Seis días, menos de una semana es lo que falta para poner fin a una campaña electoral que en esta ocasión empieza a hacerse demasiado larga. El próximo lunes, tras un rápido análisis de los resultados, el vencedor deberá ponerse inmediatamente a trabajar para formar su equipo de Gobierno y fijar el rumbo que aleje al país de la deriba que ha llevado a países como Grecia e Italia al borde del precipicio. La situación es tan grave que esta vez no es posible contar con los 100 días de gracia que tradicionalmente se otorgan al nuevo Ejecutivo. En esta ocasión cada una de las medidas que se adopte contará con su inmediata reacción. No parece posible pedir paciencia a los mercados financieros, a los tecnócratas de la Unión Europea, a los cinco millones de parados, a los miles de pequeños y medianos empresarios con el agua al cuello, ni a los ayuntamientos y autonomías al borde de la quiebra. La situación es tan grave que los seis días que faltan hasta el próximo domingo son un lujo a la vista de lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Hace una semana, el domingo 6 de noviembre, Silvio Berlusconi manifestaba que la supervisión del FMI sobre la economía de su país se podía “retirar en cuando queramos”. Al día siguiente, el presidente italiano aseguraba que no dimitiría a pesar del continuo abandono de diputados de su partido. Venticuatro horas después, Berlusconi prometió dimitir cuando se aprobaran las reformas acordadas con la UE, aunque no descartaba que se le volviera a encargar formar gobierno. El miércoles, el presidente de la república, Giorgio Napolitano, despejó cualquier duda sobre la marcha de ‘il cavaliere’. Y el jueves Mario Monti ya se perfilaba como sustituto de Berlusconi, que el sábado presentó su dimisión. Todos estos acontecimientos ocurrieron en un país como Italia y en un periodo de tiempo como el que resta hasta el 20-N.