Nací en Bilbao hace casi sesenta y seis años. Soy un orgulloso bilbaíno (con diptongo, que diría mi admirado Jon Uriarte). También soy un amante servidor de España a la que juré servir hasta la última gota de mi sangre, cuando tenía 19 años, junto con un numeroso grupo de jóvenes que conformaron, conforman y seguirán conformando mi querida XXXV Promoción de la Academia General Militar de Zaragoza.
En mi juventud, hasta los dieciocho años, me formé en un colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle) de Bilbao, el colegio Santiago Apóstol de la capital vizcaína. En aquellos años de mi adolescencia y juventud, últimos del régimen anterior (acabé mis estudios escolares en 1974, con 17 años), tuve la oportunidad de vivir de cerca los pronunciamientos políticos del entonces denominado clero vasco que desde sus tribunas de comunicación, fundamentalmente en las eucaristías, emitía opiniones de marcado sesgo político orientados muy mayoritariamente en la líneas del nacionalismo vasco. También conocí los casos extremos en los que algún sacerdote de la Iglesia católica se negaba a bautizar a hijos de guardias civiles por alegar, desde su tribuna eclesiástica de comunicación, que sus padres, por ser guardias civiles, estaban, según él, en pecado.
En palabras de Sabino Arana y Goiri, fundador del Partido Nacionalista Vasco “el buen bizkaitarra debía ser profundamente clerical y visceralmente antiespañol”. A mí la primera parte, la clerical, no me costaba mucho (siempre me he llevado bien con los curas). La segunda, lógicamente, me resultaba, no sólo inasumible, sino antagónica con mis principios.
Mi formación, de hondas raíces cristianas, me hacía sobrevolar sobre las proclamas partidistas y “humanas” (no sacerdotales) de aquel clero vasco, que a pesar de todos sus “dislates” nunca consiguieron hacerme claudicar de mi amor y fidelidad a la Iglesia Católica (la de Jesús de Nazaret, la del amor a “todos” los hombres).
Actualmente y como consecuencia de mi compromiso de servir a España, me encuentro tratando de aportar lo mejor de mi mismo, como diputado del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, por mi muy querida circunscripción de Melilla.
Esta legislatura que atravesamos, la más sectaria e ideologizada de nuestro recorrido democrático de los últimos 44 años, ha producido y está produciendo pronunciamientos legislativos que apelan a nuestras conciencias y a nuestras más íntimas convicciones morales y humanas. En este “rosario” de normas (curiosa concurrencia entre el lenguaje eclesiástico y el común) podemos incluir la ley del sólo sí es sí, la ley trans, la nueva revisión de la del aborto y cómo no, la precipitada y urgente resolución del recurso de la anterior ante el Tribunal Constitucional.
En referencia a las medidas propuestas en relación con la gestión de la ley del aborto, el secretario general de la Conferencia Episcopal Española, Monseñor César García Magán, en una intervención pública, advirtió de que no se pueden «hacer banderías con el tema del aborto» y llamó a la opinión pública a llevar a cabo «una maduración de conciencia social». Explicó, igualmente, que «el mensaje de la Iglesia en el tiempo es el mismo en defensa de la vida», enfatizando que la lucha contra el aborto «no es un acto de fe, hay un consenso en la comunidad científica». Eso sí, evitó condenar a quien da el paso al frente: «No entro a juzgar las circunstancias de las personas. Nos tendría que hacer a todos reflexionar cuando una mujer se ve abocada a esa salida».
Esta postura, que comparto, no es unánimemente compartida por otros católicos, que interpretan que la Iglesia sí se debe pronunciar “políticamente” y respaldar uno u otro posicionamiento partidista.
Así, Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de Orihuela y Alicante, afirmó, tras las manifestaciones del presidente del Partido Popular Alberto Núñez Feijóo después de anunciarse la resolución del Tribunal Constitucional, sobre el recurso contra Ley del Aborto de 2010, presentado por el Partido Popular, que “entramos en la contradicción más absoluta de alguien que tenga una recta conciencia y que reconozca la vida como algo inviolable, no digo ya que sea un católico. A ver cómo alguien con recta conciencia, sabiendo que el don de la vida es inviolable, puede apoyar a un partido político así”. Cruzaba así, Monseñor Munilla, la línea marcada por el secretario general de la Conferencia Episcopal, desde su posición de obispo de la Iglesia Católica, de pronunciarse en el ámbito electoral.
No soy partidario del aborto ni, si ustedes lo prefieren, de la interrupción voluntaria del embarazo. Soy católico practicante y creo en la diseminación y la proposición de la Buena Nueva del Evangelio a todas las gentes y por todo el mundo y creo en la defensa y la protección de la vida desde su concepción hasta su fin natural y así lo defiendo en mi tarea legislativa. Pero también asumo mis limitaciones y reconozco la corriente de opinión en contra que, si no dispusiese de mayoría parlamentaria, no haría progresar su ideología sectaria, que ignora, desprecia y minusvalora la posición de una importantísima parte de la sociedad española.
Interpreto mi pertenencia a la Iglesia católica, en la que gozosamente me incluyo y con la que me siento reflejado, como una adscripción a la diseminación en la sociedad de una conciencia colectiva de filiación divina, es decir de sentimiento de ser hijos de Dios y de hacer experimentar a mis hermanos el amor de Dios y de su misericordia para con nuestras limitaciones y nuestras dificultades para transitar por esta vida. Presto mi respeto y mi acatamiento al magisterio de la Iglesia en la conciencia de que, como yo, son hombres, hijos de Dios, plagados de limitaciones, pero con la inmensa responsabilidad de conducirnos a los fieles por este valle de lágrimas que es la vida terrena hasta la vida eterna. A pesar de todas mis limitaciones y siendo consciente de las limitaciones de todos mis hermanos, los seres humanos que junto a mí transitan por la vida, me confieso humilde feligrés de la Iglesia católica: a pesar de todo.