¿Qué pasaría en cualquier organización social si sus componentes le negaran autoridad y capacidad directiva a su equipo dirigente? ¿Qué ocurriría si los jugadores, componentes de un equipo, se negaran a seguir las normas e indicaciones de su entrenador y menoscabaran su autoridad profesional?
Sin profundizar en ello, el sentido común nos apunta, como única consecuencia, que el resultado al que se llegaría sería el fracaso, tanto a nivel de organización como de equipo.
Exactamente eso es lo que ocurre cuando se le niega autoridad profesional al profesorado, y se pone al mismo nivel de decisión a los padres, alumnado y profesorado. No puede admitirse esa demagogia que, en nombre de la supuesta y sufrida democracia, se hace para borrar la entidad que el profesorado tiene y debe, inexcusablemente, tener en el ámbito de sus cometidos profesionales. Es muy frecuente que a unas determinadas personas, afines a organizaciones políticas o sindicales, u otras, se les llene la boca predicando que todos son iguales y que por ello, alumnado y profesorado deben tener los mismos derechos y las mismas obligaciones.
Hay que decir, con total claridad, desparpajo y convicción, que ese predicamento es una pura y dura manipulación de lo que debe responder a una correcta educación. Es muy fácil dejar en evidencia esas supuestas lecciones de democracia que pretender dar a los demás.
Cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de cómo funciona: partidos, sindicatos, asociaciones de cualquier tipo, o cualesquiera otras entidades organizadas, tiene comprobado cómo sus órganos de dirección son inflexibles y contundentes ante cualquier afiliado o asociado que contravenga alguna de sus normas o, simplemente, contradigan a quien mandan en esas organizaciones. La incoherencia entre
lo que predican y lo que hacen es entendible. Si aplicaran en las organizaciones en las que mandan, lo que exigen al entorno educativo, esas organizaciones perderían, no sólo su capacidad organizativa sino que, ellos mismos, perderían el poder que ejercen dentro de las mismas.
La autoridad profesional del profesorado es imprescindible para conformar una enseñanza y una educación de calidad, y no porque el profesorado tenga que mandar y controlar, sino porque el trabajo que desarrolla, requiere de su dirección y de una organización para que el mismo resulte efectivo. Hay que partir de un hecho incontestable: las responsabilidades y obligaciones de profesores y alumnos son radicalmente distintas y, en muchas ocasiones, contrapuestas. El alumno es responsable de sí mismo y de su trabajo; el profesorado tiene una responsabilidad mucho más amplia, tanto en lo que respecta a sí mismo como a su trabajo y a la totalidad de alumnos a los que imparte clase.
Quienes escatiman la autoridad del profesorado, posiblemente no son conscientes de que eso resta posibilidades para prevenir comportamientos inadecuados de algunos alumnos. El resultado siempre es perjudicial para la mayoría de los alumnos, ya que el deterioro de la convivencia, y la falta de respeto al profesorado, deja indefenso al sistema educativo y, por supuesto, a la gran mayoría de los alumnos, ya que hay quien cuestiona, incluso, que se puede llamar la atención al alumno infractor. Eso lleva a que estos alumnos puedan llegar a favorecer un clima que nada tiene que ver con lo que debe ser un lugar destinado al estudio y la formación individual y colectiva. ¿Por qué tales buenistas, que no buenos, no caen en la cuenta que educar en la permisividad, sólo crea déspotas e irresponsables que, a la postre, acaban siendo también parte perjudicada. ¿No se dan cuenta que eso es un granero de: intransigentes, maltratadores, infractores de la convivencia, etc, etc?
Después viene eso de multar y prohibir, y hacer leyes de género y de igualdad. Como bien dice el refrán: “Muerto el burro, la cebá al rabo”.
Educar a los niños en el respeto a las normas evita tener que reprimirlos cuando lleguen a adultos.