La playa pasa de playa a páramo en estas fechas, a pesar de que el ‘veranillo del membrillo’ sigue en vigor, a pesar de que el otoño se torna apacible y cálido. Todavía se puede ir en camisa pero los regentes políticos de las temporadas meteorológicas tienen sus leyes, sus inflexibles calendarios, necesarios para convertir riberas en auténticas y desérticas parcelas llenas de porquería, por cierto. Este es el momento adecuado para que los canes vayan a la playa y defequen a gusto, libremente, para mayor perjuicio de esos pocos melillenses que siguen confiando en el litoral hasta que de verdad llegue el frío.
¿A qué vienen esas prisas por desmontar el mobiliario playero?, ¿a quién molesta esa instalación?. Aunque sólo sea por el efecto estético, la playa sería más amable con sus propios complementos, los propios de una playa, ergo, sombrillas, duchas, servicios y limpieza, cualidad inherente al medio ambiente. Pero, no; en esta ciudad lo importante es ajustarse a normas preconcebidas, aunque todo quisqui se las salte en otros aspectos de la vida. Aquí lo importante es quitar una sombrilla de la arena, no que cuatro o cinco empresas chupen las tripas de la agónica economía pública. Eso importa menos.
Las playas civilizadas tienen usos alternativos en épocas menos veraniegas que julio o agosto. Por ejemplo, en Torremolinos y Benalmádena se aprovecha el otoño y hasta el invierno para llevar a los escolares de cara a la prática de actividades complementarias que les sirven para conocer el medio ambiente cercano al mar y en esas arenas disfrutan –cuando pueden y el meteoro es gentil- de una jornada al aire libre que suele ser inolvidable. Para eso hacen falta sombrillas, agua corriente y servicios públicos, justo lo que no hay en Melilla por mor de nuestros dignísimos administradores.
Hay litorales –Santander, Barcelona, Villagarcía de Arosa, por poner algunos- en los que se montan programas de animación y ejercicio destinados a mantener el buen tono de la salud de los mayores. Hacen ejercicio en playas perfectamente preparadas, respiran iodo y flúor, se oxigenan y vuelven a casa o a la residencia como una rosa porque se han pegado una buena paliza de salud y vida.
Las playas no mueren cuando se muere el verano, no. Seguramente aprovechan la menor densidad de población visitante para regenerarse y prepararse para montar una eficaz defensa contra los temibles temporales de levante propios de los tiempos invernales. Pero, claro, eso ocurre en los municipios civilizados en cuyos órganos de gobierno hay gente que piensa, cosa que no ocurre en todos sitios.