A menudo es posible escuchar en conversaciones informales en las calles de nuestro país, y a veces en otras no tan informales, que España es así o asá, que es de izquierdas o de derechas, que es conservadora o progresista, confesional o aconfesional, clerical o laica, ecologista o negacionista, taurina o antitaurina y así sucesivamente.
Llevamos ya demasiado tiempo repitiendo machaconamente que “no tenemos remedio”, que la culpa de todo lo malo la tiene siempre “el otro”. El que es de derechas o el que es de izquierdas. A veces conseguimos agruparnos en torno a algunos puntos comunes, pero es siempre para hacerlo “frente” a otros
Contemplamos con demasiada frecuencia en el debate político la existencia de representantes nuestros, elegidos por nosotros, que aparentan siempre estar en posesión de la verdad, que tienen respuesta para todo y que no necesitan interactuar más que con los suyos, no conocer más perspectiva de la realidad que la que comparten con los suyos.
Esta semana hemos presenciado en el Congreso, por enésima vez, varios debates de posturas antagónicas sobre una misma realidad en la que se ha practicado este tipo de debate de sordos. Se ha tratado de los debates sobre la independencia del poder judicial, sobre la eliminación de las penas por coacciones en el caso de huelgas y sobre la eutanasia, entre otros. Hemos presenciado, una vez más, como algunos representantes, en lugar de presentar su percepción sobre el asunto objeto del debate, con la finalidad de ofrecer su visión del mismo, al objeto de intentar disuadir de la conveniencia de aproximarse colectivamente a su postura, han preferido arremeter contra el adversario político con descalificaciones personales, algunas de grueso calado y preferiblemente no reproducibles.
Decía Julián Marías que “no hay una perspectiva única de la realidad; la perspectiva, para ser real, exige la multiplicidad”. Fue algo que manifestó en diferentes momentos de su prolífica vida de análisis del comportamiento de los españoles. Decía en otra ocasión que “las doctrinas falsas suelen buscar la imposición, las verdaderas prefieren justificarse”.
Publicó una tercera de ABC en el año 1999 en la que bajo el título de ‘Lo individual y lo consensuado’ describía la importancia de posicionarse frente a un aspecto de la realidad para, mediante el sumatorio de los posicionamientos de diferentes observadores frente a los diferentes aspectos de la misma, poder acercar al grupo a una percepción más aproximada de la verdad que la exclusivamente procedente del posicionamiento de un solo observador sobre los múltiples aspectos de dicha realidad. Decía el filósofo que “cuando se mira, por ejemplo, una cordillera, lo que se ve desde uno de sus lados es forzosamente distinto de lo que se ve desde el otro, justamente porque se trata de una realidad y de visiones reales de ella”.
Es desde esta óptica de la inexistencia de perspectivas únicas de la realidad, desde la que percibo la única España posible; la que integre las múltiples maneras de sentir que en ella conviven y las múltiples perspectivas que de ella tenemos, sin descalificar ninguna de ellas sobre la base de nuestros prejuicios y aceptando, en suma, la existencia legítima de puntos de vista discrepantes que no son, por ello, menos válidos que los nuestros. Son, sencillamente, diferentes.
La consideración de la democracia como una alternancia de despotismos en la que cada cuatro años tenemos la oportunidad de imponer al otro nuestra voluntad es, a mi juicio, la antítesis de la democracia. Un gobierno democrático gobierna, por definición, para todos, para los que le han votado y para los que no lo han hecho, ni piensan hacerlo.
Es para ello preciso, por el bien del futuro de nuestro proyecto colectivo, o lo que es lo mismo, por el bien del futuro de nuestros hijos y nietos, cultivar perseverantemente la moderación y el respeto al discrepante y poner coto a nuestra radicalidad personal. Es ahí, en la moderación y en el respeto al que piensa diferente, donde, a mi juicio, se encuentra la única España posible.
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