Sociedad melillense

Una Melilla sin rejas en las ventanas y con los niños jugando en la calle hasta tarde

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, escribió Pablo Neruda en su último poema de amor antes de la canción desesperada, y esa es la primera frase que Rafael Ginel (Melilla, 1964, “uno de los últimos baby boomers”) dice al recordar su infancia.

Una Melilla diferente también, sin rejas en las ventanas, con las puertas abiertas, los vecinos sentados afuera y los niños jugando en la calle hasta altas horas sin ningún problema.

Rafael nació en el hospital de la Cruz Roja y vivó primero en un pequeño piso en la calle General Pareja y más tarde en Cándido Lobera, pero siempre tuvo mucha relación con gente de todos los barrios.

Era la época en la que los niños iban solos al colegio y volvían solos a casa, en las que encontraban amigos de todas las confesiones sin preguntar de qué religión era cada uno. Era, describe Rafael, una Melilla “acogedora”, con muchos militares de reemplazo. “Muchas familias venían a conocer entonces lo que era aquella Melilla incipiente, a la que todavía le faltaba mucho recorrido, que acababa de salir de una dictadura y que empezaba con una democracia. Esa es la Melilla que yo empecé a conocer, porque la época franquista la conocí poco por una cuestión de edad”, relata a continuación.

Su abuelo fue presidente de la Cámara de Comercio y su padre, el primer alcalde de la democracia entre 1979 y 1983, tiene una calle en el paseo marítimo. Su madre, segoviana, había llegado a Melilla cuando el abuelo de Rafael, un militar de un pueblo de Burgos, vino aquí destinado.

“Eran aquellos tiempos extraños cuando después hubo una cierta sublevación, pero nosotros vivíamos con cierta distancia todo aquello”, cuenta. A ellos lo que les interesaba era jugar al fútbol en la calle, pasar por las casas de los barrios siempre con las puertas abiertas y cuyos vecinos les daban en Navidades un mantecado o un polvorón, cosas que pueden parecer poco valiosas, pero que para ellos suponían “un auténtico regalo”.

Una Melilla, en definitiva, “abierta para los niños”, que podían ir sin problemas a cualquier sitio y que, eso sí, respetaban mucho a los mayores. Era la época en la que, si hacían algo malo, enseguida los amenazaban con contárselo a sus padres y ellos se echaban a “temblar”.

También recuerda Rafael a las personas que vendían pescado por la calle, cuando no existía el anisakis, o, por lo menos, no se le tenía el miedo de ahora. Por las calles, reitera, se jugaba mucho, sobre todo al fútbol, porque “el paso de los coches era algo extraordinario”, con lo cual podían disfrutar sin problemas en medio de la carretera.

También hacía mucho deporte y mucho excursionismo, especialmente cuando se podía pasar a Marruecos con el DNI. Pasaba mucho tiempo en invierno en los Pinares de Rostrogordo, donde se juntaba un montón de gente y donde los mayores montaban tirolinas para los niños. Eso sí, admite que “aquellos pinos sufrían”, porque la gente metía los vehículos hasta dentro. Los veranos eran en las playas, que Rafael considera “impresionantes” porque no sufren la saturación de algunos lugares en la península. Y, como todos los jóvenes, también pasó muchas horas en el parque, que era “un sitio fundamental” para ellos. Él calcula que ha estado más horas en el parque que en casa de sus padres, sobre todo en el parque Hernández y, en segundo lugar, en el parque Lobera. Allí se juntaban las pandillas de jóvenes con sus guitarras a cantar y podían pasarse seis horas “sentados en un banco, charlando y tonteando con la niña de turno”.

Todos iguales

En aquella época eran todos los ciudadanos iguales, anota. Incluso en el colegio de La Salle, donde él estudió, tuvo “compañeros de toda clase y condición y nadie se sentía discriminado”. Su impresión es que los “síndromes de ahora” se deben más al “aislamiento” que hay entre los jóvenes, porque antes no había móviles ni nada de eso y lo que hacían era simplemente hablar entre ellos.

Igualmente, hacía mucho deporte. Fútbol, baloncesto, balonmano, no importaba. Rafael cree que Melilla destaca porque hay tradición de mucho ejercicio que a él le parece que se debe a las antiguas instalaciones militares, donde se podía correr y hacer otro tipo de actividades a los que los civiles no tenían opción entonces.

Más adelante, se marchó a estudiar el Bachillerato a San Lorenzo de El Escorial, en Madrid, donde estuvo tres años. Al acabar, regresó a Melilla para ayudar a su padre en el negocio, porque empezó la modernización con los ordenadores y las personas mayores no entendían demasiado de procesos de datos. Estudió la carrera en la Escuela Universitaria de Empresariales. Cursó los dos primeros años enfrente de la Gota de Leche, en la calle Músico Granados, y el último año se cambió a lo que es ahora el Campus de la Universidad de Granada (UGR).

En 1990, se casó con "una mujer maravillosa" que todavía le "aguanta" y con la que tuvo “dos hijos increíbles que desgraciadamente no tienen su futuro en la ciudad”. Tiene tres hermanas, de las cuales sólo una sigue en Melilla. En cuanto a las otras dos, una vive en Málaga y la otra, en el Puerto de Santa María (Cádiz).

Lo que le gustaría a Rafael sería una mezcla entre las dos Melillas: la antigua y la actual. Hay cosas de aquella Melilla que añora y seguirá añorando “siempre”, porque llega un momento en que uno empieza más a echar de menos el pasado que a querer el futuro, pero también le ve virtudes a la ciudad tal como está hoy en día, sobre todo en lo referente al modelo urbanístico y al hecho de que ofrece una serie de posibilidades que antes no existían. En última instancia, si tiene que quedarse con una década, escoge la de los 80. “Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise”, dice el siguiente verso del vigésimo poema de amor de Pablo Neruda, el que precede a la canción desesperada.

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