La vida nos introduce en una especie de templo cósmico que tiene por bóveda los mares celestes y por naves las regiones del mundo; por cuyo interior navegan los seres humanos, a la espera de conciliar mareas y de reconciliar oleajes. Para ello, hay que comprometerse por remar sobrellevándonos mutuamente, mediante una actitud responsable que aminore tensiones con el análogo y disminuya afanes destructivos entre nosotros y con la naturaleza. No olvidemos que tenemos una misión de gobierno y de custodia, ante los continuos movimientos, algunos de ellos de retroceso, causados por nuestras miserias e imperios inhumanos. Desde luego, esta frialdad con la que nos batimos, o el mismo espíritu de indiferencia que cultivamos, nos están dejando sin corazón. Ojalá aprendamos a ser hogar y a cultivar el amor como don supremo, dejando a un lado al dinero que nos lleva a la hecatombe.
En cualquier caso, a poco que pongamos proa por el mundo con nuestra mirada, nos daremos cuenta que la humanidad ha corrompido las expectativas naturales. Mayormente, en nuestra época, la ciudadanía no ha respetado el hábitat, deformándolo a su capricho, haciendo irrespirable el aire y contaminándolo todo, llegando a alterar los sistemas hidrogeológicos y atmosféricos, desertizando espacios verdes, sin apenas considerar el ámbito marino; por cierto, uno de los componentes primordiales de nuestro planeta y que juega un papel esencial, sobre todo para estabilizar el clima, mantener la vida en la tierra y facilitar el bienestar de sus pobladores. A todo esto, hay que añadir las formas de industrialización salvaje, humillando lo que es un jardín de biodiversidad, nuestra morada. Quizás esto nos pasa, por no haber meditado y llevado a nuestro interior, el gran libro de la creación.
Toda esta penosa realidad, debe hacernos repensar con actuaciones eficaces, antes de que nos sobrecojan los siniestros, acrecentando los problemas de supervivencia, con una labor conjunta de mejora global de las condiciones existenciales. La casa común nos requiere a todos, sin excepciones, para lograr una nueva armonía. Nadie puede quedar en la cuneta, excluido. El vergel del cosmos nos reclama como linaje, a promover una cultura para la prevención de los desastres, contribuyendo a crear naciones y comunidades, capaces de afrontar en familia la adversidad. Realmente nos necesitamos conjuntamente. La alerta y la acción temprana son herramientas eficaces para proteger a las personas, salvar vidas y evitar que la amenaza se convierta en un naufragio total. Lo preocupante es la dejadez de la propia vida y la compostura pasiva ante los tormentos.
Parece como si estuviésemos muertos. El individualismo nos atrofia, dejándonos sin energía para afrontar los problemas. Sea como fuere, no hay mejor hermanamiento, que el fomento de las cadenas de solidaridad para con las víctimas de estos calvarios dramáticos. Son, estos gestos de atención concreta, los que nos unen. A propósito, me viene a la memoria, un proverbio popular, que dice: “Un amigo verdadero se reconoce en la necesidad”. Es un gran apoyo y consuelo, tener al lado relaciones fiables; que, ya no sólo alivia al atormentado, también enriquece a quien gratuitamente auxilia. Bajo el paraguas de estos sentimientos, la ciudadanía está obligada a recapacitar y a preguntarse, hacia dónde se está precipitando. Interrogarse sobre la multitud de crímenes contra el medio ambiente que a diario se producen, manufacturados por la actividad humana, debe ser nuestro primer deber ciudadano.
Indudablemente, tenemos que pasar de aceptar pasivamente que se produzcan cataclismos a notificarlos, ante el deterioro del orbe y su paisaje. Se me ocurre pensar ahora, en algo tan esencial como el acceso al agua potable y segura, un derecho humano básico, fundamental y universal, pues resulta que cada día son más a los que se les niega algo que es indispensable para la existencia y para sustentar los ecosistemas terrestres y acuáticos. Parece que pretendiéramos continuar endiosándonos, hasta el extremo de sustituir la belleza originaria que nos acompaña, por otro entorno cimentado por nosotros. Sin duda, el mejor modo de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión dominadora, es volver con tierno cariño a la madre tierra. Al fin y al cabo, el mejor servicio que podemos prestar a los desolados no es quitarles el peso de la carga, sino infundirles la necesaria energía para renacer.
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