Opinión

En sí y para sí: el último bastión colonial de España en su historia más reciente

No cabe duda, que la envergadura de la proyección internacional como promotora preferente de la acción colonial de España en el Norte de Marruecos, se vio auspiciada por el incipiente africanismo y avivada por el reconocimiento de un espacio geográfico novedoso, en el que entre los años 1898 y 1906, respectivamente, comenzaría a interesarse por ejercer un dominio territorial, tras el fiasco de los últimos reductos americanos y asiáticos. Y en paralelo, el paradigma artificioso de incursión pacífica resultante de la Tercera República Francesa (1870-1940), como centralizador de la actuación europea en el Imperio Jerifiano, aunque a posteriori patentase lo contrario.

Obviamente, los intervalos transitorios antes referidos no se deben ni mucho menos a la casualidad, porque las intermitencias temporales que le acompañaron registraron connotaciones de relevancia en el devenir de los acontecimientos.

Primero, el alcance de la guerra hispano-estadounidense (21-IV-1898/10-XII-1898), dejando una estela punzante difícil de esfumar, porque entre la minoría selecta o rectora y el conjunto de intelectuales, gravitaría un profundo abatimiento sobre el ser o no ser de España y la significación de su decadencia como estado-nación, tras ser superada por una potencia emergente y con ambiciones de expandirse globalmente. Y segundo, en plena paz armada (1871-1914), la puesta en escena de la celebración de la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906), corroboraría la independencia de Marruecos avalada por Francia y España por medio de sendos Protectorados y patrocinando el destino del país alauita durante poco más o menos, que medio siglo.

Si bien, al objeto de desgranar esta narración, es preciso no echar en saco roto un matiz que encuadra el claroscuro, para al fin poner negro sobre blanco en este marco: desde 1893, España pretendió enderezar su posición diplomática en Marruecos con el engranaje de puntos de vistas oteando a Francia y Reino Unido, definiendo su inclinación por el statu quo que por aquel entonces trajinaba en el territorio norteño.

Del mismo modo, para encajar las piezas de este puzle hay que hacer hincapié en un concepto que por activa y por pasiva, redunda en la disciplina historiográfica. Me refiero a la expresión ‘africanismo’.

Haciendo un recorrido sucinto, allá por el siglo XIX, el ‘africanismo’ se empleó para concretar a quienes respaldaban los intereses generales de España en el Norte de África. Y un siglo más tarde, otros cronistas le confieren la significación para apuntar al sector castrense forjado en los conflictos hispano-marroquíes. Y más aún, si cabe, cuando en el uso de los recursos y la fuerza militar se saca a colación el ‘africanismo’, como mentalidad caracterizada en las Fuerzas Coloniales de España.

Posteriormente, comienza a desglosarse la tendencia diversificada de un ‘africanismo’ de molde continuista a otro más progresista, con críticas ascendentes de los sectores opositores. Llámense republicanos, socialistas y nacionalistas.

Dicho esto, el contexto imperante y las constantes vitales en el pulso resultante de Marruecos, podría enmarcarse en el cuadro de la descomposición interna y empeorada por el interés de los actores europeos, brujuleando entre los antagonismos díscolos y a duras penas silenciando astutamente sus ínfulas.

Este trazado de desequilibrio se indispuso todavía más con la Conferencia de Madrid (1880), que pese a priorizar el control de los excesos en las adopciones a las que tenían derecho las representaciones de las potencias acreditadas, dejaría vislumbrar que Marruecos conjeturaba un quebradero de cabeza como nación independiente.

Poco años después, la Conferencia de Berlín (1884-1885) destapó el tarro de las esencias, con un apretón colonial que llevaba engrasándose durante décadas e incitaría a empeñarse en Marruecos. Sin inmiscuir, el contrapeso occidental en la rehechura de la camarilla de consejeros, agentes, asesores y legaciones que husmeaban.

Pese a su cercanía terrestre, España, no era el único país atraído por estos territorios. Amén, que el entresijo africano llevaba siendo un asunto enrevesado desde la Conferencia de Madrid, en el que comenzaría a tintinear fundamentalmente por la parte que le concierne a Francia. Y en este ascenso in crescendo en el afán europeo se previó un mayor interés español, ya que las medidas adquiridas por el sistema de potencias del momento, venían aparejadas por los intereses preeminentes de éstos.

Es desde aquí donde se desenmascara en su integridad, tanto a Francia como a Gran Bretaña, aunque por causas contrapuestas.

En el caso de la primera, su empecinamiento por el Norte de África es manifiesto desde su conquista y subsiguiente colonización de Argelia. Ya en las postrimerías del siglo XIX, su reclamo transitó por instaurar un Imperio de Oeste a Este, pero la Crisis de Fachoda (1897-1898) como muestra de la concurrencia franco-británica, produjo que refinase su atención en el Magreb.

Y en cuanto a la segunda, su celeridad residió en hacerse con el mando del Estrecho de Gibraltar o, como mínimo, una conformación adecuada a sus intereses.

"La impronta asimétrica de engarce africanista no fue el único desencadenante, sino en todo caso, la estrategia catalizadora de la praxis española en Marruecos"

Previamente, la intensidad en el frenesí impuesto por Francia, acabaría movilizando a Gran Bretaña en defensa de la franquicia del Majzén, quien junto a España, fueron los garantes de acreditar la independencia de Marruecos, frente a la apetencia franca. No obstante y más adelante, los británicos desecharían esta actitud. Ni que decir tiene que esta reactivación convertida en oportunismo, revalorizó extensamente el Norte de África. Y entretanto, Francia conservaba la deferencia en amarrar lo bastante sus vínculos con España.

Y no era para menos, porque la Isla de Menorca incidía en la magnitud estratégica, al constituirse en la bifurcación principal entre el territorio galo y Argelia. Por lo demás, españoles y británicos franqueaban serios contratiempos emanados del apoyo de Reino Unido a Estados Unidos durante la guerra de 1898 y la réplica hispana, constituyendo en su conjunto un aviso para navegantes en las aguas del Estrecho.

Este paisaje de tierras movedizas trasegó a la firma de varios tratados. Arrancando con el año 1900, en los que Francia abre la puerta a dos convenios. Primero, con el Reino de Italia, para regularizar las divisorias de las colonias norteafricanas y segundo, con España, en relación a la franja de África Occidental.

En base a lo anterior, Francia propuso a España un reparto de Marruecos como fórmula capaz de vigorizar su posición ante Gran Bretaña. Y a las claras, con conocimiento de causa que la fatiga arrastrada por España le allanaría la senda para ejecutar sus aspiraciones expansionistas. Además, sin el recelo de una gravosa disputa con sus vecinos. Por el contrario, el régimen español hizo un amago en las conversaciones, hipotéticamente ante la inseguridad de contrariar a los británicos.

Ante este resultar impopular que desorbitó el foso que retraía al Ejército y la opinión pública española, básicamente las clases populares, definitivamente Francia logró un pacto con Gran Bretaña y simplificó la zona indicada a España, aprobando la Declaración y Convenio hispano-francés (3/X/1904). Evidentemente, para interpretar la secuenciación en esta línea de maniobra, hay que percatarse del proceso de España sobre Marruecos, contrastado por el cataclismo sufrido en el Desastre del 98.

Retornando una vez más al punto de partida, tras la guerra hispano-estadounidense cuyos efectos históricos, sociológicos y político-territoriales están ampliamente trillados empíricamente, el entorno de España permuta de raíz, quedando lastrada a ser contemplada como una potencia de segundo o acaso, de tercer orden y descifrado en un giro de visión hacia Marruecos.

De hecho, esta impresión cobra más fuerza al ponerse el acento en la labor de España como parte demandante de lo que aflorase en Marruecos. Pero igualmente, sobrevuelan las sombras de las incertidumbres procedentes del ostracismo diplomático y el porte británico dañino, con sus propósitos de la toma de Tánger y lo que podría entrañar cerrar a cal y canto el corredor de las aguas del Estrecho.

Claro, que siendo consecuente de los alicientes de Francia, España presagia el riesgo de desenvolverse por la puerta trasera de Reino Unido.

Ahora, este menester de cambio lo retroalimenta el descrédito del aislacionismo retrospectivo y el codazo recibido sobre su fragilidad en el tablero geoestratégico. Denotándose que el statu quo se propugne en un armazón laxo, hasta puntear el movimiento británico como el generador de un salto en los realineamientos en Marruecos y España deje de considerarlo como el garante.

En otras palabras: si el Sultanato marroquí se encontraba visiblemente atenuado a su suerte, era indispensable salvaguardar el statu quo y sanear la autonomía marroquí, intensamente dependiente de España y sin que acabase quedando contra las cuerdas a merced de Francia, Reino Unido o la Alemania sempiterna, como caballo de troya, siempre al acecho para ver que seísmo desatar.

Y en este mar de cálculos y colisiones dialécticas, deambulaba una facción diferenciada de la milicia española, ansiosa de resarcirse ante el degradante descalabro del 98, imponiendo una intervención sobre el terreno potencial y así perpetuar a las viejas glorias de las campañas militares.

Otros ilustres autores señalan que la intromisión de España en Marruecos, era producto del anhelo por ganarse un puesto en el anonimato del ardiente sol africano; o que aquella táctica encubierta correspondía más a la inestabilidad derivada de la guerra hispano-estadounidense, que propiamente al ardor colonial, hallando una salida para al menos ver ahuyentados y repelidos los fantasmas del aislamiento.

Esta presupuesta indisposición o enardecimiento africanista soltaría las alas en los contornos gubernamentales, más aún desde que Francia por vez primera promueve el modelo de ‘penetración pacífica’ de la mano de Théophile Delcassé (1852-1923), quien ocuparía las carteras francesas del Ministerio de Colonias y del Ministerio de Asuntos Exteriores, como modo de influenciar en Marruecos acatando la autoridad del Sultán determinada en el año 1880.

Pese a todo, en algunos momentos, por no decir innumerables, rondó cierta resistencia al manejo de la fuerza militar, en antítesis a la disyuntiva de una práctica pacífica engañosa, aunque no se desechaba algún percance reproducido en pugnas limítrofes o desórdenes de interés exclusivo.

Llegados a este punto, a criterio de diversos expertos el peso internacional y la susceptibilidad de quedar al margen de un permisible reparto de Marruecos, se descorcha como algo irrevocable. Y para otros, el agotamiento de España por los trechos en el dique seco como una de las primeras potencias, se convierte en una ganancia a la hora de rastrear posibles aliados, pues deja de ser un contendiente de entidad para Reino Unido y Francia. O tal vez, esta astenia es una inducción para la expansión gala en el Magreb y una contrariedad para los británicos, al no estar dispuestos bajo ningún concepto que Francia se confiriese el litoral sur del Estrecho de Gibraltar y con ello, perjudicar su situación privilegiada en la zona.

Juntamente al sumario de tira y afloja de cara a cualquier injerencia perceptible para la población indígena y con especial calado en 1904, cobra más ímpetu para que España se posicione a ultranza con la tesis de ‘penetración pacífica’. Asimismo, es primordial añadir la evolución de la palestra internacional a la que se vio supeditado el Gobierno. Porque a pesar de que en 1902 España esquivó la firma de una oferta brindada por Francia, dos años después suscribió un acuerdo en pésimas condiciones, para en definitiva desmenuzar Marruecos en dos esferas de influencia.

Esta concepción parece envalentonarse si se repara en la adhesión de España al primer Artículo del Convenio a la Declaración franco-inglesa fechada el 8/IV/1904, referente a Egipto y Marruecos, sumando validez al acuerdo y sobre esta materia hay que insistir, que aunque el espectro generalizado se atina en maquillar la desconfianza habida por España en plasmar una firma a escondidas de los británicos como justificación al rehúso dado en 1902, se omite la viabilidad de que la Administración todavía forcejeara sobre su maniobrar en lo que iba a ser un galimatías con la estampa rifeña liderada por Abd el Krim El-Jattabi (1882-1963). Sin embargo, el posicionamiento se volcó en el modus operandi de la ‘penetración pacífica’ perfilada por Francia, hasta culminar en un rumbo en el que hubo de hacer frente a la ‘cuestión de Marruecos’.

A este tenor, no podía materializarse una reorientación de signo beligerante, porque la doctrina aludida no distaba en demasía del principio de statu quo escudado por el Gobierno, por lo que es acertado sustraer que esta fuente prosperó entre los rectores españoles, al presumir que no comportaba fuerza militar y lo más significativo, deshacía el talón de Aquiles soportado durante varios años: el aislacionismo. Ahora, aun indagando desempeñar la valía diplomática y comercial sobre un Sultanato notoriamente quebradizo en cooperación con otras potencias, se prioriza la canalización en el territorio norteño, en vez de la nación en su totalidad.

Dicho lo cual, tras el Convenio hispano-francés (3/X/1904) el horizonte se desentonaría en detrimento de estabilizarse, fruto de las diversas conjeturas de una cláusula enigmática en su Artículo 3º que no tiene desperdicio en su literalidad. El mismo establece al pie de la letra: “En el caso de que el estado político de Marruecos y el Gobierno Jerifiano no pudieran ya subsistir o si por la debilidad de ese Gobierno y por su impotencia persistente para afirmar la seguridad y el orden público, o por cualquier otra causa que se haga constar de común acuerdo, el mantenimiento del statu quo fuese imposible, España podrá ejercitar libremente su acción en la región delimitada en el presente artículo, que constituye desde ahora su zona de influencia”.

Esta carta blanca de ejecución produciría una filtración entre los círculos que inquietaban incesantemente a España. Hasta tal extremo, de apelar otra tentativa diplomática para moldear el sino de Marruecos ante la recalada apremiante de una nueva potencia a este escenario: Alemania. O séase, mientras Francia y España ataban los pros y los contras a la ‘cuestión marroquí’ con el conocimiento británico, Alemania reivindicaba su protagonismo con la guinda expansionista, como modo de adentrarse en un panorama internacional cada vez más complejo.

Y si en el fondo de estas pretensiones Alemania intentaba sugestionar el perfil considerado de España en su apuesta diplomática por obtener influjo en Marruecos, no iba a ser menos la reacción de franceses y británicos, ante el escopetazo y la irrupción de una potencia incómoda como la germana. Además, de todos es sabido que al atar cabos sobre su probable guion de actuación en Marruecos, España no contaba con las capacidades que el Imperio alemán Deutsches Reich para tender con garantías una proyección de índole agresiva, ni en términos militares, como tampoco desde la vertiente de realce internacional.

Lo cierto es, que ni aun así, los alemanes consiguieron meter en un puño sus exigencias en el Sultanato.

Más tarde, el desenlace de la importunación de Alemania sobre el acontecer en ascuas de Marruecos, se remató con la ebullición de la Conferencia de Algeciras. Primero, introduciendo los acuerdos hispanofranceses y sesgando la balanza hacia Inglaterra para ponerse del lado de Francia y en última instancia, dejando a los germanos fuera del septentrión marroquí. Y segundo, ahondando en la identificación instrumental a la facultad del Sultán.

Luego, pese a los tratados internacionales sobre la mesa y preservándose en los años sucesivos como un componente de legitimación, tanto Francia como España, participaron de modo expreso sobre el área de operaciones marroquí.

Finalmente y no siendo objeto de análisis de esta disertación, sobraría sacar a relucir que las rivalidades vistas por instantes a quemarropa, entre Francia y España, como se puntualizó en la Conferencia de Algeciras, ambos quedaban responsables de que el Estado marroquí dictara los puntos y comas en sus esferas afines. Lo que en conclusión valoraron a la carta según sus intereses.

Con lo cual, no es desacertado sospechar que la proposición del reparto no solo arrojaba visos mordaces y belicosos para la órbita internacional en la que se tambaleaba España, sino a la par, netamente calculadores para su resonancia efectiva en Marruecos. A fin de cuentas, tras el desarrollo de la Conferencia de Algeciras, a la que antes se requería como inaplazable la Primera Crisis Marroquí que encaraba a Francia con Alemania, el crédito español iría creciendo en el Norte del Protectorado.

"España acabaría mordiendo el polvo en los recovecos más peliagudos del bereber levantisco desplegado en un enclave distante y desfavorecido: el Rif"

En consecuencia, si en algún interregno del curso retratado (primer tercio del siglo XX) sobrevolaron no pocas ambigüedades de España para establecerse en el Norte de África, posición territorial que de lance en lance se vio comprometida arduamente a desmantelar, para a la postre morder el polvo en los recovecos más peliagudos del bereber levantisco desplegado en un enclave distante y desfavorecido: el Rif, donde las huestes rifeñas, siempre aguerridas, envalentonadas y sobradas de acometividad, infligían sus planes proverbiales de hostigamiento sobre las Tropas Coloniales de España.

Y es que la Administración española pudo no exhibir el interés suficiente como para realizar un control redoblado sobre esta región, sino que optaba por suscitar y mediar por un Sultanato aparentemente consistente y del que gradualmente desgajase algún beneficio. Pero sobre todo, funcionase de parapeto frente a otras potencias. O más bien, sin una atracción incuestionable por ocuparla, terminaría siendo presionada por motivos internos y externos a una demarcación encenagada por la insurrección cabileña y con el rastro de una ‘penetración pacífica’, que confluyó a rienda suelta en una ‘penetración militar’ en toda regla.

En vista de lo habido y por haber, varios ingredientes activaron el cambio de planteamiento para involucrarse de lleno territorialmente en Marruecos, como pudieron radicar en los forzamientos venidos de los actores europeos y que a la sazón, aspiraban de algún u otro modo, asir sus imperios ocupados; o la premura autoimpuesta por apoderarse de alguna posesión y así restaurar la fama malograda desde años pasados. Expuesto de otro modo: habría que discriminar en su justa medida la incidencia de variables intervinientes que para bien o para mal, redefinieron y coronaron el envite colonial. Ejemplos de ello son los zigzags diplomáticos finiseculares, la gravitación al alza del africanismo o el convencionalismo de asegurarse un sitio relevante en el ranking mundial de potencias.

Si es así, se sobreentiende que tras un retraimiento acusado de España, este vaivén en la trayectoria de la política europea se esgrimió como punta de lanza para retomar nuevamente el punto cardinal internacional, hasta engancharse a las dinámicas de competición con los actores de primer orden y quedar en una disposición menos embarazosa con la que las grandes potencias estaban más por la labor de arrimar el hombro. Algo nada despreciable, tanteando el contexto reinante.

A ciencia cierta, esta quimérica ‘penetración pacífica’ ensamblada por la doctrina de Francia, no estuvo desligada de inconvenientes, como tampoco sería una escapatoria determinativa, advirtiéndose la permeabilidad de los cercos de influencia de las potencias adyacentes. Por lo tanto, la impronta asimétrica de engarce africanista no fue el único desencadenante, sino en todo caso, la estrategia catalizadora de la praxis española en Marruecos.

Queda claro, que la fuerza motriz colonial e imperial europea en el Norte de África no se disemina en España, sino en las dinámicas diplomáticas internacionales, hasta otorgarle especial aceptación a la doctrina de ‘penetración pacífica’, que por activa y por pasiva, ha redundado en este texto.

Por último, interesa subrayar que el móvil de España en Marruecos no apuntaba imperiosamente a la dominación terrestre, sino más bien, por una línea de influencia diplomática y comercial siempre equidistantes, divisando con inquietud un Sultanato que no estaba a la altura de las circunstancias, pero que de alguna manera resistió los envites para internalizar la doctrina francesa.

Recuérdese que la anterior apreciación coincide con el supuesto de otros insignes analistas, en el sentido de ser razonado como operacional, pero no exclusivamente en lo que atañe al cambio de parecer del Gobierno: surcando no solo de una defensa osada del statu quo a la doctrina de ‘penetración pacífica’, sino igualmente, superpuesto a la dirección posterior de las eventualidades que irían desembocando, hasta mutarse sin ambages el patrón inexistente de ‘penetración pacífica’, por otro más que constatado en los estudios bibliográficos y críticos de los escritos sobre historia y sus fuentes de ‘ocupación militar del territorio’.

Allende a lo que habría de sobrevenir para España en Marruecos, las bases teóricas de la Historiografía Contemporánea se han encargado de recoger celosamente en los extractos, sumarios, obras, compilaciones, etc., que el Protectorado ejecutado oficialmente desde 1912 y subrogado por Francia por intercesión de Reino Unido, atravesaría un estado crónico de alzamientos y rebeliones instados por el corolario de cabilas satélites, espoleando un entorno acorde a la guerra de guerrillas y que habría de extenderse a lo largo de dieciséis interminables años.

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