"Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana también nuestra fe”. Así escribía de puño y letra Pablo de Tarso a un grupo de cristianos de Corinto. Porque, si Cristo verdaderamente no ha resucitado, la Iglesia debe permanecer en silencio al no poder dar a conocer ninguna Buena Noticia de salvación. De forma, que nuestra fe queda desierta o digamos, vacía de sentido. Al igual, que no poseemos una esperanza realmente concluyente para aportar al ser humano. Con lo cual, únicamente la Resurrección de Jesucristo es la que fundamenta y da sentido a la fe cristiana.
No cabe duda, que la fe se cimienta en la Muerte y Resurrección de Cristo, al igual que una casa se sostiene si está edificada sobre cimientos sólidos, pero si éstos acaban cediendo, la morada terminará derrumbándose.
En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo al tomar nuestros pecados y descender al abismo de la muerte, y en la Resurrección los vence y nos abre el camino para renacer a una nueva vida. San Pedro lo dice al inicio de su Primera Carta: “Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera”. El Apóstol nos deja entrever que con la Resurrección de Jesús algo absolutamente nuevo va a acontecer: somos redimidos de la esclavitud del pecado y nos transformamos en hijos de Dios. Es decir, somos engendrados a una vida totalmente nueva. Pero, ¿cuándo ocurre este acontecimiento? La respuesta es clara y contundente: en el Sacramento del Bautismo.
Desde tiempos antiquísimos, éste se recibía habitualmente por inmersión. El que iba a ser bautizado procedía a descender siete escalones, señal de los pecados capitales que habitan en el corazón del hombre, desprendiéndose de sus ropas viejas y el obispo o el presbítero le vertía agua tres veces sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Seguidamente, el bautizado salía de las aguas y se cubría con vestiduras blancas porque había nacido a una nueva vida, sumergiéndose en la Muerte y la Resurrección de Cristo y convirtiéndose en hijo de Dios.
En otras palabras: cada día que comenzamos es posible que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él, significa intentar vivir como cristianos, tratar de seguirlo, incluso si por medio del Espíritu Santo descubrirnos nuestras limitaciones y debilidades.
Y es que, la tentación de desechar a Dios apartándolo para situarnos nosotros mismos en el centro, siempre está ahí y la experiencia de pecado deteriora la vida cristiana y nuestro ser hijos de Dios. De ahí, la trascendencia de no dejarnos llevar por la farsa del maligno que nos insinúa: “Dios no sirve, no es importante para ti”. Si bien, es todo lo contrario: sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desmoralizarnos por las diversas caídas que sufrimos, sintiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, reconfortada por el equilibrio y la calma espiritual.
¡Dios es nuestra esperanza! San Pablo lo comenta en la Epístola a los Romanos: “Hemos recibido el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios, ¡Abba Padre!”. Precisamente, es el Espíritu Santo que hemos recibido en el Bautismo, el que nos educa y nos lleva a llamar a Dios: ¡Padre! Por lo tanto, nuestro Dios es un papá para nosotros y el Espíritu Santo ejecuta esta nueva condición de hijos de Dios. Este es el mejor don que recibimos del Misterio Pascual de Jesús y Dios nos trata como hijos suyos, nos comprende amorosamente, como también nos perdona y nos abraza aun cuando cometemos faltas. Ya, en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías manifiesta que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos deja de lado.
Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un bien preciado que guardamos cuidadosamente en un rincón de nuestra vida, sino que tiene que desarrollarse, es preciso alimentarlo a diario con la escucha de la Palabra de Dios, más la oración, la participación en los sacramentos, pero, sobre todo, con la Penitencia y la Eucaristía. De manera, que podemos vivir como hijos y esta es nuestra dignidad.
Hoy, el Señor Resucitado es nuestra esperanza. Cuántas veces en la vida se esfuman las ilusiones o las expectativas que llevamos en el corazón no se llevan a término. La esperanza de los cristianos es fuerte, segura y sólida, donde Dios nos ha llamado a caminar y está abierta a la eternidad, porque se funda sobre Dios y siempre es fiel.
"Nuestra alegría pascual será verdadera si nos dejamos esponjar, encontrar y transformar por Cristo Resucitado que como a los Apóstoles, en la libertad de los hijos de Dios, siempre ha respetado y está presto a reencontrarse en la Resurrección del Señor"
No debemos dejar en el tintero que Dios nos regala su infinita fidelidad. El haber resucitado con Cristo mediante el Bautismo, con el don de la fe para una heredad que no se deprava, nos lleva a buscar aún más la ciencia misteriosa de su designio. Es dejar que Jesucristo tome posesión de nuestra vida y la transforme, liberándola de las tinieblas y del pecado.
A quien nos pida dar cuenta de la esperanza que existe en nosotros, indiquémosle a Cristo Resucitado con el anuncio de la Palabra y con nuestra vida de resucitados de la muerte a la vida. Mostrémosle el regocijo de ser hijos de Dios, la libertad que nos otorga el vivir en Cristo, que a su vez, es la verdadera libertad, la de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte.
En esta mañana santa del Domingo de Resurrección, fijémonos en la Patria celestial, obtendremos una nueva luz y fuerza en el compromiso con Dios. Es un servicio valioso que debemos facilitar a la sociedad que nos rodea y que a menudo ya no es capaz ni tan siquiera de levantar la mirada al cielo. Tal vez, en esta mañana de la Resurrección con el lucero venciendo a la oscuridad de la noche, sea necesario reflexionar sobre el valor salvífico de la Resurrección de Jesús, en la que se funda la fe y por la que hemos sido liberados del pecado y hechos hijos de Dios, generados a una vida nueva.
Con estas connotaciones preliminares, no puede haber para el hombre dicha más profunda que la que en este día se proclama: la alegría de la Salvación por medio de la Resurrección. Hoy resuena como el silbido de una luz fulminante, el estrépito, aún vivo, del anuncio de la Resurrección del Señor. De boca en boca circula este murmullo que se hace realidad por el testimonio del Espíritu Santo en los corazones renovados. Cristo ha resucitado y se ha aparecido. Es verdad. Nosotros somos testigo de ello.
No obstante, para adentrarnos en esta fiesta, la ‘fiesta eterna de los hijos de Dios’, es imprescindible que nos vistamos con el traje de celebración apropiado. Y ese atuendo de fiesta es la fe. Y sin fe, nos quedamos al margen de esta fiesta.
Curiosamente, de los hombres y mujeres que conocieron a Jesús en persona, sólo los que tuvieron fe en Él, hallaron el júbilo de la salvación. En cambio, para los otros, el escenario no varió. Del mismo modo, sucede actualmente: sólo por la fe que recibimos en el Bautismo y compartimos en cada celebración de la eucaristía, descubrimos la alegría de la salvación; para los otros, este Domingo será igual a otro, y puede que incluso resulte un día indiferente y de pretensión ahogada de encontrarse con Dios.
La Pascua que celebramos abre un tiempo de deleite sacramental con la Octava de Pascua. Jesucristo ha resucitado como el primero de muchos, para mostrarnos cual es la vida que nos espera y se nos ofrece si damos el paso definitivo de la fe.
En el fondo, disponemos de un futuro garantizado por Dios mismo que ha hecho con nosotros una Alianza Nueva y Eterna, sellada con la Sangre de su Hijo. Así, por la fe alabamos a Jesucristo, el Hombre Nuevo que nos renueva a nosotros y a toda la creación, estableciendo cielos nuevos y tierra nueva y Jesús, es ya la cabeza de esta nueva creación. De ahí, que anoche en la Vigilia Pascual, ‘la noche de todas las noches’, se bendijeran signos tan característicos como el fuego, la luz, el agua y hallamos renovado las promesas bautismales, porque celebramos la nueva vida que nos trae el mismo Dios hecho hombre.
La Resurrección deshace el poder de la muerte y lo transforma en un paso doloroso, pero no irrevocable: la muerte se convierte en el último hecho de amor y entrega del hombre a su Señor.
Bien es cierto, que no hemos tenido ocasión de contemplar a Jesús Resucitado. Pero Él mismo nos indica que son felices y dichosos los que creen sin haber visto. Por eso el Señor no da en primera instancia pruebas en el sentido estricto de la Resurrección, sino sólo algunos signos como la tumba vacía y ángeles que lo aclaman vivo.
Pero, la Palabra de Dios que nos revela que Cristo murió y resucitó por nuestra salvación, y la fe de la Iglesia que parte de los mismos Apóstoles que experimentaron al Señor Resucitado, comieron y bebieron con Él, enviados hoy llegan a nosotros en sus sucesores, los obispos y sacerdotes. Por eso, nuestra única respuesta quiere ser la fe. Aquella fe del discípulo amado que en primera instancia no reconoció a Jesús, pero distinguió las vendas caídas y el sepulcro vacío y creyó en Él, al que más tarde contemplaría resucitado.
Años más tarde de aquel suceso que vuelve a producirse, estamos dispuestos a dejarnos llevar por el testimonio inalterado de la Iglesia, que desde la Ascensión del Señor cree y celebra al Resucitado en cada misa, hasta que Él vuelva. El signo para nosotros como para el discípulo amado, es la misma Iglesia, que a pesar de su debilidad y los defectos o carencias de sus miembros, persiste constantemente estable a través de los siglos para dar testimonio de la Palabra del Señor y llevar a los hombres la Buena Noticia de la Salvación.
Este es el gran signo y prodigio que Jesús está vivo, pues de lo contrario, el milagro existente que es la misma Iglesia, no podría sostenerse desde el tiempo transcurrido. Se confirma la Palabra de las escrituras: ¡Jesucristo ha resucitado! Y si analizamos brevemente el recorrido de nuestra vida, apreciaremos numerosos signos que nos ha concedido el Espíritu Santo en el Bautismo.
Así, al celebrar en este Domingo Santo llenos de inmenso regocijo al Señor Resucitado, avivemos nuestra fe, acrecentamos nuestra esperanza y dejemos que Cristo Resucitado renueve la fuerza de nuestro amor.
Hoy es “el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Entonemos nuevamente junto al coro de los ángeles el Aleluya Pascual: ¡Cristo ha resucitado! Porque es el día en que con mayor verdad podemos armonizar cánticos de victoria. Hoy es el día en que el Señor nos llamó a salir de las tinieblas de la muerte y a entrar en el reino de su luz maravillosa. El mismo Cristo Resucitado, vencedor de la muerte, nos invita a la alabanza y la acción de gracias.
Recuérdese el respecto, primero, que en el Credo, antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, confesamos que Jesús después de su crucifixión, muerte y sepultura, “al tercer día resucitó de entre los muertos”. El mismo evangelio nos invita a dejarnos llevar por la luz de la fe para creer que Cristo ha resucitado.
Sin lugar a dudas, se nos habla del indicio del sepulcro vacío. Este hecho aturdió en un primer instante a María Magdalena y a los Apóstoles, Pedro y Juan; pero sólo el segundo, el discípulo a quien Jesús amaba, Juan, “vio y creyó”, porque hasta entonces no habían comprendido la Escritura: “que él había de resucitar de entre los muertos”.
Ciertamente, el cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no se encontraba allí, ni mucho menos porque hubiera sido robado o puesto en otro sitio, sino porque había resucitado. Aquel Jesús a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado, en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. Cristo Jesús es el vencedor del pecado y de la muerte. El hecho mismo de la Resurrección, refleja el momento en que el cuerpo muerto de Jesús pasa a la vida gloriosa. Pero la Resurrección de Jesús es un hecho real que ha acontecido en la Historia de la Humanidad, aunque traspasa el tiempo y el espacio. No es producto de la fantasía de mujeres crédulas o del fiasco de sus discípulos, como dicen los que la desmienten.
La tumba está vacía, porque Jesús ha resucitado y su carne ha sido glorificada. No se trata de un retorno a esta vida para nuevamente volver a morir, sino del paso a una forma de vida gloriosa y eterna. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor Jesús Resucitado de entre los muertos que vive ya glorioso y para siempre, por eso se aparece in situ a sus discípulos.
Segundo, ¡Cristo Jesús, ha resucitado! Para admitirlo es ineludible la fe en la Palabra de Dios, como sucedió en los primeros discípulos de Jesús: una fe que nace de la experiencia del encuentro personal con el Resucitado. Una vez resucitado, Jesús salió al encuentro de sus discípulos y se les apareció, se dejó ver y tocar, caminó, comió y bebió con ellos.
Dicen las Escrituras que la tarde del primer día de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas por temor a los judíos. Jesús resucitado se puso en medio de ellos, les enseñó las señales de sus manos y el costado y les dijo: “Paz a vosotros”. Y su corazón se llenó de inmensa alegría al contemplar al Señor. Toda vez, que el Apóstol Tomás, que en aquel momento no estaba presente y dudaba de lo que le habían comentado sus compañeros, Jesús le invitó una semana más tarde a tocar las llagas de sus manos y meter su mano en la hendidura de su costado. Y Tomás creyó que el Resucitado era el mismo que el Crucificado: “Señor mío y Dios mío”, pronunció.
Los discípulos se dejaron sorprender personalmente por el Resucitado. Aquel era un encuentro real y no una utopía, un encuentro profundo que les tocó en el centro de su ser, quedaron impresionados y pasaron del abatimiento al alborozo. O mejor dicho, de la desesperanza al anhelo, del desasosiego a los judíos a exponerse ante ellos como los verdaderos discípulos de Jesús. De modo, que sus vidas se transformó y la dimensión existencial cambió por completo: pensar-sentir-actuar. Este hecho los movilizó y los indujo a describir con pelos y señales lo que habían visto y experimentado con valentía y sin miedos a las amenazas que pudieran surgir.
Este encuentro con el Señor Resucitado que tanto subrayo en estas líneas, fue tan fuerte y reconfortante que hizo de ellos la primera comunidad de discípulos del Señor. Que Cristo ha resucitado es tan transcendental y significativo para los Apóstoles, que ellos son, ante todo, los primeros testigos de la Resurrección, designados por Dios para nosotros.
Esta es la razón de ser de toda su predicación. Como dice textualmente los Hechos de los Apóstoles: “Nosotros somos testigos de todo lo que Jesús hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A éste lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos”.
Tercero, como en el mismo caso de los Apóstoles, el Señor Resucitado sale en esta mañana a nuestro encuentro personal y pide de nosotros un paso al frente y decidido en la Resurrección de Cristo. Nuestra fe se apuntala en la señal inexorable del sepulcro vacío y, sobre todo, en el testimonio unánime e indiscutible de aquellos que pudieron contemplar al Resucitado, que comieron y bebieron con Él en los cuarenta días que permaneció en la tierra antes de la Ascensión. Los Apóstoles declaran y proclaman que el Señor está vivo, y padecieron persecución y murieron por dar testimonio de esta verdad. Y como es sabido, no existe mayor credibilidad que la de quien está dispuesto a entregar su vida por defender su testimonio.
Luego, el Señor Resucitado está presente hoy y sale a nuestro encuentro personal: Él permanece entre nosotros y nos invita a dejarnos encontrar o reencontrar por Él para robustecer o restaurar la alegría de la fe y la condición de cristianos.
Esta es la exultación que brota de la Pascua, la de sabernos queridos siempre por Dios en su Hijo, Jesús muerto y resucitado, para que en Él tengamos vida, la vida misma de Dios.
Amen, que este encuentro ha de ser individual, real y transformador de toda nueva vida comunitaria, un encuentro, valga la redundancia, que nos lleve nuevamente a la comunidad de los discípulos de Jesús, movilizándonos a anunciar la buena y gran noticia de la Resurrección del Señor.
Hoy, este encuentro es viable, aceptable y posible: el Resucitado se encuentra entre nosotros, nos aguarda fundamentalmente en su Palabra, en la Eucaristía y en el Sacramento de la Penitencia y la oración, además en los pobres, hambrientos y sedientos, enfermos y necesitados, con los que Él visiblemente se identifica. Es la gracia divina que Dios nos ofrece en este momento puntual de la historia.
“No puede haber para el hombre dicha más profunda que la que en este día se proclama: la alegría de la Salvación por medio de la Resurrección”
Y cuarto, Cristo ha muerto y resucitado por todos nosotros. Él es la primicia y la plenitud de un mundo reavivado. En Cristo, todo alcanza un sentido renovado. La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un tesoro indefinido del que ya participamos por nuestro bautismo, años después, nuestra pascua personal.
Asimismo, es el mayor don que hemos recibido de Dios y que hoy nos demanda ser acogido y vivido personalmente: “Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva”.
Al hilo de lo anterior, San Pablo nos recuerda que al recibir las aguas bautismales simboliza ser incorporados a la Pascua del Señor, pasar con Cristo de la muerte del pecado a la vida de Dios. Y es que, en el Sacramento de Bautismo, Dios nos ha hecho sus hijos y nos ha dado la gracia de nuestra futura resurrección. Por ello, Él mismo dice que “ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios”. Al confesar que Cristo ha resucitado, nuestro corazón se engrandece y discierne todo lo que puede anhelar, buscando los bienes de la luz y no de las tinieblas, aprendiendo a tratar mejor la creación y poner amor y vida en nuestra relación con los demás.
Llegados hasta aquí, la Resurrección del Señor nos dispone ante la vida eterna y la felicidad plena, hasta que la existencia adquiere una nueva dimensión. Dice el Apóstol Pablo, que nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos intimida la muerte, como tampoco precisamos buscar falsas seguridades por el miedo a sucumbir en las mismas. Sabemos que ésta no tiene la última palabra. Porque Cristo ha resucitado podemos vivir de manera distinta, nuestra existencia queda exonerada de las reglas del pecado.
En esta mañana de alegría inenarrable Jesús nos ha liberado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de manera distinta, para que como Él, pasemos haciendo el bien. Todas las señas de identidad de gozo y celebración de este día en que actuó el Señor, son signos inconfundibles de la caridad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos anuncia su vida para que podamos continuar su camino.
Él nos hace posible el perdón y la entrega desinteresada y benevolente, porque en la Resurrección de Jesús en mayúsculas tienen respuesta cada una de las turbaciones del corazón. Deleitémonos en este día como ningún otro, que hace crecer la esperanza y que dispersa las tinieblas y cuántas fluctuaciones nos oprimen.
Por consiguiente, estamos en disposición de acoger y transmitir este mensaje a las generaciones que nos preceden. Sean cuales sean las dificultades que tengamos, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio esta magnífica noticia de la que nadie puede quedar al margen: En Cristo, la vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo y la luz a la oscuridad.
¡Vivifiquemos, pues, nuestro bautismo que nos ha hecho nuevas creaturas! Nuestra alegría pascual será verdadera si nos dejamos esponjar, encontrar y transformar por Cristo Resucitado que como a los Apóstoles, en la libertad de los hijos de Dios, siempre ha respetado y está presto a reencontrarse en la Resurrección del Señor.
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