Hay quienes le tienen severa alergia y repulsión, otros la veneran sin entenderla, otros dicen portarla para someter a los demás, otros tantos pasan de ella porque les da igual, otros la necesitan para trabajar, otros la buscan permanentemente y la defienden a capa y espada, creyendo que así la vida es más auténtica. Pues amigos, el problema de la verdad nos acompañó siempre, y no pierde vigencia, a pesar de vivir en tiempos de permanente negación casi psicopatológica que nos adormece y confunde. Pero siempre, tarde o temprano, ella busca su lugar.
La posverdad, hija predilecta de la postmodernidad, se caracteriza básicamente por la manipulación emocional y la instalación de narrativas bastante flojas de papeles, que apelan siempre a las creencias personales en lugar de atenerse a los hechos objetivos, emergiendo como desafío prometeico la necesidad de ‘buscar la verdad’ en un mundo que se empeña, desde los poderes educativos y comunicacionales, en negarla.
En su obra ‘La República’, Platón nos planteaba la existencia del mundo de las Ideas, en el cual la verdad es inmutable y eterna, mientras que reafirmaba permanentemente las severas dificultades que existen de transmitir esta verdad a aquellos que están aferrados a la realidad sensible. Ya en el siglo IV A.C se avizora una advertencia del filósofo: la amenaza de la ilusión y la manipulación de la realidad. Si se habéis topado con el mito o alegoría de la caverna de Platón, o con la trilogía de Matrix de los hermanos Wachowski, el problema les quedará majestuosamente ilustrado: la verdad es un problema en tanto que una serie de mecanismos de poder altamente financiados a nivel global se empeñan encarecidamente a favorecer la ilusión por sobre lo real, haciendo hincapié principalmente en emociones y percepciones personales que prevalezcan sobre cualquier atisbo de hecho objetivo.
En otras oportunidades hemos señalado bastantes características nocivas y patéticas de una post-modernidad que postula el reinado de la post-verdad como discurso dominante, justificador de atrocidades y relativismos que siempre terminan siendo cómplices de la cobardía que implica mentir con pretensiones de legitimidad social. Pero, como diría Nietzsche en su obra ‘Sobre verdad y mentira en sentido extramoral’, la verdad no es otra cosa que una construcción del lenguaje, una “mentira útil”, fabricada para poder sobrevivir. El problema de esta mentirita que nos sirve, es que al parecer los seres humanos tenemos el vicio o la costumbre de “olvidarnos” de la fabricación propia de esas “verdades”. Nace de a poco, con le ley de que “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”, los sedimentos de la posmo-perversidad intelectual.
Sin dudas, para Nietzsche la idea de una verdad objetiva y universal era ridícula, puesto que se le hacía evidente que la verdad es una construcción de las interpretaciones influenciadas por las perspectivas y la voluntad de poder en cada época y contexto social específico. Para nuestro amigo bigotón, la verdadera intolerancia a la verdad surge cuando se imponen interpretaciones totalmente particulares como absolutas y atemporales, ignorando la genealogía específica que le dio su peso contingente en su tiempo y su espacio.
Y hablando justamente de perversidad, no podemos eludir ni por un instante los aportes de Michel Foucault, para quien la única relación digna de ser estudiada con severidad es la de la verdad y el poder: la verdad no sería una entidad estática, inmutable y eterna, sino una herramienta de los poderes que puede ser utilizada, entre tantas cosas, para mantener ciertas estructuras sociales: nada es verdadero por sí mismo, sino por imposición de poderes que establecen ciertos regímenes disciplinarios (medicina en general, el derecho penal, la sexualidad, el sistema educativo formal, etcétera).
Según Foucault, el conocimiento “no contaminado” de relaciones de poder se contrapone a la construcción del saber o de los saberes, los cuales llevan consigo una huella de luchas y voluntades en puja epocales. A eso dedicó prácticamente toda su carrera, a realizar una genealogía de esa conformación de los saberes, buscando y explicitando justamente cómo se han construido en función no de lo que las cosas sean, sino de las luchas de poder que establecen el discurso que verse lo que las cosas son.
Como habrán podido apreciar, queridos lectores, el ethos común de los postmodernos es la imposibilidad de concebir una noción de verdad depurada de poder, sino solamente como una construcción social que responde a disputas de intereses particulares. Lo interesante de esto es que si todo saber, y toda verdad, existen en función de responder a las exigencias de un poder, es crucial que nos preguntemos ¿a qué poderes concretos responde aquél sistema discursivo que insiste que toda verdad responde a un poder? Cae por su propio peso: toda filosofía o moda intelectual pasajera que se pretenda llamar emancipadora, lo único que hace, en estos casos, es emancipar al poder de la verdad, pero nos deja a los sujetos más sometidos al poder que nunca, ya que ni siquiera nos da la posibilidad de sustentarnos sobre una verdad para impugnar a ese poder.
En fin, no importa, caro lector, que tal vez no conozcas a Foucault (tampoco te pierdes de mucho, créeme), el punto aquí es que la fantasía de aquellos que se hacen llamar revolucionarios del pensamiento, que vienen supuestamente a cuestionarlo todo, a desconstruir y subvertir el orden establecido no son más que engranajes funcionales a una estructura que necesita, para funcionar mejor, de esa función aparentemente disruptiva. Como sostuvo la gran Hannah Arendt: “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador, el día después de la revolución”.
Un sistema político-económico preponderantemente industrial necesitaría de un régimen normalizante al estilo fordista que controle los movimientos de un obrero desde que entra hasta que sale de la fábrica de manera eficiente y mecánica, por lo cual también sería necesaria cierta normalización de los cuerpos, es decir, una adecuación a ciertas exigencias y normas, gestos, horarios, espacios de reclusión, etcétera. Pues bien, nada de eso tiene que ver con las actuales condiciones de producción, las cuales son post-industriales y demandan salirse de la norma permanentemente, justamente por una cuestión básica de aceleración de los procesos productivos, la virtualización y la obsolescencia programada como regla de un estilo de vida frenético y esquizofrénico que requiere no normalizar, sino enloquecer a la población. El sistema actual necesita de la aceleración de los gustos y necesidades, la relativización constante de los sistemas morales y los deseso hasta hacerlos papilla. La contraposición a este modelo, es una idea de verdad, en la que tengamos identidades sólidas, sustentadas en principios morales que se ajusten a una realidad que se encuentre dentro y fuera de nosotros. Entonces, caros lectores, les vuelvo a preguntar ¿a quién le resulta útil entonces el modelo que Foucault propone?
En nuestro mundo la intolerancia a la verdad persiste en diversas formas, sobre todo en una, que es la virtualización de la comunicación y las relaciones sociales mediante las redes, en las cuales las ideas que no coinciden con las creencias dominantes son brutalmente silenciadas y desacreditadas. Estamos, sin duda, inmersos en una ridícula polarización política que es funcional a un sistema económico que apuesta por la atomización y destrucción de cualquier rasgo que nos religue entre nosotros como comunidad y, sobre todo, en el vínculo mismo del yo, su pensamiento y su pretensión de conocimiento de una realidad externa a él. Nos encontramos en un punto patético en el cual se reavivan discursos anticientíficos, que están negando los resultados de siglos de investigación y postulando ridiculeces como que la tierra es plana y las vacunas son nocivas.
En conclusión, a lo largo de la historia de la filosofía, desde Platón hasta Foucault, se ha reflexionado sobre la búsqueda de la verdad y la resistencia que puede surgir ante nuevas perspectivas. La intolerancia a la verdad es un fenómeno complejo arraigado en nuestra naturaleza humana, y abordarla requiere un compromiso constante con la apertura mental, el pensamiento crítico, el apego a lo real y verdadero y una apelación honesta al diálogo constructivo. En un mundo donde la información fluye rápidamente, la tolerancia a la verdad se presenta como un desafío necesario para el progreso y la convivencia armoniosa.
Está claro que en nuestra actual era de la postverdura, la intolerancia se manifiesta en la desconfianza hacia la existencia de verdades objetivas y en la aceptación acrítica de cualquier narrativa que se alinee con las creencias individuales. Al promocionar la relativización absoluta de toda posibilidad de verdad, lo que se consigue es un estado de confusión e indiferencia hacia la realidad objetiva que ha conseguido forjar seres humanos preponderantemente idiotas y adormecidos que a los gritos y pancartas dirán estar en contra de algo que no comprenden pero en el plano de lo concreto, no harán nada por absolutamente nadie, ni siquiera por sí mismos.