Creo que confiamos demasiado en los sistemas de producción y muy poco, por no decir nada, en las personas; fruto de una neurótica torpeza, cuestión que nos encamina a derribar la propia sensatez, el juicio natural que todos llevamos innato. Lo verdaderamente cruel de esta situación absurda es que está ahí, en cualquiera de los continentes del mundo; a pesar de que se nos llena la boca, en favor de un desarrollo verdaderamente humano e integral. Para desgracia de todos, no solemos pasar de las bellas palabras a la acción, quizás por falta de valor y valentía, unido al déficit de ética, que nos deja empedrado el corazón a diario. Bajo este hábitat corrompido, la incertidumbre que nos gobierna debe inquietarnos, pero la acción de brazos cruzados también ha de avergonzarnos.
La respuesta tiene que surgir y resurgir incesantemente, como fruto verdadero del amor y de la inagotable sed de justicia que padecemos. Aún no hemos aprendido, por consiguiente, a respetarnos. Posiblemente nos merezcamos otras consideraciones más equitativas y no los venenos de la desilusión. Encerrándonos en nuestro propio egoísmo, apagamos la llama del entusiasmo, encendemos la niebla del pesimismo y la bruma de la resignación. Difícil atmósfera para continuar los pasos por este orbe de todos y de nadie en particular, que requiere cuanto antes la vacuna de la familiaridad entre análogos, para proseguir por el camino viviente de lo sistémico, lleno de posibilidades, pero vacío de miradas a través de las gafas correctas.
Urge la intervención de toda la especie humana, con visión de hogar y con revisión de pulso. El fracaso de la reacción colectiva para avanzar en la acción está ahí, en el patio de vecinos, a la espera de que tomemos el compromiso de hacer y de rehacer aquello que obstaculiza el desarrollo humano, como son las tremendas desigualdades, lo que acrecienta la polarización y erosiona aún más la confianza entre las personas y las instituciones en todo el planeta. Las soluciones a los problemas globales están a nuestro alcance, rediseñando un espíritu cooperante verdaderamente comprometido y solidario. Quizás tengamos que llenarnos de energías, que hagan germinar frutos donantes en favor de un orbe fraterno; lo que conlleva una biografía bien realizada y mejor vivida.
Lo importante es vincularse y no desvincularse de nada ni de nadie. La concordia es la salida a todas las crisis actuales y, sin embargo, es lo que más nos falta. No podemos continuar en guerra, enfrentados y divididos, tenemos que fomentar los sueños, activar otros espacios de confianza plena, en todo lo que la humanidad puede conseguir unida. Indudablemente, debemos acoger nuestros latidos conjuntos, vadeando las diferencias y bordeando los sentimientos, con soplo de recepción y hálito de entendimiento. Dejemos a un lado aquello que nos envenena, como puede ser el odio y la discriminación, y tomemos como vía de entusiasmo el hacer y el dejar hacer socialmente. Con alegría la vida sabe mejor y tomándola en sentido responsable, pero con confianza, se sobrelleva todo.
Tal vez tengamos que acogernos mutuamente y recogernos recíprocamente, interrogarnos hacia dónde se está encaminando o hacia dónde nos estamos dejando llevar. Si el problema de la deshumanización es sustancialmente una confusión en el vocablo de amor, también la cuestión del desarme es una contrariedad más en el término de la confianza recíproca. Es pues indispensable, si se quiere –como se dice- dar pasos decisivos en el cambio, encontrar tonos y timbres verdaderos, que injerten equilibrio en actuaciones y serenidad en los pasos. Por ello, hemos de poner fin a la era de la polarización para dar comienzo al momento de lo armónico, pues cada savia es la nuestra y la verdadera savia de cada uno es la de todos. No hay amor más bello que dos soledades se resguarden.
Sea como fuere, cualquier situación de amenaza alienta el terror y alimenta la desconfianza, aumenta la fragilidad de las relaciones y el riesgo de violencia, en un círculo vicioso que jamás puede reconducir a nada bueno. Ante esta realidad bochornosa, considero que la solución a esta ambiente inhumano pasa por acogernos y por recoger lenguajes de fidelidad entre análogos. Realmente, sólo eligiendo la ruta de la consideración hacia toda subsistencia, será posible romper la espiral de venganza y emprender el camino de la esperanza, mejorando la hospitalidad y reparando el universo de la arrogancia e indiferencia. Después, sin fronteras ni frentes, pongámonos en camino; hagámoslo fusionados, deseosos de que la certeza nos una más allá de las diferencias.