Uno de los políticos más reconocidamente convencido de estar en posesión de bula para los bulos es el presidente Sánchez, al que, por extensión, se le unen determinados miembros de su gobierno, con mayor o menor grado de habilidad o destreza, que, al igual que él, se sienten dotados de una cierta impunidad a la hora de emitir sus bulos y hacerlos circular. Parecen sentirse dotados de una cierta bula o privilegio para poderlo hacer. Se podría decir que, tanto a la vista de un concepto como del otro, tanto el presidente Sánchez como sus colaboradores más directos, podrían ser considerados como ‘buleros’.
Define la Real Academia Española, en su Diccionario, el bulo como “noticia falsa propalada con algún fin”, siendo sus sinónimos “mentira, engaño, embuste, patraña, habladuría, camelo, infundio, bola, trola, cuento, paparrucha, chisme, rumor, voz, hablilla o filfa” y su antónimo “verdad”. ¡Cuántas palabras en castellano para definir lo falso y sólo una para definir lo cierto!
Define por otra parte, la Academia la bula como “documento pontificio relativo a materia de fe o de interés general, concesión de gracias o privilegios o asuntos judiciales o administrativos, expedido por la Cancillería Apostólica y autorizado por el sello de su nombre u otro parecido estampado con tinta roja”, siendo sus sinónimos “privilegio, dispensa, beneficio, concesión, gracia, exención, favor, prerrogativa, licencia o impetra”.
No guardan, por tanto, ambas palabras relación alguna en cuanto a su significado a pesar de disponer de una morfología semejante diferenciada únicamente por su última letra, la “o” en un caso y la “a” en el otro. Sí que, no obstante, de un tiempo a esta parte se ha venido tratando de obtener bula para algunos bulos, no concedida, por prerrogativa especial del Santo Padre, sino, simplemente, como consecuencia de la destreza de algunos políticos para imponer una determinada narrativa o relato sobre lo que pretenden hacer percibir como cierto, siendo falso, o que, al menos, si se identifica como falso, no les sea tenido en cuenta. Deben contar, para ello, aparte de con su destreza, con la condescendencia de los que los escuchan, cuando no con su complicidad manifiesta, asumiendo que las mentiras no importan ya que el fin, que no es otro que el de su mera permanencia en el poder, justifica los medios.
Todos los españoles acumulan en su memoria el incontable número de ‘cambios de posición’ en casi todas las materias de las que los miembros de este gobierno vienen haciendo gala y hasta ostentación desde su llegada al mismo en 2018.
Los más recordados desde el comienzo de su actuación pública hacen referencia a los señuelos electorales empleados por el presidente para ser desmentidos poco después de las elecciones.
En esta categoría de los compromisos electorales desmentidos se encuadran el “ni yo ni los españoles podríamos dormir tranquilos con Podemos en el Gobierno” o “con Bildu no vamos a pactar, si quiere se lo repito cinco o veinte veces, con Bildu no vamos a pactar”.
Estas afirmaciones se han visto, repetidamente, desmentidas poco después de finalizado el proceso electoral. El caso más reciente fue el de la noche electoral del pasado 23 de julio en la que, después de perder las elecciones ante su rival más directo, Alberto Núñez Feijóo, celebró, no obstante, su victoria, porque él ya sabía que iba a obtener el respaldo de todos aquellos con los que él había dicho que no iba a pactar, pero con los que también sabía que iba, indefectiblemente, a pactar porque tenía que hacer de la necesidad virtud. ¿Recuerdan?
Poco importaba que, para ello, tuviera que desdecirse de afirmaciones radicalmente sostenidas por él mismo y por sus colaboradores más directos. El caso más patente es el de “no va a haber amnistía, porque no cabe en la Constitución” para pasar a afirmar, campanudamente, que “la Ley de Amnistía se acomoda, perfectamente, a la Constitución”. Ningún empacho en manifestar una cosa y la contraria para obtener los votos necesarios. Lo de los principios queda para otros ámbitos, de mayor rigor ético. La política no parece ser uno de esos ámbitos de mayor rigor ético para nuestros gobernantes.
Otro de los bulos más, machaconamente, repetidos desde el comienzo de la legislatura es el del bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial por parte del Partido Popular. Las fuerzas políticas con representación parlamentaria deben negociar esa renovación para obtener un respaldo mayoritario a las candidaturas propuestas. La responsabilidad real no descansa en el Partido Popular sino en las Cortes Generales (Congreso y Senado) que tienen que resolver, realmente, este asunto. La presunta responsabilidad ‘exclusiva’ no es más que otro señuelo electoral, de los muchos que, permanentemente emite el presidente del Gobierno y su entorno a fin de desgastar a su principal rival potencial, que es, obviamente, el Partido Popular. Para superar este aparente ‘bloqueo’ bastaría con que las candidaturas propuestas fueran aceptables.
El último episodio significativo (menores ha habido muchos) ha sido el del alegato de acoso y derribo al que el presidente del Gobierno se aferró para justificar su “retiro reflexivo de cinco días” para considerar una eventual dimisión, que, cinco días después, él mismo descartó porque se considera responsable de liderar un proceso de ‘regeneración democrática’. Hasta ahora, los únicos indicadores del proceso de presunta regeneración democrática son una intensificación de la deslegitimación de la oposición, de los medios de comunicación no adictos a su causa y de los tribunales que tampoco siguen sus directrices e instruyen lo que a él no le interesa o no instruyen lo que a él le interesa. Yo lo veo, más bien, como un proceso de bolivarianización en lugar de regeneración.
En cualquier caso, no deja de ser triste y preocupante, para todos los españoles, que las dos únicas referencias con las que se puede identificar la imagen de este Gobierno para hacer frente a los retos que nuestra nación afronta, que no son pocos ni pequeños, son meramente los indicados en el título de esta reflexión; bulos y bulas.