Puede que sea este momento, uno de los últimos tiempos, en el que la desafección ciudadana abrace con fuerza al negociado de la política. Y esta, la política, se lo tiene bien conseguido, con méritos sobrados. Una aversión que transita entre los hitos de Adviento, con su entrañable y universal liturgia navideña e igualmente las luminarias de la Janucá judía. Tradiciones como amparo y refugio ante, entre otros, los acontecimientos que socaban el afecto, cuando no también el respeto, a la indispensable gestión pública.
“Está en la naturaleza del poder que también pueda llevar al abuso” (E. Kant). Es sin duda algo intrínseco que dedicarse a la política conlleva siempre mantener ese poder o perseguirlo. Mediante él, con las prerrogativas del mando, se pueden hacer las políticas que se sustentan en el ideario que llevó a ese ejercicio de lo público. También desde la oposición, sin duda.
Siendo ello legítimo y teniendo en cuenta que el poder, tanto en su posesión como en su aspiración, tiene vida propia y por ello no son pocas las ocasiones en las que las convicciones quedan en menoscabo en beneficio de las necesidades personalistas o de partido. Esas convicciones se basan en el servicio público que, desde las dos estancias (gobernando u opositando), deberían siempre estar a salvo, tener más peso.
El servicio público esencial de la política en las instituciones es, sobre todo, la gestión para la prestación de lo básico. Y lo básico estriba en áreas como la limpieza pública, el suministro de agua, la seguridad, el empleo o el transporte, entre otras principalmente, no el estancamiento de la ideología y el apartamiento de la crítica vía el sometimiento. No se trata de renunciar al ideario, sino que en lo relativo a determinados asuntos, más allá de las diferentes formas de ver y entender el tratamiento, debiera buscarse un espacio común donde la convicción primigenia: servir a la gente, se impusiera a otras circunstancias más cercanas a la lucha entre partidos e incluso personales. Ni consuela ni tranquiliza que, como terapia, se ofrezca al común de los mortales, a la gente corriente, la extenuación del discurso retórico y el aluvión y cruce de acusaciones entre bandos o ideologías.
Una ola de cierto fanatismo recorre hasta la orilla de la opinión pública y lleva la impronta no ya y solo de aquellas formaciones de tradicional identidad totalitaria o radical, sino de otras que nacieron y crecieron bajo el techo de los valores y principios democráticos. Un fanatismo, en gran parte, fundamentado en la búsqueda de argumentos sin fisuras para intentar imponer que lo bien hecho es solo lo propio y que se verá incluso acrecentado ante la cercanía de diversas citas electorales. Apenas hay “sínodos” para intercambiar, compartir ideas y buscar soluciones. Predomina el enfrentamiento en grave perjuicio, no únicamente del entendimiento, sino del ya de por sí necesario encuentro.
Además de las tradiciones y costumbres, especialmente de este periodo decembrino y de prolegómenos del nuevo año, el arte, la literatura, la cultura sin receta política ni oportunismo partidario, puede venir al rescate, tantas veces lo ha hecho y, al menos, ha sido ungüento eficaz para la epidermis de las emociones de la gente normal y que tanto se ve, más allá del morbo, ajena de tan esperpéntico espectáculo. Un espectáculo, habría que reconocer, dotado, así mismo, de cierta extrañeza ante el torrente de incidencias.








