Todavía no son las ocho de la mañana. Los primeros rayos de sol han comenzado a despuntar. A pesar de la hora, en el paseo marítimo de San Lorenzo hay gente caminando, haciendo footing y deporte. Otros bajan hasta la playa para pasear por ella. Javier es testigo de esta escena todos los días. Baja a primera hora de la mañana con su detector de metales.
A esa hora del día, la playa está casi vacía, a excepción de unos pocos que deciden darse un chapuzón después de hacer deporte. Para él es la mejor hora para bajar a detectar metales. Puede darse todas las vueltas que quiera sin tener que molestar a nadie.
Este ciudadano va paseando por la playa con este aparato y recoge todos los objetos metálicos que van apareciendo en su camino. Sobre todo se lleva encima los objetos más pequeños (como chapas de botellas, cervezas y monedas). Sin embargo, otros elementos de mayor tamaño, como las latas, no puede guardarlos en sus bolsillos y cargar con ellos.
Asegura que todos los días acaba recorriendo la playa de una punta a la otra andando. Al final, con tanto ejercicio es como si estuviera haciendo deporte. También cuenta que cada vez que encuentra algo, siempre le anima a seguir buscando más cosas y al final se convierte en una especie de vicio.
Tanto que Javier lleva más de cinco años paseando por las playas con su detector de metales. La actividad es sencilla. Se coloca los cascos y va pasando el detector por la arena siguiendo los pitidos que emite hasta encontrar algo. Durante este tiempo asegura que ha encontrado muchas cosas, como teléfonos móviles, monedas e incluso algunos anillos perdidos.
Dependiendo de la gama, un detector de metales puede tener una profundidad de penetración de hasta 35 centímetros y encuentra los objetos metálicos gracias a los impulsos electromagnéticos. Muchas personas los utilizan para, al igual que Javier, pasar un buen rato buscando “tesoros” tanto por la playa como por el campo.