Es el modo natural de la persona para deambular por la vida al observar el entorno, al intentar acercar lo que la distancia evita. Sin duda, muchas situaciones y lugares no podrían ser vividos si únicamente andar fuese la opción al desplazarse. Pero caminar allana el pensamiento y propicia la reflexión.
Seguir el señuelo de un sendero y si es junto al mar, ambos brizan el recuerdo y la introspección de mucho de aquello que importa realmente o necesita de sosiego en su avenida a la mente y que no pocas veces filtra el corazón. Es un espacio único, personal e intransferible que difícilmente puede ser arrebatado. Si acaso las estridencias del entorno, apaciguadas siempre por el alba, pueden trastocarlo.
Ningún día es igual a otro, porque el paisaje no lo es ni el interior de cada cual tampoco. Por eso, en los pasos pausados y casi pautados de una caminata que no busca más que el hecho de serlo, no el alcance de algo o de alguien, se valora más las pequeñas cosas, aquellas que verdaderamente dan razón a la vida. Si, además, la noche trajo o un pequeño aguacero o la sencilla intensidad del rocío en su beso con la sequedad, el olor a tierra mojada, el petricor, recordará que no existe fragancia igual en su estímulo a los sentidos.
Ahora que el verano agosta, que el estío en su cénit comenzará levemente su descenso a ese preludio del otoño de tan variable condición e inicio de tantos ciclos, la luz sigue en posición dominante sobre la oscuridad y la sombra. Pero en cualquier estación, más allá de las condiciones del clima y las limitaciones del ocio, siempre al caminar un murmullo mudo recorre la mente y hace repaso de los acontecimientos que condicionan las emociones; personas que vienen solas al recuerdo y que el corazón bombea, siempre estuvieron y siempre estarán. Otras, tras su anodino paso por la vida de cada cual, permanecerán en el desván de la memoria inservible.
Emociones, también, al observar, con la cadencia del trasiego, el entorno de la tierra que nos acoge y pensar, sin animo distópico, pero si realista, que la historia acontecida de un lugar está escrita. Y este relato, utilizado como arma arrojadiza por unos y otros en el sempiterno ánimo de división, no es la peor circunstancia. Si acaso mala y retrógrada, pierde ponzoña cuando se intuye la que está por venir, la historia a suceder, probablemente ya escrita también. Señales se ofrecen, quieran o no ser vistas.
No es ni hay opción alguna, en su creencia a ser la génesis, esencia, presente y futuro de todo, a ser capaz de afrontar en soledad lo que podría ya estar cifrado a merced de la paciencia, pero no quietud, del paso del tiempo. Esto es especialmente incidente en Melilla y Ceuta, por ese orden. En cualquier región se vive bajo los influjos de un equilibrio de intereses que condiciona el devenir de su gente. En ambas ciudades físicamente norteafricanas, singularmente más.
Por ello, al caminar en cualquier momento del día, pero especialmente cuando la noche acaba y el alba anuncia el comienzo lo que está por acontecer, se sucede al sosegado pensar una placa de radiografía un tanto endrina, pero orientativa, de todo aquello que verdaderamente importa por encima del ruido y trasiego que el trasiego de vivir impone. Es solo una opinión.