Teníamos y tenemos un amigo y compañero que, cuando se casó -hace tela de años-, compró los muebles en Juan Lucas. Un año después decía que no sabía quién debía dinero a quién porque el banco le devolvía las letras de cambio -el amigo estaba tieso- y Juan Lucas se las volvía a mandar a nuestro amigo, de tal manera que, finalmente no se podía saber con exactitud quién compró y quién vendió. Viene la chanza a cuento de que la firma Juan Lucas es uno de los comercios históricos de la ciudad, muy bien cuidado por, de momento, tres generaciones que heredaron la vocación comercial del primer Juan Lucas, el inolvidable profesional del comercio con una humanidad a prueba de bombas atómicas.
Su hijo, Juan Miguel Lucas, así a lo tonto, va cumpliendo años pero sólo se trata de un trámite administrativo porque su espíritu es tan joven que da envidia. Le han caído 66 –en la Caridad son ‘Las monjas’- y ha querido celebrarlo con sus hijos, su esposa, sus nietos y sus mejores amigos. El fin de semana, la ‘Cueva de Tunas’. Allí estaban ‘tunos’, ‘bombalurinos’, amigos en general de un hombre que ha sabido granjearse, entre otras cosas, la gratitud de sus paisanos. Y mucho más difícil: a base de vender. Eso sí, vender los mejores productos y con las más seguras garantías.
Sus hijos, Juanmi e Iván le siguen muy de cerca y no dejan de aprender oficio a la sombra del cumpleañero. Con amabilidad y mucho cariño les está convirtiendo en dignos receptores de un apellido patriarcal que dice mucho del comercio melillense de las décadas de los cincuenta y los sesenta. En Juan Lucas podía comprar uno hasta un coche, el Sköda, sí ese que se anuncia hoy en todos los canales privados de televisión, un invento de motor de los países del Este, cuando aún existía el telón de acero que llegaba a Melilla a bordo de los buques alemanes de la OPDR representada en Melilla por la firma José Salama y Cía.
El guión del 66 cumpleaños de Juan Miguel estaba cantado: comida de alta cantidad e ingente cantidad, tarta de cumpleaños y apertura solemne de la bodega tunera para echar a los pies las sustancias engullidas. Hombre, todo lo anterior debidamente aderezado con unos bailongos apropiados y el valor de quienes suelen coger el micrófono para jugar al karaoke. Hubo de todo: aprendices y recitales. Si no, que le pregunten a Sebastián Alarcón que debe haber hecho un pacto con el diablo para seguir mejorando su tenoría.
Es este segmento de población melillense –los Lucas y cía.- que vive en constante estado de felicidad y que aprovecha las ocasiones para demostrarlo y cantarlo a los cuatro vientos, un segmento sin edad de entrada o salida que evoca un modelo de ciudad caracterizado por el deseo de vivir con alegría, evitando problemas y ofreciendo, siempre, una sonrisa al amanecer.