En mi opinión, España vive un grave problema con la convicción asumida por los representantes de la izquierda de que no existe interpretación alguna de la realidad nacional que pueda ser aceptable más que la suya. Su descalificación apriorística de todo aquello que proceda de lo que, despectivamente, denominan “la derecha”, nos conduce inexorablemente por los caminos del autoritarismo o del totalitarismo sectario.
Muchas veces se ha hablado de la “pretendida superioridad moral de la izquierda”, como si ello se tratase de una mera pretensión táctica a través de la cual imponer sus postulados al resto de la sociedad. Tras casi cuatro años en el Congreso de los Diputados, escuchando manifestaciones despectivas e insultantes dirigidas hacia los representantes de la oposición, he llegado al convencimiento de que no se trata de una mera pretensión, de carácter táctico o instrumental, sino de una convicción profunda, de carácter moral, arraigada en su subconsciente, hasta el punto de no conceder a sus adversarios políticos ni la más mínima posibilidad de tener, no sólo la razón en alguno de sus argumentos, sino ni siquiera buenos sentimientos.
No existe debate argumental que no se deslice inmediatamente hacia los juicios de intenciones, porque la izquierda ‘sabe’, no sólo que los que no piensan como ellos están equivocados, sino que además “tienen malas intenciones” o “defienden intereses espurios”.
Así es muy difícil avanzar en lo que se puede denominar un debate sosegado de ideas en la búsqueda de una solución plausible y eficaz a los problemas de los españoles. Cuando uno dice “buenos días”, el otro replica inmediatamente “porque tú lo digas” y así es, francamente, difícil progresar.
Esta semana, como consecuencia de las palabras del presidente de la Junta de Comunidades de Castilla la Mancha, el señor García-Page, que afirmaba que “no es tolerable pactar con los delincuentes su propia condena ni es de izquierdas apoyar unos privilegios territoriales que se traducen en desigualdad”, una compañera de su partido, precisamente la secretaría primera del Congreso de los Diputados, la señora Hernanz Costa, le replicó públicamente que, “como persona de izquierdas”, ella combate “la desigualdad y el dolor que provocan los gobiernos del Partido Popular”.
Desde esa predisposición anímica, es muy difícil imaginar que la disposición con la que esta señora pueda aproximarse a cualquier tipo de diálogo con el principal partido de la oposición pueda ser mínimamente equilibrada o sosegada. Ella ya ‘sabe’ que las políticas del Partido Popular producen “desigualdad y dolor”. Apaga y vámonos. Después dicen que la oposición no reconoce la legitimidad del Gobierno. En fin, debe de ser que “como cree el ladrón que todos son de su condición”, lo mismo se puede decir de los que practican una actuación política cargada de prejuicios que no le permiten acoger propuesta alguna de la oposición con, al menos, un poco de curiosidad para permitirse analizar en qué medida puede ayudar a resolver alguno de los problemas reales a los que los españoles nos enfrentamos. En realidad, no les hace falta porque ya saben, antes de comenzar, que toda propuesta procedente de la oposición produce “desigualdad y dolor”. ¡Qué se le va a hacer!
Esta semana he tenido la oportunidad de asistir a la presentación de un libro, titulado Hacia la libertad, del que fue ministro de economía de la Unión del Centro Democrático, José Luis Leal. El libro, autobiográfico, recorre las páginas más relevantes de la evolución de la realidad española, desde los últimos años del franquismo, en los que el autor vivió en el exilio, como militante y activista del Frente de Liberación Popular, hasta su regreso a España y su participación activa en la reforma política y los llamados Pactos de La Moncloa, que permitieron sanear y reformar la economía española y acordar un programa de actuación jurídica y política que hicieron posible la transición y la aprobación de la vigente Constitución a la que el autor considera plenamente vigente y digna de protección.
Tras exponer el contenido de su libro, el autor hizo un alegato sobre la necesidad que tenemos los españoles de que los políticos se mantengan abiertos a alcanzar acuerdos que permitan a la sociedad mirar al futuro con ciertas esperanzas de convivir en un entorno de entendimiento colectivo y aceptación recíproca de las diferentes perspectivas de la realidad.
Durante el coloquio subsiguiente, a preguntas de un asistente que demandaba entender por qué los políticos actuales no eran capaces de alcanzar acuerdos como sí lo fueron los de la transición, Joaquín Leguina, que junto con Julián García Vargas acompañaron al autor del libro en la presentación del mismo, respondió que la actividad del Congreso de los Diputados se vería beneficiada si la mayor parte de los representantes de la ciudadanía que trabajan en él hubieran cotizado alguna vez en la vida a la Seguridad Social. Trataba de trasladar con estas palabras su impresión de que dichos representantes son, mayoritariamente, “profesionales” de los partidos o, lo que es lo mismo, no tienen capacidad de aportar cosa alguna al debate público pues su “única” aspiración se centra en conservar su puesto de trabajo, es decir, en ocupar un puesto en alguna lista para las siguientes elecciones.
Introducía, con ello, el señor Leguina otro argumento recurrente en el imaginario colectivo de la izquierda. Cuando gobierna la derecha, el responsable de lo que sale mal es el Gobierno (la guerra de Irak o el Prestige en tiempo de Aznar o los recortes y el ‘austericidio’ del tiempo de Rajoy). Cuando gobierna la izquierda, por el contrario, el responsable de lo que sale mal es la llamada ‘clase política’. En otros términos, los gobiernos de izquierdas privatizan a su favor lo que sale bien y dispersan en todas direcciones, en el mejor de los casos, la responsabilidad de aquello que sale mal.
Esta perspectiva, siempre bondadosa con la izquierda e implacable con la derecha, conduce, inexorablemente, a la situación en la que nos encontramos, que no es otra que la del desprecio y el bloqueo a la oposición.