Estaba esperando el momento preciso para dar comienzo a este artículo. Lo he dilatado infinidad de veces para ponerme delante del papel y deslizar el suave punzón de la Montblanc, emborronando la blancura nívea de los folios con gritos del alma, sentimientos de siempre que renacen con renovado vigor y la necesidad de ahondar en aquello que, teniendo el mismo tronco, ha florecido en ramas hermanas, mas heterogéneas como la prole de una misma familia: idéntica sangre y genes distintos e irrepetibles.
Hay quien escribe por necesidad vital, puesto que de ello hace su modus vivendi o -como es mi caso- porque siempre hay una relación de causalidad entre lo que escribo y por qué comienzo a hacerlo. Por eso, la génesis de este artículo comienza un veinte de marzo; el veinte de marzo de este año de 2022, en la Catedral de Jaén, donde duerme plácidamente su Buena Muerte el Señor catedralicio, cuyo impresionante y dulce dramatismo prefigura la anhelada y crucial alianza del legionario con la muerte.
He perdido la cuenta de las veces en las que he asistido a un homenaje a los caídos. La misma celebración, los mismos modos, idéntica secuencia - antigua y siempre nueva- cuando la plegaria por nuestros muertos se eleva al infinito y los lamentos de corneta del toque de oración rasgan el denso aire de una emoción que prorrumpe en lágrimas, al mismo tiempo que la descarga de fusilería culmina con su marcial estruendo la sublime y atemporal liturgia.
Son momentos de excelsa solemnidad; de paso firme hacia el monumento presidido por nuestro Cristo en admirable analogía de la vida humana, que camina hacia la muerte para alcanzar el ansiado encuentro con su Redentor. Son instantes únicos que se graban en la mente y se clavan en el alma. Cada uno en su lugar pues, como digo, siempre son nuevos y diferentes a pesar de su aparente uniformidad. El Coronel del II Tercio presidió el día que he citado, en la seo giennense, un sencillo y hermoso acto de homenaje a los que dieron su vida por España. Solemne, serio, sentido, hermoso, inigualable, de egregia naturalidad… En el augusto momento, los presentes experimentamos algo así como una nueva metanoia que acrisola en ella el fervor religioso junto a la devoción a la Legión española algo que, no olvidemos, forma el binomio por el que nace aquélla.
El cornetín de órdenes del Cabo Pelayo recitó una plegaria legionaria única y sin igual, como el espíritu de los hijos de Millán-Astray. Sus agudas notas, como saetas salidas de la ballesta del emblema legionario, resonaron en las bóvedas catedralicias para dormirse después junto a la Buena Muerte de Cristo, el inmenso crucificado de sereno y plácido semblante que se yergue mayestático en nuestro primer templo anhelando la llegada de cada Miércoles Santo para encontrarse con un Jaén que espera ansioso su caminar elegante, precediendo a esa Legión de bravos que le cantan a la novia junto a la que un día se unirán en indisoluble alianza para, por toda la eternidad, entonar el Tercios heroicos sublimado ya en canto de victoria en la Jerusalén celestial, donde cada uno de los que ha amado a la Legión española tendrá un sitio privilegiado en el V Tercio que alista en sus filas a los que hicieron de ella, su vida; de España, su pasión y del Cristo de la Buena Muerte, su anhelo más genuino.
Esta larga introducción, donde quiero revivir el paradigma del ser legionario en la intimidad del más sublime de los actos en el que honramos con todo el ser y todo el espíritu a nuestros muertos, entronca radicalmente con el núcleo del artículo que pretende distinguir, que no separar; discernir diferencias necesarias en la unicidad de las virtudes que adquieren en la Legión española unas señas de identidad señeras y excepcionales.
España es una nación de guerreros. De sus entrañas han nacido hijos que han sabido anteponer lo que fuera necesario -hasta la propia vida o la de los suyos- al supremo deber patrio. El libro de la Historia está jalonado de hombres y mujeres que nada les ha importado si de la patria se trataba. La sangre española es así -la luz que no puede ocultarse bajo el celemín, usando de la perícopa evangélica-, por mucho que se empeñen en ocultarlo en esta sociedad nihilista y hedonista del usar y tirar.
El espíritu de amor patrio más genuino ha sido el motor primero de los que han hecho profesión de fe en la milicia. El profundo sentimiento de querer a España con un vínculo materno filial, imposible de romper. Es el precioso legado agrandado -centuria a centuria- y aquilatado con sangre y fuego.
El compañerismo que es generosidad, entrega, darse por el otro sin dobleces, con el limpio gesto que solo nace de la fraternidad y la cohesión.
La disciplina que entronca directamente con el sentido del deber y en cuya ausencia es imposible el cumplimiento de la misión.
El honor, inspirado en la lealtad y que reviste con áureo ornamento al soldado español en una unidad de vida que expresa con rotundidad la perfecta unión entre lo que se cree y lo que se practica.
La ejemplaridad que se culmina en el propio actuar del soldado para conseguir día a día, sin descanso, convertirse en modelo de militar y ciudadano, que el primero es la puesta de manifiesto de los valores del segundo, llevados hasta su culmen.
El espíritu de sacrificio, sin el cual no habría milicia. Disposición plena, sin adherencias y con la mente puesta en la entrega de la vida, si ello fuese necesario.
Llego a este punto del artículo, esperando a que vengan para llevarme al quirófano y operar por séptima y definitiva vez mi maltrecha rodilla la que, desde aquel mes de abril de hace treinta y ocho años frenó en seco, sin miramientos de ningún tipo la incontenible ilusión y vocación de un joven soldado que buscaba pegar, como una segunda piel, el uniforme militar a la suya propia y vivir para siempre participando de esos valores que acabo de relatar.
Mi vida se truncó. Han sido años de mucho sufrimiento físico y psíquico pero -aun sabiendo qué me iba a pasar de nuevo- volvería a hacerlo una y mil veces porque ¡España es así! Y mientras, intento con prisas hilvanar lo que es la médula de este artículo: la asombrosa transposición de los valores castrenses a la Legión y la génesis del espíritu legionario.
“Y en la puerta del sagrario español -revestido con el conopeo rojo y gualda- hay grabados un arcabuz, una ballesta y una pica porque dentro de él están el cuerpo, la sangre y el alma de España que aquí los llamamos Legión”
Volviendo -como cofrade que soy- a nuestras hermandades, todos sabemos que la Legión, por su participación en gran cantidad de ellas, echa a la gente a la calle. El español de hoy está buscando referencias, valores humanos y sociales porque hace tiempo que se los han robado y no encuentra otros que normalicen su existencia. Ya no quedan valores. Están proscritos.
El valor supremo es que no exista valor alguno. Por eso la gente los busca con afán. Porque el ser humano no puede vivir mucho tiempo sin ellos. No los encuentra en los políticos que siguen proclamando sus cantinelas, vacuas, falaces y repetidas, desde idénticas tribunas, pero tan solo ofrecen sectarismo partidario, promesas de un progreso que no acaba de llegar y revanchismo y odio ideológico.
No se los ofrece tampoco una sociedad, anestesiada, idiotizada e hipócrita, paralizada e inane, que clama. Saben las gentes que la Legión conserva esos valores perdidos. Valores de esfuerzo, honestidad, amistad, caballerosidad, valentía, arrojo, compañerismo, unión y socorro que esta sociedad, podrida y decrépita, está lejos de reconocer. Por eso acuden a contemplar su paso marcial, vibrante, devoto, firme, porque saben que su marcha legionaria – paso de inigualable gallardía, mirada al cielo, coronados sus sueños por los airosos chapiris - por nuestras calles, aún les recuerda que existe una esperanza para esta sociedad sin valores, para volver a ser lo que un día fuera.
¿Y por qué la Legión es capaz de despertar estos sentimientos entre las gentes? ¿Por qué es capaz de transmitir con clarísima nitidez los valores de los que estamos hablando? Para averiguarlo no tenemos que hacer un profundo análisis filosófico ni antropológico. Para nada. Únicamente debemos leer la entrevista concedida por nuestro Fundador al periodista Jaime Torner, con motivo del XXX Aniversario fundacional de la Legión.
Decía estas palabras: La fundé porque la Virgen siempre me ha tratado con mucho cariño y me inspiró el fundarla cuando más falta le hacía a la Patria, para que fuera el arca santa donde estuvieran depositadas las esencias del heroísmo y de la disciplina, para abrirla cuando hiciera falta (…).
Amo a nuestras Fuerzas Armadas como Rubén Darío decía que amaba a España: De conciencia, obra y deseo. El soldado español no tiene parangón en ningún rincón del mundo. Y esto no es en sentido figurado; los hechos, las victorias, los sacrificios hasta el extremo... incluso las derrotas, ahí están para ser comparadas con precisión matemática con cualquier nación del orbe. Son valores imbricados en las gentes de España y que no pueden explicarse con racionalidad, sino pensando que algo tendrán nuestra tierra, nuestro aire y nuestro sol, para insuflar en los españoles esa savia poderosa que, llegado el momento, no teme ser desparramada por la tierra que la creó.
No es cuestión de influjos de otras culturas; es tener muy metido en el alma que se anhela el descanso en el sacro útero de la Patria para defender su integridad, su independencia, su glorioso pasado y revestirla con reverdecidos laureles. Valores elevados a la enésima potencia cuando cuerpo y alma son revestidos con el uniforme de una milicia que es capaz de darlo todo, sin pedir nada a cambio.
Pero la clave de la Legión, de su espíritu, de la sublimación de los valores militares en una mística inigualable nacen de aquellas palabras de Millán Astray. Lo natural, se eleva a sobrenatural; los valores se transmutan en espíritus de un Credo que es profesión de fe legionaria.
Declaración dogmática de un ser señero e indómito, que acrisola en horno de vivísimo fuego todos unos valores de por sí sublimes, para llevarlos a la divinización del espíritu militar. Y es que el legionario, se somete a su Credo y, por ello, la Legión - desde el hombre solo, hasta ella entera- es una religión sin igual que hasta deja empobrecida a la religión de hombres honrados que, magistralmente, cantara Calderón.
España es un templo construido con sillares de honor; con campanas que tañen sus glorias a los aires del mundo entero; capillas en cuyos altares refulgen el heroísmo, el valor, la fe ciega, la disciplina, la obediencia y la entrega hasta de la propia vida.
Pero como en todos los templos existe un espacio de honor; el sancta sanctorum: el sagrario donde se guarda la esencia y lo más sublime de la fe del pueblo. Y en la puerta del sagrario español -revestido con el conopeo rojo y gualda- hay grabados un arcabuz, una ballesta y una pica porque dentro de él están el cuerpo, la sangre y el alma de España que aquí los llamamos Legión.
Aún estoy recuperándome de la intervención que mencioné y la Providencia -pues yo no creo en las casualidades- ha querido que concluya este artículo el día en que el Cristo de la Buena Muerte ha ordenado que se presente ante Él la hija de nuestro fundador, la entrañable Peregrina que llevaba en sus entrañas la misma sangre del que dio vida a lo que por mucho que se escriba, nunca podrá ser descrito con la fiabilidad de un cálculo exacto, porque lo que nace del espíritu, es espíritu. Se van las últimas gotas de sangre terrenales de quién alumbró un inefable modo de ser por España.
Queda, por el contrario, en desbocado torrente, la sangre de diez mil muertos legionarios guardada en el sagrario de la Patria y oculta a nuestra vista bajo la apariencia de un gorrillo legionario.
Arrodillémonos ante él para que nos enseñe in perpetuum la forma en que hay que vivir y morir por España.
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