Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un concepto que se defiende mucho, sobre todo discursivamente de la boca para afuera, pero que se comprende bastante poco, a saber, la idea de la meritocracia, según la cual el éxito siempre es producto exclusivo del esfuerzo individual. Pues bien, la noción de que todos tenemos las mismas oportunidades y que nuestro progreso depende únicamente de las capacidades y el trabajo duro de cada uno parece, a primera vista, algo justo y moralmente defendible. Sin embargo, si intentamos realizar un análisis menos superficial del asunto, revelaremos una serie de mitos existentes alrededor de esta idea que encubren las desigualdades estructurales y las limitaciones inherentes a un sistema social, económico y cultural que nos cachetea con la dura y cruda realidad que señala que no siempre se consiguen los logros esperados dando lo mejor de sí.
Procedamos a analizar, entonces, el primer mito: “Todos partimos del mismo lugar” o peor “da igual el punto desde el cual se parte”. Esta premisa ignora completamente, y adrede, todas las desigualdades preexistentes en términos de clase, raza, género y acceso a recursos esenciales. En este sentido, el filósofo John Rawls en su obra ‘Una teoría de la justicia’ (1971), desafió esta idea al proponer el “principio de la diferencia”, que reconoce las desigualdades inherentes en el punto de partida de las personas. Desde esta perspectiva, la meritocracia se presenta como una quimera a medias puesto que oculta las barreras estructurales que muchas personas enfrentan desde su nacimiento y que, en muchos casos, arrastran hasta la adultez.
“La justicia no requiere la igualdad de oportunidades, sino la corrección de las desigualdades originadas por circunstancias sociales y naturales” (Rawls, 1971, p. 53).
Un segundo mito que podríamos revelar es aquel que señala que “el esfuerzo siempre se recompensa”. Sí, es un gran deseo de todos nosotros, lógico y esperable, pero, aún así, no siempre es verdadero. Esta creencia promueve una visión reduccionista del progreso personal, ignorando los factores externos y contextuales que influyen en el desarrollo de cada individuo. Justamente sobre este asunto, Pierre Bourdieu realizó un cuestionamiento a esta perspectiva, sobre todo en su obra denominada ‘La distinción’ (1979), indicando que el capital cultural y social desempeña un papel crucial en las oportunidades de éxito. Así, el esfuerzo personal, aunque es necesario, no siempre es suficiente para garantizar el éxito si no se tienen en cuenta las estructuras que limitan o facilitan las oportunidades.
Según Bourdieu, “las herencias culturales y sociales no se distribuyen de manera equitativa, lo que hace que el éxito esté condicionado por el acceso a estos capitales” (Bourdieu, 1979, p. 95).
Otra macabra interpretación de la meritocracia sostiene que “los que fracasan no se han esforzado lo suficiente”. Estamos ante uno de los peligros más insidiosos de la idea de la meritocracia como tendencia a culpar a quienes no han alcanzado el éxito, asumiendo que la falta de logros es un reflejo de su falta de voluntad o de habilidades y/o capacidades. Sin embargo, esta visión no tiene en cuenta las miles de posibles barreras sistémicas que pueden estar fuera del control de los individuos. En este sentido, el psicólogo Melvin Lerner en su investigación sobre la “hipótesis del mundo justo”, señala que las personas tienden a creer que el mundo es, por sí sólo, inherentemente justo, lo que lleva a la racionalización de las desigualdades y atrocidades sociales presentes, pero tal vez tapadas o escondidas bajo la alfombra de la patética y egoísta indiferencia.
Estamos ante una utilización sumamente dañina del concepto “mérito”, puesto que perpetúa la idea de que quienes no logran el éxito no han hecho lo suficiente, ignorando olímpicamente las limitaciones reales a las que se enfrentan a diario miles de millones de personas alrededor del mundo.
Según Lerner (1980), “la creencia en un mundo justo puede llevar a la desvalorización de aquellos que han sido víctimas de circunstancias adversas, justificando su situación como merecida” (Lerner, 1980, p. 65).
Recordemos, por un instante, la insoportablemente hueca, vacía y violenta que es la frase y lema de tanto termo viviente que exclama “el que quiere, puede”. Pues bien, esa máxima moral de gente que no entendió nada en la vida, encapsula una creencia muy común de que el deseo y la voluntad son suficientes para superar cualquier obstáculo. Aunque esta afirmación puede inspirar motivación en algunos, su simplicidad encierra una serie de problemas. Cuando Zygmunt Bauman en su obra ‘La modernidad líquida’ (2000) nos sugería que vivimos en una “sociedad líquida”, donde las reglas son inestables y las oportunidades no están igualmente distribuidas, sostener la pavada “el que quiere puede” es ignorar las profundas limitaciones que atacan la capacidad de las personas para alcanzar sus metas, independientemente de su voluntad o esfuerzo.
“La modernidad líquida disuelve las certezas del pasado, creando un entorno en el que no todos tienen las mismas capacidades o recursos para enfrentar los desafíos” (Bauman, 2000, p. 22).
Paralelamente, Martha Nussbaum explica que la capacidad de ejercer la libertad está condicionada por una serie de factores como el acceso a la educación, la salud y las condiciones económicas concretas. En su obra ‘Las fronteras de la justicia’ (2006) afirmaba que “reducir el éxito a un mero acto de voluntad desconoce las limitaciones materiales y sociales que enfrentan muchos individuos”. Este enfoque denunciará la lógica que culpabiliza a quienes no logran alcanzar esos estándares de “éxito”, bajo la premisa de que su fracaso es consecuencia directa de una falta de deseo o esfuerzo, sin tener en cuenta los acontecimientos reales que limitan sus oportunidades.
No se trata simplemente de una forma superflua de ver la vida, sino que bajar línea con el “si se quiere, se puede” representa una forma concreta de crueldad moral, como sostuvo Richard Sennet en ‘El declive del hombre público’ (1998) al sostener que “la creencia en que cualquiera puede lograr lo que se proponga minimiza las dificultades reales que enfrenta la mayoría de las personas en su vida diaria” (Sennett, 1998, p. 39). Obviamente, queridos lectores, la realidad es muchísimo más compleja: querer algo no siempre garantiza el poder de conseguirlo, y esta simplificación del esfuerzo ignora las múltiples formas en las que nuestro contexto influye en nuestras probabilidades de éxito.
Habiendo llegado a este punto de análisis de los mitos más comunes de la meritocracia mal interpretada, es preciso ofrecer como contrapunto algunas verdades fundamentales que equilibren el fundamentalismo propio de los fanáticos del mantra que versa “el pobre es pobre, porque quiere”. En primer lugar, y esto es importante decirlo, el esfuerzo siempre es importante, pero no es el único factor determinante. Es indudable que el esfuerzo individual juega un papel crucial en la consecución de cualquier objetivo que uno se proponga, aún cuando no lo consigue, porque es en el camino donde aprendemos y mejoramos, a pesar incluso del fracaso circunstancial.
En este sentido, podríamos tomar como ejemplo la ética del trabajo, sumamente valorada por filósofos como Immanuel Kant, quien en su célebre obra ‘Crítica de la razón práctica’ (1788) abogó por la autodeterminación y la disciplina como virtudes morales. Aún así, incluso Kant reconocía que el mundo no siempre nos ofrece oportunidades equitativas para todos los individuos al señalar que si bien el esfuerzo es necesario, no es suficiente para explicar el éxito o el fracaso en la vida.
“El hombre debe esforzarse en hacer lo mejor que pueda, pero las circunstancias externas pueden limitar su capacidad para alcanzar sus fines” (Kant, 1788, p. 128).
Una segunda verdad que podríamos ofrecer de contrapeso es que la desigualdad estructural sí limita las oportunidades. Uno de los mayores desafíos de la idea de la meritocracia es la existencia de desigualdades sistémicas que afectan el acceso a la educación, el empleo y otros recursos esenciales para desempeñar cualquier actividad que nos propongamos. Al respecto, el economista Thomas Piketty en su obra titulada ‘El capital en el siglo XXI’ (2013) destacó cómo la concentración de la riqueza en manos de una minoría perpetúa las desigualdades sociales, haciendo que la movilidad social ascendente sea cada vez más difícil, evidenciando de esta manera que las barreras existentes, que son estructurales, limitan las posibilidades de ascenso social, independientemente de las “ganas” que le pongamos.
“Las desigualdades económicas generan una concentración de poder que dificulta que las personas con menos recursos puedan competir en igualdad de condiciones” (Piketty, 2013, p. 44).
La tercera verdad sobre la meritocracia es que ésta ignora la importancia del contexto social cuando descontextualiza el éxito individual e ignora el papel que juega el entorno social en la formación misma de las oportunidades. En este punto tenemos que acudir al análisis del capitalismo realizado por Karl Marx, quien subraya que las condiciones materiales de existencia son siempre determinantes en el desarrollo de las personas. En su obra ‘El manifiesto comunista’ (1848) señaló que “las ideas dominantes en una sociedad son las ideas de la clase dominante” (Marx & Engels, 1848, p. 30), lo que nos sugiere que las nociones de mérito y éxito están profundamente influenciadas por las estructuras de poder en la que no todos tenemos la misma mordida. En este sentido, la idea de meritocracia podría ser vista como una justificación ideológica que sirve a la perpetuación de las desigualdades sociales que un tipo de sistema necesita para funcionar en la forma en la que está funcionando.
En fin, amigos míos, como concepto, la meritocracia encierra mitos como verdades: si bien es cierto que el esfuerzo, la dedicación y la autodisciplina son fundamentales para el desarrollo personal, también es innegable que no todas las personas parten de las mismas condiciones ni tienen las mismas oportunidades. La totalidad de los pensadores precedentemente señalados coinciden en que el éxito no puede reducirse únicamente al mérito individual puesto que es fundamental considerar el impacto de las estructuras desiguales propias de casi todos los contextos sociales. Evidentemente, una sociedad que aspire a la justicia necesitará reconocer esas limitaciones y trabajar arduamente para la creación de condiciones de posibilidad más equitativas, para todos.
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