo inexplorado, no podía llevarles a otro escenario que no fuese ante el ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’.

De inicio, el relato bíblico nos ofrece una clave significativa: “al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría”. Luego, cabría preguntarse: ¿de dónde proviene esa satisfacción que mutuamente es compartida? Tal vez, por averiguar lo que buscaban tras un largo trayecto de enormes sacrificios.

Sin embargo, el regocijo emerge en algo acentuado y, si cabe, trascendental: “entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y postrándose, le adoraron”. La conducta de postración desenmascara la interpretación de su indagación.

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua interpreta la palabra ‘postrarse’ como ‘rendir, humillar…’. Porque los que allí llegaron, veneraron como santos y reprodujeron a las tres razas y continentes conocidos hasta aquel momento: Europa, África y Asia. Y para los cristianos, es la revelación irrevocable de Dios al ser humano; la Encarnación del mismo Dios y ahora hecho uno de nosotros en la Persona de su Hijo.

Precisamente, a Enmanuel descubrieron y admiraron los Magos venidos de Oriente. En ellos íntegramente se evidencia a la humanidad, a la que Dios hecho hombre se desviste al calor del coro de los ángeles y la mirada introspectiva de los pastores.

Mientras, María que ha creído sin haber visto, implora, invoca y suplica, llevando consigo un alma permeable a la intimidad con Dios. Su maternidad espiritual la cultiva mostrando a Cristo a unos hombres que apacentaban al raso de la noche sus rebaños, y que con premura se aproximaron a reverenciarlo. Posteriormente, esta concepción la ejerce con la recalada de los Santos Magos, deslumbrados por la estrella que les ha escoltado desde puntos remotos para honrar al Rey de Israel.

Estos Magos, no eran judíos, pero poseían unas mínimas enseñanzas de las profecías referentes al Mesías. También, es de entrever que eran sacerdotes del dogma de Persia reformado por Zaratustra, el profeta que fundó el mazdeísmo y seguidores de los Libros Sagrados del Avesta, devotos de un dios cuasi-monoteísta Ahura-Mazdah y del fuego que los personalizaba; así como estudiosos de los astros a partir de las teorías de la antigua civilización mesopotámica.

Quizás, según las predicciones y la procedencia geográfica de los presentes obsequiados al Niño Dios, se trasladaron de otros territorios distantes como el Sur de Arabia, Yemen, Etiopía o las comarcas adyacentes del Reino de Saba. Si bien, podían haberlo obtenido por su esparcimiento comercial en el Antiguo Oriente.

Del mismo modo, se baraja la certeza que aglutinasen condición regia, como sostiene la tradición en consonancia a las profecías mesiánicas. Entre ellas, la confirmada en los Libros Poéticos y Sapienciales, como la que se desgrana en el Salmo 71, porque en estos trechos el espectro persa atravesaba la descomposición en dominios de diferente configuración, a raíz de la disgregación del Antiguo Imperio por la conquista de Alejandro III de Macedonia (356-323 a. C.), más conocido como Alejandro Magno, y algunos de ellos estaban encabezados por ‘magos’ o ‘reyes-sacerdotes’.

Aquellos varones incógnitos, fueran quienes fuesen o procedieran de donde procediesen, se abocaron a dejarse llevar por la estrella que los disciplinaba a un fin crucial: encontrar al único Salvador, rendirle culto y pregonarlo a todos los vientos. He aquí, la misiva de la ‘Epifanía del Señor’: un mensaje claro, conciso y consolador, que nos reporta a la ‘Buena Nueva’ de la salvación que Dios trae a todos los hombres. Cristo viene a rescatarnos y con ello hemos de congratularnos y transmitirlo a las generaciones contemporáneas.

Las crónicas y testimonios inmemoriales que se contornean alrededor de la figura de estos Magos, sin que realmente tenga mayor o menor trascendencia en su raigambre histórico, sugieren en su praxis a ese sentido penetrante de la ‘Epifanía’ y más tarde, ‘Teofanía’, como prueba irrefutable de Dios a los pueblos en el número tres, respaldado en los dones expuestos al Niño Jesús, oro, incienso y mirra, porque en las Sagradas Escrituras no se indica que los Magos fuesen tres.

Bien es cierto, que con asiduidad, se ha observado el tres en similitud a las grandes razas humanas del Viejo Mundo ya citadas y a las edades del hombre adulto: joven, mediana y anciana. Y esto, nada más y nada menos, porque Jesucristo está empeñado en abrazar a todos los hombres adentrándose en su dignidad.

Con más o menos juicio exegético, la Iglesia ha discernido que los tres regalos aportados in situ de sus manos en el pesebre, encarnan las propiedades específicas de Jesucristo: el oro como ‘Rey’; el incienso como ‘Dios’ y la mirra como ‘Hombre Verdadero’, con el matiz, que esta última, se convierte en un componente de signo funerario, porque era el oráculo de su ‘Pasión, Muerte y Resurrección’ redentora.

Sin pretender realizar una reconstrucción histórica de la estela del texto anterior al que este pasaje sigue su rastro, podría contemplarse el acontecimiento de los Santos Magos, como lo hicieron los Padres de la Iglesia: símbolo de la llamada a la salvación de los pueblos paganos

 

Al ceñirme sucintamente en la figura de los Santos Magos , la palabra ‘mago’ deriva del persa ‘ma-gu-u-sha’ que significa ‘sacerdote’. Más adelante, llegó al griego como ‘μάγος’, ‘magos’, en plural ‘μάγος’, ‘magoi’, puntualizando una casta de sacerdotes persas o babilonios que investigaban los astros en su ansia por escudriñar a Dios.

Subsiguientemente, del griego pasó al latín como ‘magus’, en plural ‘magi’ o ‘mágui’ de donde finalmente llegaría al español como ‘mago’. En cambio, en cuanto al origen y etimología, difieren de lo anteriormente desmenuzado.

Conjuntamente, numerosas fuentes bibliográficas, sin soslayarse los silencios de otras, indican que los Magos provienen originariamente de una tribu de la Media, que en la creencia persa se envolvían de actividades eclesiásticas, aunque asimilaron elementos babilónicos como la magia o demonología.

De ahí, la aplicación del sobrenombre ‘Magos’ a los que ostentaban o practicaban algún poder secreto, ejecutando tareas en la cortes; además, eran preguntados persistentemente por cuestiones derivadas de la adivinación, oniromancia, astrología o el futuro.

Como es sabido, los sacerdotes persas gestionaban el entendimiento de los cuerpos celestes del universo, incluidos los cometas y meteoroides, o las estrellas y la materia interestelar de su tiempo. Algo así, como depositarios de un saber ininteligible e incógnito. Es únicamente en un período consecutivo a la ocupación de Babilonia, cuando en la casuística peyorativa, la terminología ‘mago’ se vincula a la nigromancia y construcción o lectura de una carta astral.

En atención a las costumbres de la Iglesia del siglo I, o séase, las primeras comunidades cristianas, estos Magos conciernen a individuos influyentes e ilustrados, que eran reyes afines a estados situados al Oriente de la cuenca mediterránea, que por su sapiencia y espiritualidad se instruían al más puro conocimiento del hombre y la naturaleza, esforzándose fundamentalmente por conservar una relación permanente con Dios. Para estos eruditos la gran estrella que habría de orientarlos a Belén, era la rúbrica indiscutible del ‘Nacimiento del Rey’ de los judíos; la reciedumbre de las ansias más insondables del ser humano. O, acaso, el cuño, impronta o sello que Dios ha dejado en nosotros; como la añoranza de lo excelso, infinito y pleno.

Pero, para los representantes reales de esferas irresolutas, quien había nacido en Belén, el punto de inflexión para conmutar el destino de los hijos de Dios, no era un rey cualquiera.

Ya, en el Antiguo Oriente que comprendía las zonas de Asia Occidental y Noreste de África, los soberanos remisos a la civilización clásica grecorromana pronosticaron la venida de un rey glorificado, y por ello hicieron profesión de fe ante Herodes I el Grande (73-4 a. C.) y su cohorte: “venimos a adorarlo”. Originariamente, estaríamos refiriéndonos a una estirpe que desentrañaba audazmente los sueños, favorecidos por exponentes esotéricos a través del ámbito mediterráneo.

Para el Apóstol San Mateo, el acogimiento de los Magos incorpora la conexión del Mesías con el grupo de gentiles, constituyendo el prólogo de otros sucesos proféticamente elocuentes de la niñez de Jesús. El relato armoniza las expectativas mesiánicas reales de los judíos y el carácter de Herodes. Simultáneamente, existe alguna coincidencia cósmica de la estrella en la conjunción de Júpiter y Saturno en el año 7 a. C., y en las sugerencias de una estrella fugaz en registros chinos.

Por otro lado, los nombres de los Magos son tan indefinidos como su número. Desde el siglo VII (601-700 d. C.) y entre los latinos, concurren ligeras variantes en las denominaciones; el martirologio nombra a ‘San Gaspar’, el primero de enero; ‘San Melchor’, el día seis y ‘San Baltasar’, el once. Los sirios designan a ‘Larvandad’, ‘Hormisdas’, ‘Gushnasaph’; los armenios a ‘Kagba’, ‘Badadilma’, etc.; los griegos a ‘Appellicon’, ‘Amerín’ y ‘Damascón’ y los hebreos a ‘Magalath’, ‘Serakin’ y ‘Galgalath’.

Otro dato no menos trascendente, los Magos hubieron de atravesar el desierto de Siria, entre el río Éufrates y este país, alcanzando Haleb, lo que hoy es Alepo, o Tudmor, la actual Palmira, transitando la dirección hasta Damasco y el Sur, en lo que ahora es el itinerario a la Meca, prosiguiendo por el Mar de Galilea y el río Jordán por el Oeste, hasta superar el vado limítrofe a Jericó.

Desde Persia, de donde hipotéticamente arribaron los Magos, hasta Jerusalén, al Este de Mesopotamia, que hoy corresponde a la República Islámica de Irán y franjas aledañas, hay un trazado de entre 1.000 y 1.200 millas. En un periplo equivalente emplearían entre tres y doce meses montados en camellos. Sin inmiscuir, los preparativos del desplazamiento en los que se dedicarían varias semanas.

Los emisarios de Oriente pudieron alcanzar los montes de Judea próximos a Belén, un año o algo más a la aparición de la estrella. San Agustín de Hipona (354-430 d. C.) estima que la fecha de la ‘Epifanía del Señor’, demuestra a todas luces que los Magos llegaron trece días después de la Natividad: el 25 de diciembre.

Es preciso incidir que en el siglo IV (301-400 d. C.), las Iglesias de Oriente solemnizaban el 6 de enero como la festividad del ‘Nacimiento de Cristo’, la ‘Adoración de los Magos’ y el ‘Bautismo del Señor’; mientras, en Occidente, el ‘Nacimiento de Cristo’ se encomiaba el 25 de diciembre.

Poco a poco, la Natividad se afianzó en la Iglesia de Antioquía en épocas de San Juan Crisóstomo (347-407 d. C.), y aún, a posteriori, en las Iglesias de Jerusalén y Alejandría.

Que los Magos ponderaron en confiar que la estrella les encauzaba sin fisuras, es incontrastable por las frases declaradas en San Mateo 2, 2: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle”. La filosofía de los Magos les arrastró en su éxodo particular hasta que definitivamente encontraron al Niño Dios.

Su astrología demandaba una contrapartida celestial como añadidura del hombre terreno, condicionado a la visión inesperada de una estrella que les sugirió un advenimiento sin precedentes. Ellos acudieron a venerarlo y ser partícipes de su divinidad como Rey.

En la misma línea, Suetonio, Horacio, Virgilio y Tácito, defendieron que en los lapsos del Nacimiento de Cristo, en el Imperio Romano corría una expectación inusitada por la irrupción apremiante de un libertador.

En esta tesitura, se admite que los Magos estaban prevenidos por tales influencias hebraicas y gentiles, con la premisa de aguardar al Mesías que pronto acontecería. No obstante, hubo de trascender algún indicio excepcional por el que intuyeron que la estrella implicaba la llegada de un rey, que ese rey despuntado era el verdadero Dios y que debían seguir el destello hasta el recinto exacto del Nacimiento del Dios-Rey.

En un abrir y cerrar de ojos, la entrada de los Magos en Jerusalén ocasionó gran revuelo y agitación; todos, incluyendo al gobernador de Judea, Galilea, Samaria e Idumea, Herodes, atendieron con asombro su consulta. Contra corriente, por fin desembocaron en un pobre pesebre ante José y María que amorosamente cuidaban al Niño.

En aquellos tiempos, ofrecer regalos obedecía a un hábito oriental. La finalidad del oro es manifiesto: la criatura y sus padres estaban faltos. En verdad, se desconoce los propósitos de los restantes obsequios. De suponer, que los Magos no quisieron enarbolar un significado emblemático.

Desde entonces, los Padres de la Iglesia se han atinado con múltiples acepciones alusivas a las ofrendas, pero, hoy por hoy, no hay una inclinación contundente que los presentes sean inspirados: en la donación del oro, se ciñe la dignidad de Su realeza; el incienso, por la esencia etérea se transforma en la divinidad de Jesús; y la mirra, el refrendo de la humanidad de Cristo. En definitiva, los Magos no desatendieron los sueños sugeridos por la providencia de no reencontrarse con Herodes y regresar a su morada por otra travesía. Ese recorrido se enfocaría bien, por el Jordán; evitando Jerusalén y Jericó; o haciendo un desvío al Sur por Berseba, ahora el itinerario de la Meca en la región de Moab y allende al Mar Muerto.

En consecuencia, aun siendo protagonistas los Magos con su sorpresiva visita en Belén, no podemos olvidarnos de María, reflexionando interiormente sobre lo acontecido a la luz de los designios de Dios; apreciando que su maternidad no se circunscribe tan sólo a los hijos e hijas de Israel, sino que se abre de par en par a todos los hombres y mujeres con su ‘Sí’, para que se arrimen al don de la Salvación que el Hijo de Dios trae ecuménicamente al mundo.

Y es que, para la Iglesia el ‘Bautismo de Cristo’ tiene gran envergadura, como refiere San Gregorio Nacianceno (329-390 d. C.), incluso como contraposición a una fiesta pagana del ‘sol invictus’.

Por ende, tanto en Oriente como en Occidente, la ‘Epifanía del Señor’ reúne el rasgo de una solemnidad que oficia la muestra inexorable de Dios a los hombres por medio de Su Hijo. Cristo, se da a conocer en tres intervalos alternativos de la relación filial entre Dios y el hombre: a los paganos, judíos y apóstoles.

Dios Padre, habla a los paganos por la fluorescencia del sol, la armonía de los astros o el brillo de las estrellas en el firmamento como portadores de una señal divina, y los Magos son la punta de lanza de esta inmensa multitud: el Niño que ha nacido es el ‘Enmanuel’, ‘Dios con nosotros’, el ‘Mesías’, el ‘Cristo’, el ‘Ungido’ y el ‘Salvador’, como anticipación de la Pascua.

¡Qué gran sabiduría nos entrega Jesús, Dios hecho hombre!

¡Qué fuerza expande la ‘Epifanía del Señor’ en su misterio multiforme!

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