Opinión

La consagración de la Iglesia en honor al Espíritu Santo

Hoy contemplamos a Jesús en el último día de la ‘Fiesta de los Tabernáculos’, cuando puesto en pie exclamó: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí”, como dice literalmente las Sagradas Escrituras: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Obviamente, se refería al Espíritu Santo.

Por lo tanto, el acontecimiento del Espíritu Santo es una teofanía en la que el viento y el fuego nos evocan la trascendencia de Dios. Tras recibir al Espíritu, los discípulos dialogan sin miedos. De hecho, en la ‘Vigilia de Pentecostés’ distinguimos al Espíritu como “un río interior de agua viva”, como mismamente lo fue en el seno de Jesús; y, a su vez, descubrimos que en la Iglesia es el mismo Espíritu quien infunde la Vida Eterna.

Normalmente, hacemos alusión al protagonismo del Espíritu en un plano íntegramente individual. En cambio, la Palabra de Dios subraya su dinamismo en la comunidad cristiana: “El Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él”. El Espíritu concreta la unidad firme y sólida que transfigura la comunidad en un único cuerpo: el ‘Cuerpo de Cristo’. Conjuntamente, Él mismo, es el fundamento de la multiplicidad de dones y carismas que nos diferencian a todos y a cada uno de nosotros.

Y es que, en el día de Pentecostés que celebramos en este Domingo, se cristaliza el cumplimiento de la promesa que Cristo había realizado a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les indicó: “Recibid el Espíritu Santo”. La aparición del Espíritu Santo resurge y lleva a plenitud ese don de una manera ceremoniosa y con indicaciones externas. De este modo tan peculiar culmina el Misterio Pascual.

El Espíritu que Jesús anuncia, hace en el discípulo una nueva condición humana y produce unidad. Cuando el orgullo y el engreimiento del hombre le lleva a plantar cara a Dios valiéndose de la torre de Babel descrita en el Libro del Génesis, Dios confunde sus lenguas y no pueden entenderse.

En Pentecostés ocurre lo inverso: por gracia del Espíritu Santo, los Apóstoles son percibidos por gentes de los más distintos orígenes y lenguas. De manera, que el Espíritu Santo es el Maestro interior que conduce al discípulo hacia la verdad, induciéndolo a practicar el bien, a la vez que lo conforta en el dolor y lo transforma interiormente otorgándole una fuerza y capacidad totalmente nuevas.

Haciendo una breve reseña de la festividad de Pentecostés, en el Libro de los Hechos de los Apóstoles se relata el descenso del Espíritu Santo en medio de los Apóstoles en Jerusalén, encarnando el comienzo de la Iglesia Cristiana y la transmisión de la fe de Cristo.

En sus orígenes se denominó ‘Fiesta de las Semanas’, debido a que durante siete semanas después de la celebración de los primeros frutos, abarcaba cincuenta días. De allí germinó la designación de ‘Pentecostés’, que procede del latín ‘Pentecoste’ que significa ‘quincuagésimo’, o séase, cincuenta.

“En esta reminiscencia de Pentecostés que se hace nueva porque no se repite, abramos de par en par las puertas de nuestro interior”

Según el Antiguo Testamento y de acuerdo con el Libro del Éxodo, se conmemoraba la ‘Fiesta de la Cosecha’, y al concluir la recolección de la cebada y antes de iniciarse la recolecta del trigo. Toda vez, que era una dedicación movible de acción de gracias por el producto reunido, el cual se ejecutaba durante el mes judío de Siván que en el calendario gregoriano corresponde a los meses de mayo y junio, respectivamente.

Subsiguientemente, los israelitas ensamblaron esta festividad a la Alianza en el Monte Sinaí, cincuenta días más tarde de la salida de Egipto. Y en el molde de esta misma conmemoración judía, los Hechos de los Apóstoles refiere la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Es sabido que toda Historia, desde la creación del mundo hasta el punto y final de los tiempos, se desenvuelve por el empuje y carácter omnipotente del hálito o aliento de Dios. Por medio de los múltiples símbolos, se nos revela la disposición y acción del Espíritu Santo en la Historia de Salvación.

En el pronunciamiento bíblico el Espíritu de Dios es el impulso y resuello de vida, que todo lo establece, atiende y conserva. Es por encima de todo, el que procede y opera y lo convierte en la Historia Santa, porque introduce una primicia en ella, “constituyendo un pueblo que lo confesará en verdad y le servirá santamente”.

Inexcusablemente, por la fe en Yahveh su Dios, el Pueblo de Israel reconoció y entendió que el Espíritu de Dios presidía las situaciones salvadores, sacándolo de la esclavitud de Egipto, al igual que encarrilaba y acompañaba entrañablemente a los elegidos para llevar a término el proyecto salvador como Moisés, Josué, David, etc.

Si bien, es al regreso del exilio cuando Israel desenmascara y comprende al Espíritu Santo como el don definitivo y consignado al Mesías, a quien dignifica y capacita con dones exclusivos para el discernimiento y proclamar la Palabra de Dios. Y en la misma sintonía, se promete el Espíritu Santo a la comunidad mesiánica, a la que bendice como Pueblo de Dios y a quienes transforma y consagra en su corazón para que no lo endurezcan.

Ahora el Espíritu es visto, pues, en este proceso de la Historia de Salvación como el vivificador de los espíritus, el regenerador y causante de la vida moral y quien ha inspirado a los profetas la Palabra de Dios. Únicamente a partir de esta coyuntura histórica se comienza a denominar al Espíritu de Yahveh con el enfoque tradicional entre nosotros, de ‘Espíritu Santo’.

Los mensajeros y la fe de la Iglesia presentan la vida de Jesús como la que posee su génesis y se desarrolla bajo la fuerza incesante y la acción del Espíritu Santo. El evangelista San Lucas es quien lo resalta de manera señalada.

En la persona de Jesús y el impulso del Espíritu, la Historia Sagrada llega a su término. Como nos recapitula al pie de la letra San Juan Pablo II (1920-2005): “Jesús confesó y proclamó ser el que fue ungido por el Padre, ser el Mesías, es decir, Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo, aquel que posee la plenitud de este Espíritu, aquel que marca el nuevo inicio del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu”. O como dice San Ireneo de Lyon (140-202 d. C.), “el Verbo y el Espíritu Santo son, por así decir, las manos del Padre”.

Con estos antecedentes preliminares, el primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos en compañía de María y en oración. El recogimiento, la actitud orante es indispensable para recibir el Espíritu. Como narra fielmente uno de los fragmentos de los Hechos de los Apóstoles: “De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos…”.

Todos quedaron colmados del Espíritu Santo y se pusieron a predicar valerosamente. Porque aquellos hombres por momentos, sobresaltados, habían sido transformados en predicadores impertérritos que ahora no temían para nada a la cárcel, o tal vez, la tortura, o quizás, el martirio. Y no es de extrañar, porque la influencia del Espíritu estaba verdaderamente sobre ellos. Con lo cual, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, era el alma de sus almas y la vida de sus vidas, su santificador y huésped de su interior más recóndito.

En esta reminiscencia de Pentecostés que se hace nueva porque no se repite, abramos de par en par las puertas de nuestro interior. Aquellos Apóstoles que habían seguido a Jesús por aquellos trechos de Palestina y eran testigos de su resurrección, reciben la efusión del Espíritu Santo prometido, que los trasladará a dar testimonio in situ del Evangelio que han recibido de parte del Señor.

De los recelos y dudas que en el fondo los hace débiles, pasan al atrevimiento evangélico, que a pesar de su fragilidad humana los hace ser testigos de la fe en el Señor Resucitado. Las Sagradas Escrituras nos denuncia que predicaban con ‘parresia’. Es decir, con convencimiento y fortaleza, sin temer a las contrariedades y persecuciones por motivos de la fe. Podría decirse, que en el Cenáculo se inicia un episodio que llega hasta nuestros días con el mismo ímpetu y arrojo con la que se entabló hace más de dos milenios. Me refiero a la dicha de la ‘evangelización’.

Oficiar este hecho sin precedentes es regresar a las raíces profundas de la fe, que lo es igualmente de la Iglesia que una Santa, Católica y Apostólica. Porque, retornar a sus fuentes, es una garantía de renovación.

Luego, cabría preguntarse: ¿a quién se le omite que vivimos períodos nuevos, en una cultura cambiante a la que ha rubricado el tiempo que nos antecede? Es verdad que el alma humana sigue siendo la misma. Por eso, el Evangelio se hace actual y presente. Pero no podemos soslayar que la esencia del Evangelio, que es Cristo, es dimensionada para el hombre del siglo XXI y es este hombre, a grandes rasgos aprisionado por el pecado, el que ha de impregnarse, conocerlo, comprenderlo y vivirlo en plenitud.

He aquí el desafío que tiene la Iglesia en todo momento, dando a conocer el nombre de Jesús y hacerlo comprensible y vivo al hombre y la cultura de los tiempos que corren con la globalización. Esto ni mucho menos significa una asimilación con la cultura sin más, ni una acomodación interesada al modo de preconcebir del mundo con el propósito proselitista de ser muchísimos más; no es esa la pretensión ni la aspiración de la evangelización, no es la voluntad de poder, sino de amar. Es hacer suya la encomienda del Señor y portarla con el Espíritu Santo hasta los confines de la Tierra. Esto conjetura contemplar al hombre al que se desea anunciar el Evangelio con ternura, en actitud de escucha y diálogo permanente, sin imposiciones, pero también sin desazón al sugerir, porque de lo que está lleno el corazón habla la boca.

“En la solemnidad de Pentecostés, Jesús nos encamina y nos sigue encaminando para anunciar el Evangelio sin complejos”

La obra evangelizadora de los Apóstoles como la nuestra es una expresión de amor a la humanidad, una voluntad sincera de servicio al hombre y al mundo. Si Jesús es con mucho lo mejor, si Él nos proporciona la respuesta y sentido a lo que el hombre lleva en su interior, no sería lo correcto dejarlo en el tintero y obviarlo. Hablar de Cristo en la era del hombre digitalizado es un signo de amor inmenso.

Sería hermoso extraer nuevamente a la luz la escena del aquel encuentro en el Cenáculo. Se encontraban todos reunidos en un mismo lugar, de procedencias distintas, como distintos eran ellos, pero compartían un mismo sentir: el amor. Ni los miedos que a muchos le atenazaban, como los intereses particulares de cada uno habían tenido la fuerza suficiente para disgregarlos. Repentinamente, un silbido, como de un viento encrespado, los estremece y un albor los alumbra.

Aquel suceso sublime les abre el corazón y el entendimiento para que discernieran todo lo que habían vivido con el Maestro y abrazasen la misión universal a la que estaban citados. ‘Pentecostés’ es la señal de la unidad consumada y el fruto de la vida en el Espíritu. Los Hechos de los Apóstoles describe que los que estaban celebrando la fiesta pronto quedaron desconcertados y atónitos. No se refiere a un desconcierto en el sentido de la confusión, todo lo contrario. Es la sorpresa de la admiración, porque cada uno escucha las maravillas de Dios en su propio lenguaje.

La unidad de la fe visibilizada en la diversidad de las lenguas, es la senda perfecta de la conversión y la acogida del Evangelio, no sólo no son incompatibles, sino que son primordiales. Precisamente, esto es lo que ilustra Pablo de Tarso a la comunidad de Corinto. Los carismas son numerosos, pero el Espíritu uno. Es el Espíritu Santo el promotor de los carismas que suscita en la Iglesia que son para bien de todos y la construcción de la comunidad de creyentes. Sobraría mencionar en estas líneas, que lo que no une y divide, indudablemente no viene del Espíritu Santo. En cada uno de los apóstoles se manifiesta el Espíritu para el ‘bien común’.

Este ‘bien común’ que haríamos bien en desempolvar y gestionar con constancia cada jornada, es el retrato del cuerpo visible presentado por el apóstol para mostrar a la comunidad cristiana, revelándonos el auténtico sentido y valor de dicho ‘bien común’. En el cuerpo los miembros son imprescindibles, porque cada uno desempeña su misión, algunos de manera más perceptible y otros en lo anónimo.

La pluralidad nos enriquece y hace la unidad. Pero, ¿cómo podremos referirnos a la unidad si no existe diversidad, porque no aceptamos la diferencia? La homogeneidad puede ser más confortable, pero no engrandece al hombre ni favorece el ‘bien común’. Esto constituye acoger al otro y no ejercitar una filosofía de exclusión.

Llegados a este punto, en el Evangelio Jesús concede el Espíritu Santo a los discípulos y con él la posibilidad de perdonar. Dios nos ha regalado la capacidad infinita de pasar al otro en sus desdichas y fracasos. El poder reside en el perdón de los pecados y es el mayor tesoro que encierra el corazón humano, porque el que perdona ama.

Si no perdonamos es que no amamos y ¿qué es un corazón que no perdona, que se satisface en la división, o en la indiferencia o la exclusión del otro porque no piensa como yo? ¿Cómo puede el corazón humano llevar día y noche sobre sí la carga pesada del desafecto y el rencor hacia los demás?

Hoy por hoy, el perdón es un pilar cardinal de la misión de la Iglesia. O mejor dicho, de nuestra misión. En la solemnidad de Pentecostés, Jesús nos encamina y nos sigue encaminando a la aldea global para anunciar el Evangelio sin complejos. Esta labor no ha concluido, continúa viva como un don que hemos de acoger con alegría y con mucho amor.

La Palabra de Dios es en todo momento actual y viene a dar luz cada instante de nuestro caminar, pero también nos interroga y nos pone de cara a una tarea extraordinaria que viene de lo alto: transmitir la Palabra del Señor con nuestro obrar. Jesucristo nos invita a vivir según el Espíritu y renovar nuestra misión como cristianos.

Es preciso subrayar en este día uno de los rasgos característicos del Espíritu Santo según la tradición de la Iglesia. Basilio de Cesarea (330-379 d. C.) sostiene una expresión que no deja de ser resplandeciente: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”.

Él, es precisamente la ‘armonía’. Sólo Él puede promover la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y al mismo tiempo, implementar la unidad. En contraste, cuando somos nosotros los que procuramos la diversidad y nos enclaustramos en los particularismos o exclusivismos, impulsamos la desmembración; y cuando somos nosotros mismos los que tratamos de componer la unidad con los planes humanos, acabamos por forzar la uniformidad y homologación.

Como nos indica el Santo Padre, el Papa Francisco (1936-86 años), “si por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo”.

En nuestros días, se hace particularmente irreemplazable esta ‘armonía’ en mayúsculas. Y esto vale para creyentes y no creyentes. Son numerosos los que comienzan a empacharse de los razonamientos estériles que afrontan, o de la cerrazón sobre sí mismos, o la búsqueda de intereses individuales lo que imposibilita el verdadero progreso que tiene como fin el ‘bien común’.

No se prospera porque se haga demasiado, o porque de la noche a la mañana se esté dispuesto a cambiar todo, sino que el verdadero progreso es un itinerario interior que se despliega en lo externo, si no hay cambio interior tampoco lo podrá haber exterior, este será sólo una especie de retoque aparente. Tan comprometido resulta el inmovilismo como un rompimiento con lo que existe, sin tener un camino o una meta establecida. Por consiguiente, desatender la Historia de la Salvación es arrinconar al hombre y el rumbo de su humanización.

La Pascua de Pentecostés no es otra cosa que la celebración de la venida en nosotros del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. De manera, que todos los que fuimos bautizados recibimos, en virtud de este sacramento de la iniciación cristiana, al Espíritu Santo, que es el Dios que habita en cada uno de nosotros para hacernos sus hijos y miembros de su Pueblo Santo que es la Iglesia. Los discípulos de Cristo acogieron por vez primera el Espíritu transcurridos cincuenta días más tarde de la Resurrección y nosotros al recibir las Promesas Bautismales.

Sin el Espíritu Santo que se nos entrega amorosamente, no podríamos beneficiarnos de los frutos de la Redención y, por tanto, no poseeríamos la condición de hijos de Dios y tampoco formaríamos parte de la Iglesia. Y cómo es lógico, nuestra salvación quedaría en paréntesis. El Espíritu Santo nos es ineludible para alcanzar la salvación. De ahí, el enorme peso y el menester de Pentecostés.

Por tal motivo, en el marco de la intimidad de la última cena, Cristo dijo textualmente a los apóstoles: “Os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si me voy, os lo enviaré. Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros siempre. El me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará”. La santidad es la plenitud de la vida cristiana. “Sed perfectos como mi padre celestial es perfecto”, nos cita Cristo. O “sed santos porque Yo soy santo. Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación”.


El Concilio Vaticano II declara “que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta santidad suscita un nivel de vida más humano”. Si por el Sacramento del Bautismo fuimos santificados, es crucial que con el auxilio del Espíritu, guardemos y afinemos la consagración que recibimos. El Espíritu Santo nos santifica con sus siete dones. Mediante el ‘don de entendimiento’ o ‘inteligencia’ al fiel cristiano le es provisto un conocimiento más profundo de las verdades reveladas y del sentido de la Sagrada Escritura.

Segundo, con el ‘don de ciencia’ el cristiano descubre con esplendor que la creación entera viene de Dios y en Dios se ordena. Fe y ciencia no se anteponen, sino que se colman a la perfección. Nos educa a ordenar las actividades temporales, a amar las cosas de la tierra, pero valorándolas en su justa medida.

Tercero, inspirados con el ‘don de sabiduría’ concebimos en su verdadero sentido los acontecimientos de la vida y aprendemos a tomar las resoluciones eficientes para ser gratas a Dios. Cuarto, el ‘don de consejo’ nos allana la opción de los medios para cumplir la voluntad de Dios, correspondiendo más y mejor y conservar una conciencia recta, sin irregularidades. Quinto, el ‘don de fortaleza’ nos otorga la fuerza necesaria para combatir y superar las dificultades que se nos presentan para plasmar una vida en Cristo: “todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Sexto, por el ‘don de temor de Dios’, dice Santa Teresa, “miramos donde ponemos los pies para no caer. El alma experimenta un gran horror al pecado y, si lo comete, una vivísima contrición”.

Y séptimo, el ‘don de piedad’ es por antonomasia, la gracia del amor y de la filiación de los hijos que aman entrañablemente a su Padre Dios y, conjuntamente, a sus hermanos en la fe. Nos facilita la confianza filial que nos permite sentirnos seguros en el oficio divino de la oración. Con lo cual, pedimos como hijos pequeños desprovistos y limitados, combatir los egoísmos y superar los apetitos mundanos. En definitiva, nos inicia a negarnos a nosotros mismos y seguir al Señor llevando la cruz de cada día haciéndola gloriosa.

He aquí la festividad de Pentecostés, que no pasa de largo y pone el broche final a este Tiempo Litúrgico que configura la culminación solemne de la Pascua, su colofón y coronamiento con la irrupción del Espíritu Santo que se produjo el quincuagésimo día después de la Resurrección de Jesucristo, sellando el manantial de la Iglesia Cristiana y el esparcimiento de la fe de Cristo.

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