Se le atribuye a Winston Churchill, el que fuera líder conservador británico, la frase según la cual la democracia es ese sistema político en el que cuando alguien toca a tu puerta de madrugada, es seguro que va a ser el lechero.
Esta frase ha sido objeto de múltiples interpretaciones para expresar el trasfondo esencial de lo que debería ser una democracia, tal como la entendemos en la actualidad.
La mayor parte de estas interpretaciones se remiten al ámbito policial, asegurando que, en una democracia, la policía o las fuerzas del orden, que actúan en nombre del gobierno, no invaden las casas de los ciudadanos de madrugada, sino que, en lugar de tener algo que temer, lo único que se puede esperar, si alguien llama a tu puerta a esas horas, es que sea el lechero. Dado que, en nuestras urbes, el servicio a domicilio ha sido sustituido por la compra en el supermercado más próximo, podemos reemplazar el ejemplo del lechero por cualquier otro que se acomode a nuestras prácticas cotidianas. Lo más habitual es que sea el vecino advirtiéndonos de que se oye un ruido o se percibe un olor extraño en la escalera y que ninguna de las dos eventualidades entrañe, en realidad, ningún peligro.
No obstante, esto es de aplicación solamente para aquellos ciudadanos que cumplen fielmente sus obligaciones legales, porque si, en lugar de ello, se tratara de delincuentes, lo que cabría esperar, precisamente, en una democracia, es que la policía irrumpiera, de madrugada o a cualquier otra hora, en casa de unos delincuentes (con los debidos requisitos legales, eso sí), para proteger al resto de la sociedad de sus posibles actuaciones.
Yo creo que cuando el político británico citaba el ejemplo del lechero, lo hacía en un sentido más amplio que el meramente policial, para querer manifestar que en una democracia, lo que cabe esperar, es que lo que suceda en tu entorno sea lo previsible, no lo contrario. En su época, que el lechero entregara su producto comercial de madrugada.
La democracia liberal, aquella en la que predomina el imperio de la norma o el Estado de Derecho, la mayor parte de las situaciones a las que se pueda enfrentar un ciudadano, debe estar prevista por la regulación, de manera que la convivencia no esté sometida al imperio del más fuerte, sino a las normas que, por los procedimientos acordados, entre todos nos demos.
Esto es lo que realmente define a la democracia. La ausencia de sobresaltos. La previsibilidad de lo que puede ocurrir, porque está habitualmente sujeto a norma. En otras palabras, la democracia, para serlo, debe ser rutinaria y en consecuencia basada en la serenidad y el sosiego.
Desde hace unos años a esta parte, en España parecemos empeñados en alterar este criterio y no es extraño que la realidad cotidiana se vea sometida, con mayor frecuencia, al sobresalto que a la rutina.
Desde que, en el año 2004, como consecuencia de los brutales atentados de Madrid se produjeran los primeros rodeos a las sedes del Partido Popular, responsabilizándole de lo que, a la postre se demostró como una actuación terrorista de notable importancia, aprovechando el shock experimentado a nivel nacional e internacional para promover la alteración suficiente que garantizase un resultado electoral favorable a los promotores de dicha alteración hasta la legislatura actual, en la que, lo que hemos vivido fundamentalmente ha sido un esfuerzo inusitado por parte de la izquierda para impulsar su sectaria agenda ideológica, descalificando, para ello, de manera constante, todo esfuerzo de la oposición para plantear, en representación de la media España a la que representan, cualquier alternativa, todo viene siendo una sucesión de actuaciones encaminadas a facilitar cualquier cosa menos la serenidad o el sosiego.
Tras el triunfo electoral de José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, poco tardó en activar lo que él denominaba el cordón sanitario frente al Partido Popular, para hacer imposible cualquier tipo de entendimiento entre fuerzas políticas que, aunque discrepantes, representaban legítimamente a la ciudadanía española, a toda la ciudadanía española.
Durante su segunda legislatura, aquella de la “necesidad de tensión” manifestada discretamente a Iñaki Gabilondo, su falta de reconocimiento de la gravedad de la crisis económica hizo posible que las fuerzas de la extrema izquierda capitaneadas por Podemos ahormaran su proyecto de democracia no representativa, cuestionando la legitimidad de las instituciones e iniciando sus actividades de democracia asamblearia en las calles. Fueron los tiempos del “que no, que no, que no nos representan, que no”.
Tras abandonar, literalmente, el Gobierno, dejando un legado ruinoso para nuestra nación del que hubo que sobreponerse con un importantísimo esfuerzo y un elevado nivel de sacrificio, por parte de toda la ciudadanía española, nuestro Congreso de los Diputados comenzó a parecerse a un ‘reality show’ en el que cada día había una intervención más escandalosa. Se instauró la moda de los zascas, a la que vinieron a acompañar las descalificaciones en las redes sociales, los escraches y el desenfoque de la actuación política propia de una democracia serena y sosegada, o sea, madura.
Con esa dinámica hemos llegado hasta el día de la fecha, en el que, para nuestro pesar, el de la inmensa mayoría de los españoles, que deseamos recuperar el respeto a nuestras instituciones, continuamos embarcados en una forma de gestionar lo público, lo de todos, de una manera abiertamente escandalosa, importando mucho más el a ‘quién’ descalificar o atacar que el ‘qué’ proponer.
Hemos abandonado la búsqueda de la norma que promueva la convivencia en favor de la descalificación del adversario, si puede ser descarnada y despiadada, mejor.
Hoy criticamos hipócritamente lo que ha sucedido en Brasilia o sucedió el año pasado en Washington, disimulando lo que sucedió en nuestro Congreso en octubre de 2016, cuando se rodeó el congreso para deslegitimar la elección del presidente Rajoy.
Mucho debemos cambiar en nuestras actitudes personales para que nuestra democracia vuelva a ser previsible, de manera que, si alguien llamase a nuestra puerta de madrugada, “debería ser el lechero”.