El juego por la supremacía mundial se desenvuelve en el Pacífico y no es descabellado que conduzca a una confrontación armada entre sus dos principales competidores: Estados Unidos y China. Por ahora, la economía es el principal caballo de batalla comenzando por la esfera de las altas tecnologías y el forcejeo se amplifica sobre la isla de Taiwán o Formosa, especialmente en el pasado.
Si acaso, un duelo cargado de zozobras que en las últimas semanas se ha disparatado, con maniobras militares y provocaciones diplomáticas nada desdeñables. Esta partida a dos bandas, geoestratégica y geoeconómica, se presagia dilatada en el tiempo y resbaladiza para sus contendientes, pero sus piezas están cabeceando de manera inapelable.
A resultas de todo ello, Pekín, ha hecho oficial una estratégica hoja de ruta, la primera en lo que ha transcurrido de siglo que avisa contra las intrusiones extranjeras, y que advierte con responder contundentemente contra cualquier tentativa de afianzar de facto la independencia de la isla de Taiwán: sea en la órbita política y militar, o asfixiando la industria progresiva de semiconductores chinos a favor de los taiwaneses. La indirecta es clarividente para Estados Unidos: imposibilitar cualquier acción separatista o de apoyo. Toda vez, que la divulgación del Libro Blanco sobre la tesis taiwanesa ha coincidido con la finalización de unas maniobras que pretendían despejar cualquier duda, si Pekín posee los medios pertinentes para sofocar manifestaciones secesionistas respaldadas desde el exterior y que traten de desmontar el statu quo de la isla, intacto desde el 7/XII/1949, fecha de la consumación de la guerra civil china.
En dicho pasaje la crítica literal es manifiesta: “En los últimos años las autoridades de Taiwán, encabezadas por el Partido Democrático Progresista, han redoblado sus esfuerzos para dividir el país, y algunas fuerzas externas han tratado de utilizar a Taiwán para contener a China, evitar que la nación china logre la reunificación completa y detener el proceso de rejuvenecimiento nacional”.
Ni que decir tiene, que el gigante asiático lleva años previniéndose para esta colisión inminente, que sería en buena forma híbrida y que parece estar en circulación en el entorno económico.
El confinamiento y la economía de guerra aplicada por la dirección china a sus habitantes con la argumentación de acreditar una política de ‘cero covid’, han reforzado una resistencia a la indisposición financiera y el desabastecimiento global asentada en el proteccionismo y la restricción de movimientos, que ni mucho menos tiene comparación en Estados Unidos y menos aún en Europa.
Si bien, la invasión de Ucrania ha suscitado el deterioro de los contingentes rusos en una prolongada campaña militar, pero de momento quienes padecen el infortunio económico han sido los estados occidentales, fundamentalmente, por las incisiones del gas y el petróleo. Esta extenuación podría reportar a la recesión de muchos de estos países antes de la finalización de año. La advertencia añadida de una hecatombe de carestía tecnológica, en caso de que se proyecte la crisis con China, remata un paisaje tenebroso para el Viejo Continente.
En el marco de unas insólitas maniobras en reproche por la visita desafiante a Taipéi, capital de Taiwán, de la Presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi (1940-82 años), China ha confirmado su enorme capacidad para acorralar por mar y aire la isla. No parece tanta su potencia como para que resulte una invasión militar, pero de este bloqueo sí que podría condenar al colapso a Taiwán, dando un golpe insalvable a un universo dependiente de los componentes electrónicos taiwaneses.
En ese Libro Blanco editado por la Oficina de Asuntos de Taiwán y bajo el título, “La cuestión de Taiwán y la reunificación con China en la nueva era”, Pekín señala a Estados Unidos como el principal interesado en esa desestabilización del efímero equilibrio en Extremo Oriente: “Todavía perdidas en delirios de hegemonía y atrapadas en la mentalidad de la Guerra Fría, algunas fuerzas estadounidenses insisten en percibir y retratar a China como un importante adversario estratégico y una seria amenaza a largo plazo. Hacen todo lo posible para socavar y presionar a China, explotando a Taiwán como una herramienta conveniente”.
La reseña es directa a la concepción estratégica de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) aprobado en la cumbre que la Organización Atlántica ofició en la capital de España. En él se contempla a China como un desafío a la estabilidad mundial. Esa hoja de ruta de la OTAN para la próxima década prosigue a no dudar ni un segundo de los intereses norteamericanos en la zona de Asia-Pacífico.
“Para sus pretensiones en Asia-Pacífico, a Washington le viene como anillo al dedo esa política de ambigüedad, con la que insta a Taiwán que no dé pasos en falso que le reporten a cruzar la línea roja de una declaración de independencia”
Entre esos beneficios figura el firme envite por la capacidad de fabricación tecnológica de Taiwán, que valga a su vez de barrera de contención ante el desarrollo chino en ese espacio, como dejó perfectamente claro Pelosi en su reciente visita a la isla. La política americana, la de más alto nivel que hacía acto de presencia en Taiwán desde hacía un cuarto de siglo, se reunió con Mark Liu, Presidente de la Taiwán Semiconductor Manufacturing Company (TSMC).
Si China ocupara Taiwán, como reitera en augurar Estados Unidos, esta empresa, la mayor en esa rama de la alta tecnología, se colapsaría y produciría una interrupción tecnológica sin precedentes, por desabastecimiento de esos componentes imprescindibles. Tal escenario, en términos del propio Liu, “destruiría el orden mundial”. Hay que decir al respecto, que las plantas de producción TSMC confeccionan el 50% de los semiconductores mundiales, principalmente, los designados a empresas estadounidenses, europeas y chinas como Huawei Technologies Co.
Con idéntico guion ha afirmado que la cadena de suministro de semiconductores se desmoronaría en caso de una probable incursión de la isla por el ejército chino y TSMC forma parte de esa red. A su vez, se generaría una imponente turbulencia en China, porque los suministros de sus componentes electrónicos se verían cortados. Sin inmiscuir, que TSMC dispone de dos enormes complejos de producción de semiconductores en la China continental.
En estos instantes, las operaciones chinas de circuitos integrados sobrepasan en valor a sus adquisiciones de petróleo. Con esos semiconductores, China nutre su tecnología y sus exportaciones. De hecho, las sanciones a Taiwán intentan prescindir de este ramo económico, pues funcionarían como una especie de bumerán.
De ahí, que los empeños de China para activar la producción propia de semiconductores vayan contrarreloj e inquieten a Estados Unidos, donde asimismo se promueve esta industria esencial para el resto de la economía. Y tanto Washington como Pekín, están al corriente de buenas fuentes que el quid de la producción de material electrónico y chips de última generación se encuentran en Taiwán.
Por lo tanto, el principal, aunque no el único instrumento de contención entre Estados Unidos y China es Taiwán. Porque, mientras que Washington conserva una política de una única China, Pekín preconiza el principio de una sola China aclamando que únicamente existe una China en el mundo y que tanto la isla de Taiwán como la franja continental son la misma República Popular China.
Igualmente, los representantes chinos aseguran que la soberanía y el territorio no pueden desmembrarse. A la vista de Pekín, Taiwán es una provincia renegada aparecida de la guerra civil, por lo que la reunificación es la única alternativa de futuro. Estos cambios políticos y sociales, habrían de producirse de modo pacífico, pero la inercia de la fuerza no puede eludirse si Taiwán reivindicase una independencia de jure. Por su parte, el Gobierno de Taipéi demanda su estatus como Estado soberano.
Simultáneamente, Washington no parece querer obstaculizar una infundada reunificación si ambas partes están de acuerdo, pero Estados Unidos ya ha dicho en numerosas circunstancias que no admitirá variaciones unilaterales en el estatus quo de Taiwán, pero sin precisar abiertamente qué es lo que interpreta por ‘estatus quo’.
Y es que, para sus pretensiones en Asia-Pacífico, a Washington le viene como anillo al dedo esa política de ambigüedad, con la que insta a Taiwán que no dé pasos en falso que le reporten a cruzar la línea roja de una declaración de independencia y, por otra, avisa a Pekín de que el empleo de la fuerza del Ejército de Liberación Popular contra Taiwán podría conducir a Estados Unidos a una intervención militar.
A decir verdad, es enrevesado seguir requiriendo a China que respete el Derecho Internacional en relación a la resolución del Tribunal Permanente de Arbitraje y las discordias territoriales en el Mar de la China Meridional, mientras que Taiwán es una irregularidad que transgrede contra ese mismo Derecho Internacional que Pekín ha de practicar, ciñéndose a las fórmulas de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
Ante lo expuesto, es preciso retroceder a la década de 1940 para hacer constar que la guerra civil fragmentaría el Imperio del Centro en dos regímenes concretos. El primero lo acomodaría la República Popular China, encabezada por Mao Zedong (1893-1976) y el Partido Comunista Chino, que a partir de 1949 tuvo bajo control el extenso territorio continental. Y el segundo, la República de China, que con la asistencia militar y económica de Estados Unidos se establecería en el territorio de la antigua isla de Formosa. Es decir, Taiwán, desde octubre de 1949 quedó a merced del partido nacionalista Kuomintang o KMT tras su salida de la China continental.
En esta situación de quiebra nacional, el bando de los derrotados por Mao, el Gobierno de la República de China trataba de consolidar sus instituciones bajo la protección de los Estados Unidos en la isla de Taiwán.
Entretanto, la delegación del nacionalista Chiang Kai-shek (1887-1975), tras su desaparición, fue sustituida explícitamente por el Gobierno de la República Popular China el 1/X/1949. Amén, que la antigua jefatura de China escabullida a Taiwán no tardaría en percatarse de que sería capaz de moderar las políticas puestas en funcionamiento desde Pekín por el Gobierno Popular, y con ello, los pactos internacionales que China había suscrito con otros estados u organismos.
El Kuomintang de Chiang, entre algunas directrices dispuso informar a la Comunidad Internacional que descartaba a China del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT). Aquella notificación de los evadidos a Taiwán no quedó vacía, porque visiblemente justificaba que la autoridad del Partido Nacionalista del Kuomintang reconocía su revés en la guerra civil.
En este aspecto, resulta inconcebible que el grupo vencido, tras su marcha a la isla de Formosa, y a pesar de divulgar su renuncia a varios acuerdos internacionales, se asignara la soberanía del país y la jurisdicción sobre los convenios que preliminarmente fueron rubricados por el Gobierno legítimo de China.
Con la noticia transmitida desde Taipéi, el departamento continental de la República Popular China quedaba no solo al margen del Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio, sino de la Organización de Naciones Unidas y de su Consejo de Seguridad. Paulatinamente, los Gobiernos de las partes contratantes hicieron real la retirada de China del GATT. Así, el 12/VI/1950, la Unión de Sudáfrica daría publicidad a su dictamen de aplicar a los productos chinos los máximos aranceles de modo urgente.
En similitud con las premisas de los internacionalistas, puede decirse que no hay Derecho Internacional sin Estados, ni Estados sin soberanía, ni soberanía sin territorio, porque, valga la redundancia, el territorio es un medio geográfico en el que los pesos pesados del Estado desarrollan su máximo porte, y por ello, el principio de territorialidad colma un lugar destacado en la praxis internacional y la ciencia política.
Tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la nueva realidad de divergencia entre los bloques, llámese comunistas frente a capitalistas, espoleó a los Estados Unidos a infringir el Derecho Internacional y a prestar su apoyo absoluto al establecimiento de Chiang en la isla de Taiwán.
Probablemente dos ingredientes desnivelaron la balanza norteamericana en favor de los nacionalistas del Kuomintang: la Guerra Fría (1947-1991) y la Guerra de Corea (1950-1953), conflicto este último en el que la República Popular China contribuyó con voluntarios. Estas causas habrían sido los desencadenantes de la política de contención americana en toda la región asiática, que se apuntaló por medio de pactos multilaterales y bilaterales consignados a levantar un muro de cara al expansionismo comunista chino desde el noreste hasta el sureste asiático.
Evidentemente, con el preludio de la Guerra de Corea, la isla de Taiwán se erigió en un enclave estratégico para los Estados Unidos en Asia, y desde aquella coyuntura Washington acrecentó su respaldo militar a Taipéi.
De cualquier manera, interesa no soslayar que el Gobierno legítimo de China, bien bajo la autoridad de Chiang antes de octubre de 1949, o con Mao al frente tras la pérdida del primero, en todo momento había distinguido a Taiwán y la isla de Los Pescadores como parte inherente de su territorio.
Por esta cuestión, tras proclamarse la República Popular China, el Ejército de Liberación Popular se previno para conquistar la isla de Taiwán con el propósito de reestablecer una demarcación que legítimamente correspondía a China. Pero debido a la interposición militar de los Estados Unidos en favor del vencido, las fuerzas maoístas renunciaron en su conato por recuperar aquel escenario territorial, entre otras lógicas, porque el presidente estadounidense Harry Truman (1884-1972) envió a su Séptima Flota a la zona con la intención de salvaguardar la defensa del territorio ocupado ante una hipotética ofensiva de Pekín.
Subsiguientemente, Washington aprobaría con Taipéi el Tratado de Seguridad Mutua que estuvo en vigor hasta 1979. Examinado el esclarecimiento de los hechos precedentemente referidos, la apreciación del Taipéi chino como República, Estado o una segunda China, no puede disponer de suficiente legitimación reglamentaria. Chiang y sus seguidores políticos han estado y están establecidos sobre una superficie que no les atañe, puesto que está en posesión de la República Popular China.
Es incuestionable que Mao se topó con una nación desolada tras años de beligerancia y de tratados quebradizos, con un pueblo desalentado y una economía errática que no admitía incidentes militares, y menos aún contra Estados Unidos; pero, tampoco no es menos cierto, que entre 1949 y 1961, respectivamente, Chiang contó con la excelente asistencia que simbolizaron los 2.335 millones de dólares americanos que dedicó para su defensa militar ante una potencial acometida de Pekín.
Además, pudo numerar en su asignación y en la misma extensión de tiempo, otros 1.446 millones de dólares para impulsar la agricultura y sus infraestructuras industriales, emprendiendo una apertura económica enfocada al mercado exterior que terminaría por transformar a Taiwán en el décimo tercer exportador del planeta.
En efecto, aquel refuerzo económico y militar estadounidense resultó fundamental para que Chiang operase con su propio Gobierno, solo que clandestinamente asentado sobre territorio chino. En contra de la valoración de diversos analistas, todavía hay quien mantiene que desde la fuga de los adeptos de Chiang, “ni el Gobierno de Beijing consiguió ejercer la soberanía política sobre su provincia taiwanesa, ni el Gobierno de Taipéi logró extender su soberanía sobre la China continental”.
Esta interpretación de las vicisitudes podría hacer cavilar al lector que ambos Gobiernos, de modo palpable compartían un mismo proyecto nacional y que, por ende, ambos contemplaban a Taiwán como una provincia. Pero este veredicto es un razonamiento errado por falta de fundamentos jurídicos.
Más aun, la polémica de las dos China lo abrió Estados Unidos cuando en julio de 1959 se produjo la Guerra de Corea, y Washington prefijó que de algún modo había que retraer e inmovilizar a la nueva China comunista. Entonces, Estados Unidos manifestó que “la posición de Taiwán no estaba determinada”, para a posteriori incitar en la Comunidad Internacional el reconocimiento doble, aspirando a componer dos Chinas.
“El juego por la supremacía mundial se desenvuelve en el Pacífico y no es descabellado que conduzca a una confrontación armada entre sus dos principales competidores: Estados Unidos y China”
Desde 1950 hasta la fecha presente, sólo la fuerza militar norteamericana ha imposibilitado a la República Popular China desplegar su soberanía sobre Taiwán y obtener su integridad territorial. En definitiva, en ningún tiempo constaron dos Chinas y el ejemplo susodicho del aislamiento del GATT fue de acuerdo al Derecho Internacional, uno de los muchos ejercicios ilegales conformados con el patrocinio de Estados Unidos. Como es sabido, esta práctica indebida adquiriría resultados taxativos en las aspiraciones de la República Popular para acercarse al sistema internacional.
Consecuentemente, el 2/X/1949, un día más tarde de la fundación de la República Popular China, la Unión Soviética reconoció a la China Popular. Tras los soviéticos, concedieron su reconocimiento al régimen de Mao, Bulgaria, Rumanía, Hungría, Corea del Norte, Checoslovaquia, Polonia, Mongolia Exterior y algunos otros estados comunistas. Pero antes del 24/X/1971, sesenta y cuatro eran los países que conservaban vínculos diplomáticos con China, incluyéndose Francia.
Una vez vio luz verde la resolución 2758, el contexto se agrandó y entre 1970 y 1976, cincuenta y siete estados identificaron administrativamente a la República Popular como el Gobierno efectivo de China. Entre estos territorios concurrían Alemania Federal, Reino Unido, Canadá, Japón e Italia. El 9/III/1973, embajadores de las jefaturas de España y la República Popular China acordaban el establecimiento de relaciones diplomáticas. De este modo, España, igualmente lo reconocía y el 10/IV/1973 exceptuaba su representación oficial en Taiwán, aunque proseguía las conexiones comerciales con la isla rebelde.
Estados Unidos y la República Popular China sentaron las bases para una relaciones diplomáticas plenas el 1/I/1979, con lo que quedaba atrás un período de treinta años de exclusión. El entonces viceprimer ministro Teng Hsiao-ping aseveró que aquello estaba cimentado “en perspectivas políticas y estratégicas de largo alcance”.
La aparición de Teng Hsiao-ping en la delegación estadounidense de Pekín, junto al segundo viceprimer ministro, Fang Yi y cinco ministros más, puso en evidencia la trascendencia que la República Popular China otorgó a las relaciones diplomáticas con Estados Unidos.
Paralelamente a la formalización de lo que era una realidad entre Washington-Pekín, las banderas de Estados Unidos y Taiwán se izaron en las concernientes legaciones diplomáticas, mientras el Gobierno de Formosa hacía pública una declaración en la que tildaba la conclusión americana de deshacer unilateralmente el Tratado de Defensa Mutua.
Pero a pesar de este vuelco pretencioso en la política exterior norteamericana puesta en marcha, la irregularidad jurídica que reproduce la no reintegración de la soberanía del territorio de Taiwán a la República Popular China sigue totalizando un acto ilícito internacional.
Más aun, la posición reinante de la isla se sitúa sobre una violación del Derecho Internacional y, venga bien o no acorde a la geopolítica de Estados Unidos en Asia-Pacífico, anteriormente o a continuación, esta anomalía ha de solventarse según el Derecho Internacional, porque desde 1949 se vienen vulnerando derechos que son de titularidad únicamente china.