“Qué tendrán las madres de particular: pues muchas cosas”, dijo ayer el vicario Juan Manuel Barreiro en su sermón durante la misa de corpore in sepulto celebrada en la Iglesia arciprestal de Melilla con motivo de la muerte de la progenitora del presidente de la Ciudad y de otros melillenses también muy destacados como el actual decano del Colegio de Abogados de Melilla o el afamado entrenador de baloncesto, Javier Imbroda.
El vicario introdujo de tal modo una reflexión sobre el paradigma de la Virgen María como ejemplo de madre cristiana y referencia espiritual para muchos creyentes. En su ánimo estaba alabar también la fe de una mujer cristiana, Isabel Ortiz Arcas, de la que dijo había sabido inculcar en sus hijos la fe en Jesucristo.
El sacerdote buscó el modo de consolar a la familia de la fallecida Isabel, aludiendo al Dios de la Resurrección, a la de la pascua cristiana que en el milagro de la vida eterna ejemplifica la esencia de la religión católica.
Su sermón fue eminentemente religioso, a tono con el oficio y el lugar donde se celebraba. Sin embargo, a Isabel la podemos recordar también de otra manera. En mi caso, desde la distancia de una generación muy diferente a la suya que siempre la vio como madre y esposa, opacada si se me permite, al menos en la proyección social, por la extrema vivacidad, don de gentes y atractivo del que fue su esposo, Juan Imbroda Valderrama, fallecido hace ya poco menos de dos años, curiosamente también en un martes de extremo calor como el que fue el último día de la vida de Isabel.
Ayer, en la misa fúnebre, en el tanatorio momentos antes, sentí otra vez el vértigo de esta vida que vivimos, que nos cambia día a día el paisaje y el paisanaje sin que seamos prácticamente capaces de digerirlo.
No fue un día sólo de entierro de una buena madre que fundó con tesón una gran familia, lo fue también de un joven melillense, muy conocido, como Antonio Martínez Gómez, apodado el ‘Chico’, y durante muchos años empleado de la Funeraria Calderón.
Sobra decir que no puede sentirse igual la muerte de una persona joven y la de una longeva. No somos eternos y tenemos que asumir la ley que marca nuestro ciclo vital. Aún así, nada es comparable y los respectivos familiares sienten siempre con intensa pena el obligado adiós, que no obstante en algunos casos puede amortiguarse con mayor consuelo que en otros.
De Isabel, sinceramente, puedo decir poco. La vi siempre en actos públicos, en pocos pero en algunos muy señalados, muy apegada a su familia, discreta, en segundo plano. Quienes la conocieron decían ayer que se había ido un pedacito de cielo.
Para mí, simbolizaba a la mujer abnegada, a esas madres de antes que lo sacrificaron todo por su familia y que no tuvieron, como muchas madres y mujeres de hoy en día, la oportunidad de hacerse presentes y especialmente protagonistas de la sociedad en la que viven.
Lo anterior no quita un ápice de mérito a las mujeres de la generación de Isabel, que vivieron niñas o jóvenes la guerra y la postguerra civil, y que fueron fundamentales, junto a sus maridos, para hacer de este país lo que es hoy en día.
La muerte de nuestros padres cuando se produce nunca es bienvenida pero al menos consuela cuando ya somos mayores, porque implica que ellos han podido tener una larga vida. No es el caso de todos, desgraciadamente, y por eso es un consuelo, en esos momentos en que tanto cuesta encontrarlo, que la longevidad fructífera, como la de Isabel y Juan Imbroda, pueda marcar el final de la vida de una persona.
Sé que con ellos se ha ido parte de la familia Imbroda, que cuando se pierde a unos padres se muere parte de nosotros mismos, que un resquicio de pena se instala para siempre en el alma, y que el recuerdo, no exento de dosis de melancolía, nos asaltará por siempre, de repente o todos los días, porque a través de él volveremos en parte a ser niños, a vivir momentos mágicos e irrepetibles, a recrear el olor que nos dejaron prendido en nuestra propia esencia.
Con estas líneas quiero rendir homenaje a Isabel, como exponente de esa generación sacrificada que salió adelante, fundó e hizo posible una gran familia. Y quiero por extensión hacerlo a todas las mujeres de su época que siguen entre nosotros o que como ella cerraron ya su ciclo en esta vida.
Mi más sincero pésame a la familia Imbroda, en especial a todos sus hijos y con mayor cariño aún para el único que siempre vivió con ella, Blas Jesús, en el deseo de que el consuelo se torne alegría siempre que recuerden lo mucho de bueno que vivieron junto a sus padres.