Categorías: Sucesos y Seguridad

Una sociedad paralela a la realidad melillense a escasos kilómetros del centro urbano

Las chabolas del cerro de Palma Santa albergan un crisol de historias protagonizadas por decenas de familias y parejas en las que se mezclan culturas y religiones.

Unas sesenta chabolas situadas en el Cerro de Palma Santa se han convertido en el centro neurálgico de una sociedad que vive  y se desarrolla de manera paralela a la realidad que se palpa en Melilla. Sus habitantes  son personas de las más diversas culturas y religiones, aunque todos comparten un punto en común; son inmigrantes que, siguiendo uno u otro camino, acabaron en la Ciudad Autónoma buscando un futuro mejor.

Todos gozan de cama y comida en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), últimamente al borde de su capacidad por la constante entrada de nuevos residentes. Sin embargo, buscan el confort y el calor de estar juntos, en familia o en pareja. Un bienestar al que no están dispuestos a renunciar, como cualquier otra persona.

Es por ello que a diario se encaminan a las chabolas que ellos mismos han creado en el cerro de Palma Santa, donde pueden ser ellos mismos, lejos de un CETI en el que se cubren sus necesidad básicas, pero que nunca han sentido como su auténtico hogar.

Es por ello que la zona de chabolas se convierte a diario en un crisol de culturas y religiones, en el caldo de cultivo de una sociedad que crece de espaldas a Melilla y en el que cada persona tiene una historia que contar.

Es el caso de Koné, un joven camerunés que llegó a la ciudad hace un año y medio aproximadamente. No vino solo, su mujer  y sus dos hijos le acompañaron. 

Con dificultades para hablar en español, explica que todas las tardes se encamina hacia las chabolas con su familia para pasar lo que queda del día. Si les apetece, no vuelven al CETI hasta la mañana siguiente para poder dormir todos juntos en una de estas peculiares casas, la que ellos consideran su auténtico hogar a falta de una vivienda más digna.

Los fines de semana nunca faltan. Cocinan en un infiernillo platos que añoran de su tierra, en los que abundan el arroz y el pescado. 

Mientras la esposa de Koné cocina, sus hijos de tres y dos años juegan con otros niños. Son los más ajenos a la situación que viven y los que menos entienden de culturas, lenguas y religiones. Al ver a otro chaval de su edad, se desentienden de todo y pasan horas jugando.

El ejemplo de cómo se desarrolla la vida en el campamento parece idílico, pero la realidad no lo es tanto. Hay también historias cargadas de dramatismo, como la de una pareja argelina que se niega a dar sus auténticos nombres y se hacen llamar Naima y Abdelkader.

Viven en el CETI y cuenta con un salvoconducto para abandonar Melilla rumbo a la península desde hace tres meses. Sin embargo, esperan que la Justicia les devuelva la custodia de uno de sus dos hijos, internado en un centro de acogida por un caso de posible malos tratos a manos de sus progenitores.

Su enfado con las autoridades es mayúsculo. No entienden por qué su pequeño no está con ellos. Sobre el caso de malos tratos, lo niegan decididamente, repitiendo que cuando su hijo vuelva con ellos podrán salir de Melilla como una familia.

A espaldas de la comunidad

Al margen de estas familias, hay quien encuentra el amor en el CETI y se aleja de sus paredes para poder disfrutar de la vida en pareja. Según parece, ahora no hay ningún caso, pero los habitantes de las chabolas recuerdan que en meses anteriores las había de distintas religiones.

Un fenómeno que gracias a este campamento puede desarrollarse a espaldas de las miradas inquisitoriales de los distintos integrantes de las comunidades religiosas de cada uno de los cónyuges, ya que en ocasiones estas parejas mixtas no son vistas con buenos ojos por parte del resto de inmigrantes.

En definitiva, un microuniverso que muy pocos melillenses conocen pese a que crece a escasos kilómetros de la ciudad, en las riberas del río de Oro y oculto entre la maleza.

Sobre las acusaciones de tráfico de drogas y prostitución, sus habitantes niegan con la cabeza. Lo único que quieren es sentirse en familia, integrados lejos de su tierra. Y es que, pese a que tienen la mirada fija en el futuro, dispuestos a trabajar por un mañana mejor, les cuesta echar raíces en una ciudad que les es ajena y muy lejana a su país. Por ello, buscan crecer en comunidad y sin perder sus tradiciones.

Hay quien para ello, decide sacrificar, sin dudarlo un instante, la mínima comodidad que tiene en el CETI. Solo así es posible explicarse que una pareja con cuatro hijos prefiera vivir en una minúscula chabola a dormir en camas separadas o quien disfrute de una marmita de pescado cocinada a ras de suelo a la limpieza de un comedor. Todos las personas necesitan sentirse acompañadas y en familia para ser felices. Los inmigrantes del CETI, también.

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