Ni que decir tiene, que los conflictos bélicos aparejan efectos insospechados y repentinos. Y es que, el mandatario ruso tuvo que imponer un golpe de efecto a la baldía unidad de rusos y ucranianos, iniciando una conflagración unilateral en un intervalo en el que Occidente parecía estar ausente en sus cavilaciones internas sobre desatenciones de hegemonías globales, vulnerabilidades amplificadas y menesteres de mejoramientos estratégicos.
Entre tanto, el Kremlin entendió este ensimismamiento como una onda expansiva de enorme fragilidad, porque no evaluó que, ante el ataque ruso, la Unión Europea se empeñaría en reforzarse con una vivacidad e intensidad extraordinarias.
El regreso de los estragos de la guerra en suelo europeo treinta años más tarde del genocidio bosnio, nos evoca a unos Estados Unidos importunados con la República Popular China y el Indo-Pacífico, que Europa es aún un territorio fundamental en la seguridad global. A decir verdad, la misma UE que bregó contra viento y marea sobre cómo debería constituirse su futura estrategia de seguridad y defensa común, ha cerrado filas políticas y hay fronteras abiertas para la recalada de refugiados ucranianos.
De forma, que la Unión geopolítica, diríamos peyorativamente, se ha puesto las pilas ante lo sucedido y lo ha hecho con sus propios instrumentos. Las sanciones como herramienta política de las conexiones con Moscú, que desde la anexión de Crimea se habían erigido en el contador del dificultoso consenso en la política exterior y de seguridad común, han terminado adoptando un calibre inusitado.
Al ahogo económico por medio del cerco financiero y las restricciones comerciales, más el acorralamiento de los oligarcas y los fondos que conservan el régimen desde el exterior, han de sumarse el cierre del espacio aéreo, así como la inclusión de Vladímir Putin (1952-69 años) y su ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov (1950-72 años), como objetivos número uno de las sanciones. Asimismo, se ha añadido la puesta en escena de una célula en Bruselas para conjugar la compra de armamento que demanda el Gobierno ucraniano y la financiación de dichas adquisiciones con presupuesto comunitario.
En esta sacudida incide inevitablemente el vuelco que ha dado el debate político en la República Federal de Alemania, porque en tan sólo unas jornadas, el canciller Olaf Scholz (1958-63 años) ha parado la puesta en marcha del gasoducto Nord Stream 2, como al mismo tiempo, ha aprobado excluir a Rusia del sistema de pagos internacionales Swift y consentir la comercialización de armamento de fabricación alemana a Ucrania, y por último, se ha comprometido a aumentar su presupuesto militar hasta el 2% del PIB.
Sin lugar a dudas, el revisionismo histórico de Putin lleva a la Administración germana a tantear por la vía rápida el legado de política exterior de Angela Merkel (1954-67 años). De la misma manera, el Gobierno de Pedro Sánchez (1972-50 años) ha dado un cambio sustancial, facilitando armas a Ucrania a través del engranaje europeo.
Es más, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, que desde el desenlace del ‘Pacto de Varsovia’ (14/V/1955) y la ‘Caída del Muro de Berlín’ (9/XI/1989), han pretendido reinventarse y acomodarse a esta realidad en la que el alcance del vínculo transatlántico parecía dominado, ahora se invierte y adquiere un sentido existencial.
El embate de Putin contra Ucrania ha llevado a la República de Finlandia y al Reino de Suecia a poner en escena una hipotética adhesión a la Alianza Atlántica. Ello conjeturaría la sepultura irrevocable de la finlandización como significación de neutralidad en plena ‘Guerra Fría’ (1947-1991), que en estos trechos se vuelve a interpelar como maniobra de desintegración.
De este modo, el presidente ruso ha lanzado a Europa a una militarización sin igual, pese que la UE pone su aliento político en la guerra financiera con la confianza de amortiguar los puntos de apoyo del régimen y sortear cualquier tesitura de propagación de una posible confrontación armada. Pero, mientras se redoblan las incursiones en tierras ucranianas, los lazos entre Ucrania y la UE se abrazan hasta el punto, que la Eurocámara está por la labor de otorgarle el estatuto de país a la Unión.
Un detalle realmente simbólico, teniendo en cuenta que sea un procedimiento de largo camino, una vez más, creando el desengaño entre el sentir ucraniano que desde hace años compitió por la aproximación a la comunidad europea. No obstante, la resolución del Parlamento Europeo fortalece y tonifica, a su vez, la imagen del presidente Volodímir Zelenski (1978-44 años).
“Custodiemos con tesón y constancia estos valores, para no perder el norte de lo que a base de sudor y sangre tanto nos costó construir en la península más occidental de Eurasia: Europa”
Si la anexión de Crimea en 2014 simbolizó la escenificación de la consumación de la contribución con Rusia por parte de la UE, las derivaciones de la invasión de Ucrania han actuado como una necesidad de unidad sobre la UE.
Cada una de estas ramificaciones agigantan y revelan la impresión de retraimiento y agravio de un Putin, que cuanto más se prolonguen las operaciones, más puede ver irrumpir el descontento entre la población rusa. Y este es un peligro suplementario, porque sitiado no combatirá únicamente por la gran Rusia, sino igualmente, por su propia estabilidad. Ante esta atmósfera irresoluta, la UE no ha bajado la guardia reactivándose por el avance bélico, pero ahora debería anticipar y procurar comprimir las próximas piruetas del líder ruso.
Con estas connotaciones preliminares, la conmemoración del ‘Día de Europa’ no pasa por sus mejores momentos, pero nadie puede objetar que la UE se basa en valores comunes y principios generales del respeto de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de derecho y el respeto de los derechos humanos, cada uno de ellos consagrados en el Tratado de la Unión Europea.
De ahí, que la estela del espíritu europeo y de la solidaridad que enmarca esta celebración, junto al impulso de los valores democráticos, sean de particular trascendencia para neutralizar las amenazas a la democracia y debería ser un componente crucial en la educación de los ciudadanos de pleno derecho de la UE.
Hoy por hoy, este grupo de estados se hallan reagrupados en torno a principios y valores, que se han circunscrito en los derechos promulgados en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, y el respeto de estos es lo que les identifica como comunidades que subsisten, se desenvuelven y relacionan en consonancia a pautas democráticas, en suma que conforman, valga la redundancia, sociedades democráticas.
Esta responsabilidad que sin excepción es de todos, no es el producto de un pacto contrahecho, o tal vez, de un antojo transitorio de los dirigentes de los distintos países. Más bien, es fruto de una necesidad sentida como esencial al concluir la ‘Segunda Guerra Mundial’ (1939-1945), para pregonar el nunca más a la crueldad y ferocidad nazi, y el ejercicio de convivir de conformidad a unas normas democráticas, acatando en todo momento los derechos humanos y los requerimientos del Estado de derecho. Por ello, es preciso traer a la memoria en estas líneas algunos puntos que me parecen incuestionables, pero que con relativa simplicidad se desdeñan o abandonan.
Hay que partir de la base que cuando se culmina la ‘Segunda Guerra Mundial’, no sólo se finiquita un suceso trepidante de la historia más reciente, también se acaba con las tentativas de oprimir a este continente de los tentáculos criminales del nazismo, y con una etapa en que los derechos más elementales de los individuos se quebrantan hasta cotas difíciles de imaginar.
La Europa salida de estas ruinas no es únicamente una muestra de reparación económica, también lo es de la sociedad política cimentada en la libertad, la democracia y los derechos humanos. Trípode este último, que, por antonomasia, fueron los valores elementales sobre los que se asentó la aventura de la reconstrucción europea.
Por aquel entonces, millones de almas perdieron la vida por vencer al nazismo, pero aquel triunfo presumió la reprobación de los ‘ismos’ que quedaron para el recordatorio, como el fascismo y el comunismo y que sólo en fechas cercanas han pasado a ocupar el baúl de los recuerdos, con sus consiguientes secuelas de espanto y consternaciones que procuramos derrotar.
De este arrebato de la postguerra germinó el acontecimiento europeo y con ella, la imperecedera alocución de Winston Churchill (1874-1965) en el año 1946. En ella se refirió al pie de la letra a la Unión Europea, con la fuerza de gravedad con la que la conocemos actualmente y en cuanto al objetivo a alcanzar.
Obviamente, fusionar Europa para imposibilitar cualquier indicio de guerra. Decía literalmente: “Desarrollémosla económicamente, el gran mercado, para impedir que a través de la pobreza y el dominio de los medios de producción, un país pueda hacer la guerra a otro”, y agregaba: “Y al mismo tiempo creemos un núcleo de principios, de valores que definan el modelo de la Europa que queremos vivir”.
Si en el primero de los recados se atinaba el núcleo duro de la plasmación del mercado común, hoy, Unión Europea; en el segundo, se localiza la génesis del Consejo de Europa y del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que a la sazón ha sido y es para todos los demócratas el pasaje de referencia para diversificar en Europa un sistema democrático.
En paralelo durante años prosperaron ambos estilos, edificándose un área común de libre circulación de personas, mercancías y capitales, al tiempo, que otras vías de libertades y respeto a los derechos humanos. Gradualmente, estos senderos han ido tanteándose, porque la Unión Europea de 2022, ya no es sólo económica, sino también política y los derechos humanos se autentican como el derecho positivo de la UE, y éste se engloba al Consejo de Europa como un integrante más, con sus derechos y obligaciones y su entrega al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Desdichadamente, gran parte de este proceso de construcción de la Europa democrática nos fue despojada tanto a los españoles como a los portugueses, y a aquellos pueblos que estuvieron subyugados a las garras de las dictaduras, hasta que de una vez por todas, unos y otros regímenes, fascistas y comunistas, se esfumaron de la superficie europea.
En esta causa de reconstrucción y evolución democrática, hemos de contemplar que el Consejo de Europa ha sido y es un elemento categórico, y en especial con relación a las naciones del Este que, paulatinamente, se han ido añadiendo a lo largo de estos pasados años. Su cooperación para enmendar el marco constitucional y legal y establecer un funcionariado que se adecuase al contexto y pretensiones de un orden democrático, como ayudar a apuntalar la clase política de las democracias postcomunistas y las organizaciones civiles, han sido determinantes.
Por ello, resulta paradójico cómo se pretende empequeñecer este trabajo, cuando no simplemente rechazarlo. Es sabido que el Consejo de Europa continúa siendo un mecanismo de valía considerable, para refrescarles a las democracias tradicionales que no han de bajar el pistón en materia de derechos humanos, y a las democracias en transición, para conducirlas en el afianzamiento de este espinoso y complejo proceso.
Pero, esta conjunción de patrones no lo ha sido tanto.
En otras palabras: al éxito logrado por el Mercado Común, después Comunidad Económica Europea y en nuestros días, Unión Europea, le ha acompañado un ocaso acompasado del Consejo de Europa. Toda vez, que las piezas del puzle de la Unión han ido aumentando, hasta el punto de que una parte elocuente de los miembros del Consejo de Europa formen parte de ella. Éste, que se creó como la antecámara de la UE, como resultante de este trasvase, deja de tener interés prioritario para numerosos estados que hasta ese instante únicamente disponían de un tablero multilateral donde hacerse oír y obtener asistencia.
Desde este momento en que se integran a la UE, que es una organización política y económica mucho más corpulenta, las preferencias varían, y no obligatoriamente en beneficio del Consejo de Europa, que pasa a ser cualificado como un organismo secundario.
Conjuntamente, mucho de estos estados que han existido bajo la dominación comunista, ni siquiera gozan de un sentimiento preeuropeo acentuado. En tanto, que quieren los apoyos económicos que se puedan desglosar de la incorporación plena a la UE, pero prosiguen asumiendo una tendencia atlantista, porque piensan que directamente los Estados Unidos y la OTAN son la garantía de cara a un presunto acometimiento ruso.
De otra parte, intensamente influenciados sus representantes más conservadores por las metodologías habituales de proceder de los comunistas, no titubean en boicotear el respeto a los derechos de las personas, o sencillamente, en requerir que no se les aplique la Carta de Derechos Fundamentales.
“La conmemoración del ‘Día de Europa’ no pasa por sus mejores momentos, pero nadie puede objetar que la UE se basa en valores comunes y principios generales del respeto de la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de derecho y el respeto de los derechos humanos”
Esta misma repercusión antirrusa es lo que ha llevado a que posteriormente a la independencia, todavía concurra en la República de Letonia y Estonia una nutrida minoría de origen ruso, que ha surgido y estado allí desde décadas y que incluso favorecieron notoriamente y votaron a favor de la independencia, pero que se perpetúan prácticamente sin derechos civiles y políticos, con la exclusividad de ‘no ciudadanos’, en la denominada Europa de los ciudadanos.
A ello hay que incorporar, que entre las naciones fundadoras no parece desasirse un enardecimiento ostensible por el Consejo de Europa. Quizás, para muchos, aunque no lo expresan, es una organización incomoda que desentierra la inobservancia de los compromisos ineludibles en la salvaguardia de los derechos humanos. Esta coyuntura es fundamentalmente embarazosa cuando se emplea una política y comportamientos determinados y no necesariamente compatibles con los valores que encarna el Consejo de Europa.
Esta escueta verificación, así como la de los medios y capacidades puestas a disposición de los designados embajadores para los derechos humanos, permite vislumbrar la exaltación de las grandes democracias, más allá de los irremediables reconocimientos públicos.
A estas incidencias desfavorables que no han dejado de latir en toda su intensidad mientras ha durado el parangón de la ‘Guerra Fría’, más las exigencias de respaldar el paradigma democrático frente a las dictaduras, se ha trenzado la crisis desatada desde la caída del muro de Berlín y la progresiva entrada de las ex repúblicas comunistas en el círculo demócrata occidental.
De esta eventualidad se desprende un rastro arriesgado para la propia democracia en Europa. Probada que la fórmula dictatorial había perecido definitivamente y con ello eclipsado, se ha forjado una predisposición consistente en encajar como la prioridad de las prioridades la amplificación de la economía liberal de mercado, para de esta manera hacer mejorar el ascenso material de los pueblos, quedando en una segunda vertiente el empeño de prorrogar la transmisión de los valores democráticos fundacionales del ideal europeo de la postguerra.
Así, y en este horizonte indeterminado se descifra que el Consejo de Europa, baluarte de los valores democráticos y los derechos humanos, enflaquezca de la mano de la indolencia de los estados miembros, víctima de sus deslices de organización y enfoque de futuro, y relegado de los medios de comunicación, sin más, atraídos por lo que de mediático pueda atesorar casualmente una noticia de este calado y absolutamente impasibles ante los temas que se juegan.
Consecuentemente, no ha sido una ventaja el afanarse por propagar y transferir dichos valores democráticos, porque, tal vez, no se ha planteado en profundidad lo que entraña la libertad, la solidaridad, la tolerancia o la igualdad, y aquellos otros principios y valores que forman la fundamentación de una sociedad democrática.
Una declaración de intenciones sobre la que se arraiga una formación básica para acomodar una sociedad que no se deja engatusar, adulterar y manipular cuando aparecen los entornos críticos, y está armada moralmente con honorabilidad ciudadana para preservar su praxis democrática, sin pagar el alto precio de la renuncia a su libertad y del acato a los principios del Estado de derecho.
Esa Europa requiere de un auténtico rearme en cuanto a sus principios y valores democráticos, ofreciendo la vigorización de verdaderas democracias en los estados del Este. Rusia sigue siendo un desafío en toda regla que no ha de soslayarse, ni tratar con medias tintas simplificadoras, o todo cabe, con posiciones intrincadas provenientes de la ‘Guerra Fría’.
La Europa del mañana no puede establecerse sin que refiramos a una Rusia francamente democrática; y las mutaciones que todavía son inexcusables en ese país, no podrán llevarse a cabo de una confrontación como la que ha presidido hasta ahora la relación de una parte de Europa, y más aún, con los momentos inciertos que vivimos con la invasión de Ucrania en la que la guerra se cronifica.
Hoy los desafectos venidos de una supuesta desavenencia entre Rusia y Occidente se amplían, y muy remotamente de aseverar en aquel un sentimiento de vincularse a Europa, el proyecto europeo común se abre paso a la sensación que a tanto dirigentes del ayer siempre atrajo, así como al pueblo, y que Rusia es diferente, algo así como un coloso en llamas que siempre quiere ser protagonista.
Es ingente y cuantioso lo que queda por acometer sanamente, pero con todo, no es más primordial la dimensión de la operación, sino el que tengamos nítido qué valores y principios inconfundibles son irrevocables y de obligado cumplimiento, sean cuales fueren las pruebas que debamos encarar, pues en caso contradictorio habremos perdido el código de identidad y seremos iguales a aquellos que quieren no dejar piedra sobre piedra de la democracia y la libertad.
Curiosamente, hasta no hace demasiado, la UE alardeaba de llevar a término importantes progresos en el terreno económico; el principal de ellos, la incrustación de una moneda común que es una de las divisas referenciales en la aldea global. Pero, en el orden político, la integración era un sumario abortado.
El inconveniente de modular una intervención exterior y de defensa era un obstáculo y el ensanchamiento hacia los antiguos actores del bloque soviético le había desquiciado a Bruselas, que se entreveía imposibilitada para meter en cintura democracias tan controvertibles como la República de Polonia o Hungría.
Y no era exclusivamente una dificultad de distinta cultura política, lo era asimismo de un sistema social y de valores compartidos. Amén, que la violencia marrullera de Putin a Ucrania ha transformado el paisaje mundial.
En este momento podemos decir con certeza, que la réplica al reto de la Comunidad Internacional efectuado por el régimen de Moscú, es Europa.
Y esta Europa, labrada no ya sólo como una verdad económica y política que se ha visto asaltada en su territorio, sino sobre todo, como un sistema de valores acrisolado por centurias de prosperidad y por la conquista de valores democráticos, en virtud de los derechos humanos y de la solidaridad. Precisamente, estos valores se han puesto en riesgo con la ofensiva desencadenada por Putin.
Por lo tanto, custodiemos con tesón y constancia estos valores, para no perder el norte de lo que a base de sudor y sangre tanto nos costó construir en la península más occidental de Eurasia: Europa.